Educación: más allá del protocolo.
Más allá del cómo y el cuándo abrir, es hora de preguntarnos sobre los porqués y para qué educamos.
Autora: Yolanda Reyes | @yolandareyesv
“El problema de la educación es que nos hemos ido quedando sin un lenguaje que llame a las cosas por su nombre”, me dice una lectora que se declara perdida entre un lenguaje políticamente correcto, “lleno de eufemismos que ocultan la tragedia”. Está intentando descifrar las orientaciones para “avanzar hacia la alternancia”, publicadas por el Ministerio de Educación, una serie de documentos larguísimos que son, apenas, las líneas generales para hacer los protocolos de las aperturas educativas paulatinas, “a partir” del 1 de agosto.
Escribo “a partir” entre comillas porque, según tuvo que aclararlo la ministra, se trata de una fecha tentativa en la que “se empezaría” a pensar en la alternancia educativa. Por supuesto, dependerá (dependería) del comportamiento de este virus que ha puesto al mundo en modo condicional y ha convertido a cada fecha en una nueva prórroga, pero que, paradójicamente, ha exacerbado nuestra manía de legislar sobre cada detalle –cómo los niños de dos años se deben “colocar y retirar” el tapabocas para tomar onces, por ejemplo– en un intento mágico por regular la incertidumbre.
Las reacciones frente a esos documentos minuciosos no se han hecho esperar: Fecode manifestó que no había condiciones que permitieran abrir el 1 de agosto (se saltó lo de “a partir”) y expuso razones que suelen olvidar los documentos oficiales, como la falta de agua –por no decir jabón e instalaciones sanitarias– en muchas instituciones educativas, urbanas y rurales. Otras agremiaciones se declararon a favor de la llamada alternancia y otras expresaron reticencias, y la discusión se centró, o más bien se polarizó, como suele suceder, alrededor de preguntas importantes, pero que ocultan otras esenciales. Más allá del cómo y el cuándo abrir que nos desvela a todos, es tiempo de hacer otras preguntas relacionadas con los porqués y los para qué educamos. Y con quiénes y a quiénes educamos, y de qué modos tan diferentes (excluyentes o exclusivos).
Esos problemas que nunca hemos resuelto salen hoy iluminados bajo la luz de la pandemia, así como sucede con los rincones que no miramos por andar tan ocupados. Y aunque intentemos ocultarlos bajo la bioseguridad, la higienización y la protocolización de los movimientos y las relaciones pedagógicas, la inequidad aterradora surge detrás de cada vocablo: de cada problema, y de cada solución, para recordarnos que no estamos hablando de lo mismo cuando decimos virtualidad, trabajo académico en casa (o, incluso, casa); que no estamos hablando de una misma educación ni de un mismo país, sino, por lo menos, de dos países –o más–, rotos por la misma eterna brecha.
¿Dónde situar, entonces, todo lo que hemos aprendido en este semestre tan difícil? ¿Cómo tejer las maravillas, las dificultades, los dolores y las dudas que hemos vivido los maestros, las familias y las autoridades para hacer comunidad alrededor de la educación de nuestros niños y niñas? ¿Cómo partir de las formas tan diversas de aprender para rescatarlas, y pensar y debatir (sí, debatir es una bella palabra en estos tiempos) sobre los cambios culturales que necesitamos afrontar para sostenernos juntos y trabajar en las inequidades que no se solucionarán con internet?
Mientras los científicos trabajan sin descanso en este mundo para saber cómo curarnos, la educación se convierte en un centro de preguntas sobre nuestro país: sobre la compasión y la solidaridad y los dilemas, y sobre cómo aprender a vivir en un mundo que se ha roto, y cómo hacerlo cuando se tiene poco. (O quizás no es poco, si lo pensamos fuera del marco). Quizás suene a utopía, pero es hora de construir otro discurso, y otro contrato social para la educación.
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Fuente de la Foto: BID
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