‘El ruido y la furia’ de William Faulkner

Publicado: 20 septiembre 2020 a las 11:00 pm

Categorías: Arte y Cultura / Literatura

Mucho antes de que el lenguaje televisivo nos acostumbrara a la fragmentación narrativa, William Faulkner publicó El ruido y la furia(1929), un relato de apariencia caótica sobre las pasiones de una familia tradicional del sur norteamericano.

 

He acordado livianamente con el señor editor de Clave de Libros que escribiría sobre El ruido y la furia. ¡El Ruido y la Furia! Fue recién al momento de comenzar a escribir que caí en la cuenta de la gravedad del asunto. ¿Qué decir sobre esa novela? Impactante, inmisericorde, técnicamente admirable, El ruido y la furia ha sido referida, estudiada y analizada muchísimas veces, incluso por grandes maestros de la literatura.

¿Cómo abundar sobre ella?

Tal vez, una posibilidad sea admitir que hay algo que es único e independiente del debate erudito y de la discusión académica, algo irrepetible por muchas veces que acontezca: la experiencia del lector. Quizás, el lugar más genuino desde el cual invitar a otro a repetir una experiencia que no es, ni tiene por qué ser, la del especialista.

Dicho esto, me propongo compartir mi experiencia como lector de El ruido y la furia. Comienzo entonces por conectar con la evocación: ¿qué ha dejado en mí esta obra, en ese espacio donde sedimentan las muchas sensaciones que llenan el recuerdo de un lector apasionado?

A saber:

  • Una frase magistral, bella, fuente de desasosiego, sobre el hecho de convertirse en dueño de un reloj.
  • Una sensación de maravilla y perplejidad ante los monólogos interiores del personaje llamado Benjy Compson, una profunda sensación de identificación con la cruda inmediatez, el puro presente sin causa ni consecuencia, con que percibe el misterio del mundo.
  • Un amor difuso, inocultablemente erótico, miméticamente culposo, por la indomable Caddy Compson.
  • Un serio desconcierto respecto de la sucesión de los hechos.

William Faulkner, una frase magistral y la cuestión del tiempo

No tiene sentido encarar este pequeño ensayo sobre El ruido y la furia pretendiendo resumir los acontecimientos que componen la historia desde un punto de inicio y en dirección a un punto final. El ruido y la furia es, sobre todo, un estado de ánimo, un tono, o más bien varios tonos, una atmósfera en la que el tiempo anda a tumbos, tropieza, se muerde la cola. Comienzo entonces por cualquier lugar, un lugar caprichoso, un punto por el que siento afecto, el párrafo famoso donde el personaje llamado Quentin Compson relata el momento en que su padre Jason le regala el reloj que había sido de su propio padre, y del padre de su padre. Es decir, un don que es el testigo de un linaje, pero también una señal en la novela:

Cuando la sombra del marco de la ventana se proyectó sobre las cortinas, eran entre las siete y las ocho en punto y entonces me volví a encontrar a compás, escuchando el reloj. Era el reloj del abuelo y cuando Padre me lo dio dijo, Quentin, te entrego el mausoleo de toda esperanza y deseo; casi resulta intolerablemente apropiado que lo utilices para alcanzar el reductio absurdum de toda experiencia humana adaptándolo a tus necesidades del mismo modo que lo adaptó a las suyas o a las de su padre. Te lo entrego no para que recuerdes el tiempo, sino para que lo olvides durante un instante y no agotes tus fuerzas tratando de someterlo. Porque nunca se gana una batalla, dijo. Ni siquiera se libran. El campo de batalla solamente revela al hombre su propia estupidez y desesperación, y la victoria es una ilusión de filósofos e imbéciles.

Así nomás: ilusión de filósofos e imbéciles. Yo no sé ustedes, pero a mí este párrafo, cuando lo leí por primera vez siendo todavía muy joven, me causó un gran desasosiego: el tiempo no puede ser sometido. Y esa es la señal, una especie de clave o cifra, pero está en un lugar al que el lector debió llegar después de leer, según qué edición, más o menos un centenar de páginas. Claro, no es ni la única señal ni, para nada, la primera. Es, tal vez, la más explícita y, sin dudas, una de las más bellas. La cuestión del tiempo es crucial en El ruido y la furia y vuelve al centro de la atención una y otra vez. O vale decir: la cuestión de la imposibilidad de someter el tiempo es crucial en esta novela.

Porque Padre decía que los relojes asesinan el tiempo. Él dijo que el tiempo está muerto mientras es recontado por el tictac de las ruedecillas; sólo al detenerse el reloj vuelve el tiempo a la vida. Las manecillas estaban extendidas, ligeramente inclinadas haciendo un leve ángulo, como una gaviota suspendida en el viento.

Algo hay que maliciar respecto del lugar que ocupa la temporalidad en una novela que se inicia con la inocente apariencia de un diario o una crónica: “Siete de abril de 1928” es el cándido y engañosamente transparente título del primer capítulo, literalmente, lo primero que enfrenta el lector. Y a partir de ahí ya nada será tan simple, porque la forma que elige Faulkner para hacernos pasar de alguna comprensión intelectual sobre la ingobernabilidad del tiempo a la sensación visceral de que no lo dominamos es la de la ruptura de la linealidad narrativa:

Siempre que se paraba el tranvía ya oía el reloj, pero sólo a veces ya estarían comiendo Quién tocaría un Comiendo el asunto de comer en tu interior espacio también espacio y tiempo confundidos El estómago diciendo mediodía el cerebro diciendo la hora de la comida en punto Bien Me pregunto qué hora será qué pasa. La gente se bajaba. Ahora el tranvía ya no se paraba con tanta frecuencia, vaciado por el almuerzo.

La novela, entonces, estará dividida en cuatro capítulos, contados cada uno por un narrador diferente y encabezados con una fecha que, por cierto, no guarda relación secuencial con las demás. A su vez, el discurrir de cada capítulo seguirá el ritmo enloquecido de los recuerdos y los “flashbacks”. Es necesario recordar algo para entender la envergadura de lo que Faulkner hizo en este libro: en 1929, año en que se publica El ruido y la furia, la televisión (y no hablemos de internet y las redes sociales) no había acostumbrado aún a las audiencias a seguir la ilación fragmentada de multitud de voces ni a la labor de recomponer de forma activa múltiples líneas narrativas.

Una historia contada por un necio, llena de ruido y furia: el monólogo de Benjy

El paradigma se declara en el título, cita famosa a un pasaje de Macbeth, y se establece en el primer capítulo. La novela se inicia con el dilatado monólogo de uno de los personajes. De a poco nos irá resultando claro que ese personaje tiene alguna clase de retraso mental y no puede hablar. Gruñe, emite sonidos inarticulados, llora, y, aunque entiende lo que se le dice, no habla. El discurso que se ofrece a nuestra atención pretende ser el fluir de su conciencia, el más o menos fabuloso testimonio de una interioridad clausurada, un torrente desordenado, aparentemente caótico, pero guiado por las leyes de la asociación y el poder evocativo del afecto:

Fuimos por la cerca y llegamos a la verja del jardín, donde estaban nuestras sombras. Sobre la verja mi sombra era más alta que la de Luster. Llegamos a la grieta y pasamos por allí.

«Espere un momento», dijo Luster. «Ya ha vuelto a engancharse en el clavo. Es que no sabe pasar a gatas sin engancharse en el clavo ese».

Caddy me desenganchó y pasamos a gatas. El tío Maury dijo que no nos viera nadie, así que mejor nos agachamos, dijo Caddy. Agáchate, Benjy. Así, ves. Nos agachamos y atravesamos el jardín por donde las flores nos arañaban al rozarlas…

Faulkner explota en El ruido y la furia una técnica narrativa conocida como “monólogo interior”. Su novela es considerada uno de los ejemplos magistrales en el uso de ese recurso. El personaje cuyo discurso seguimos en este primer capítulo se llama Benjy y a través de su relato conoceremos a la gran mayoría de los hechos y personajes de la novela. También, comenzaremos a comprender que nada sigue un orden cronológico ni se nos expone secuencialmente. A lo largo de un monólogo caótico, iremos recopilando información a través de evocaciones, “flashbacks”, recuerdos y claro, impresiones de lo que Benjy percibe ese siete de abril de 1927.

Caddy y Padre y Jason estaban en el sillón de Madre. Los ojos de Jason estaban hinchados y cerrados y su boca se movía como si estuviese chupando algo. La cabeza de Caddy estaba sobre el hombro de Padre. Su pelo era como el fuego, y había en sus ojos puntitos de fuego, y yo fui y Padre también me subió al sillón, y Caddy me abrazó. Ella olía como los árboles.

Ella olía como los árboles. Estaba oscuro en el rincón, pero yo veía la ventana. Me acurruqué allí, agarrando la zapatilla. Yo no la veía, pero mis manos la veían, y yo oía cómo se iba haciendo de noche, y mis manos veían la zapatilla, y yo me acurruqué allí, escuchando cómo se hacía de noche.

Ah, está aquí, dijo Luster…

Algunos párrafos están marcados con una distinción tipográfica con el fin de facilitar la identificación de los diferentes hilos narrativos. No obstante, no todos los tiempos cronológicos que se solapan en el discurso de Benjy están marcados de esa manera y no deja de corresponder al lector la tarea de reconstruir la sucesión de los acontecimientos, entremezclados a veces en un mismo párrafo sin ninguna señal que los delimite:

Vinieron. Yo abrí la portilla y se pararon, dando la vuelta. Yo intentaba decir, y la cogí, intentando decir, y ella gritó y yo estaba intentando e intentando decir y las figuras brillantes empezaron a pararse y yo intenté salir. Yo intentaba apartármelas de la cara, pero las figuras brillantes volvían a moverse. Subían hacia donde se caía la colina y yo intenté llorar. Pero cuando respiré, no podía respirar para llorar y yo intenté no caerme de la colina y me caí de la colina sobre las figuras brillantes que giraban.

Significativamente, lo más parecido a una referencia temporal sólida que Faulkner nos ofrece son los nombres de los criados negros que se suceden en el cuidado de Benjy Compson. Pero aún así, le queda al lector más bien aceptar que las precisiones muy posiblemente no son importantes y que lo que debe hacer es dejarse llevar por ese magma que, tal vez (y de eso no hay ninguna promesa), se aclare con el correr de las páginas.

El amor por Caddy

El ruido (o el “sonido”, según la traducción de que se trate) y la furia bien podría caracterizarse como “novela familiar”. En ese sentido, se la puede emparentar, no sin cierta irresponsabilidad, con la hispanoamericana Cien años de soledad. A diferencia de su sucesora, que narra la historia de todo un linaje, la novela de Faulkner se concentra en los hechos vividos por la última generación de la familia Compson, una familia tradicional, pero ya decadente, del sur norteamericano:

«Me escaparé y no volveré nunca», dijo Caddy. Yo empecé a llorar. Caddy se volvió y dijo «cállate». Así que me callé. Luego jugaron en el arroyo. Jason también estaba jugando. Estaba él solo un poco más abajo. Versh vino por el otro lado del arbusto y me volvió a dejar en el agua. Caddy estaba toda mojada y llena de barro por detrás y yo me puse a llorar y ella vino y se agachó en el agua. «Cállate», dijo. «No me voy a escapar». Así que me callé. Caddy olía como los árboles cuando llueve.

Incluso, puede uno sufrir un desconcierto similar al que produce la novela de García Márquez, ya que también hay personajes distintos que comparten un mismo nombre. Se ve que es algo que pasa en las mejores familias. En el caso de Faulkner, el desconcierto puede ser aún mayor porque, en uno de los casos, ese nombre en común refiere a personajes de géneros distintos:

Si tras eso hubiese un infierno: la llama impoluta nosotros dos más allá de la muerte. Entonces sólo me tendrías a mí entonces sólo yo entonces nosotros dos entre la maledicencia y el horror cercados por la límpida llama.

La novela gira entonces alrededor de las peripecias de los cuatro hijos de Jason Compson y Caroline Bascomb y son tres de ellos los principales narradores o puntos de vista (hay un cuarto narrador que, no obstante, sigue el punto de vista de la criada negra de la familia; la igualdad entre el número de hijos y el de narradores enfatiza la exclusión de la única hija para ese papel):

A usted no le va a servir de nada mirar por la portilla, dijo T.P. Además ya hace mucho que se fue la señorita Caddy. Se casó y le abandonó. No sirve de nada que se agarre a la portilla y se ponga a llorar. Ella no le va a oír.
Qué es lo que quiere, T.P., dijo Madre. Por qué no juegas a ver si se calla.
Quiere ir a mirar por la portilla, dijo T.P.
Pues no puede, dijo Madre. Está lloviendo. Tendrás que jugar con él para que se esté callado. Eh, Benjamin.
No hay forma de que se calle, dijo T.P. Cree que si baja a la portilla regresará la señorita Caddy.
Tonterías, dijo Madre.

En suma, se trata de Quentin, el hijo mayor; Candace («Caddy» en la apelación familiar), segunda hija y la única que no toma la palabra como narradora; Jason Jr, el tercer hijo; y el menor, Benjamin (nacido Maurice, como un tío suyo, hermano de su madre).

Gracias he oído muchas cosas crees que a tu madre le importará si tiro la cerilla detrás del biombo muchas cosas de tí Candace hablaba siempre de tí cuando estábamos en Licks Tuve celos me decía a mí mismo quién será ese Quentin tengo que averiguar qué tipo de bicho es porque sabes me dio muy fuerte en cuanto ví a la chiquilla no me importa decírtelo nunca se me ocurrió pensar que era de su hermano de quién hablaba no podría haber hablado más de tí si hubieras sido el único hombre del mundo ni siquiera de un marido seguro que no te apetece un cigarro…

Caddy es caracterizada como una niña intensa, una joven rebelde, una mujer salvaje. Es el personaje que catalizará todas las tensiones de la familia, los desplazamientos en los roles de género, las consecuencias de la disolución de la economía esclavista en la que la familia había basado su fortuna, los conflictos en las estructuras de autoridad. Caddy, como no puede ser de otro modo, será además el oscuro objeto de deseo: todos, los personajes y el lector, amaremos u odiaremos a Caddy.

[…] Con alguien tengo que casarme
Ha habido muchos Caddy
No lo sé demasiados cuidarás de Benjy y de Padre
Entonces no sabes de quién es lo sabe él
No me toques cuidarás de Benjy y de Padre
Antes de llegar al puente comencé a sentir el agua. El puente era de piedra gris, como líquenes, moteado de mansa humedad salpicada de hongos. Bajo su sombra el agua clara y estática susurraba cloqueante centrifugando el cielo en pálidos remolinos en torno a la piedra. Caddy ese
Con alguien tengo que casarme […]

Con el correr del relato, sabremos además que Caddy habrá tenido una hija, de nombre Quentin, también díscola y difícil. Quentin el hermano, Caddy la hermana y Quentin la sobrina conforman un triángulo que señala algo que no comprenderemos exactamente qué es, pero que es, si no terrible, al menos tortuoso.

El desconcierto sobre la sucesión de los hechos

Es difícil evocar un libro de Faulkner sin admitir que hemos leído a Borges y su afirmación de que ante las novelas del norteamericano «[…] uno a veces no sabe lo que sucede, pero uno sabe que lo que sucede es terrible»:

«La una en punto», dijo en voz alta, «Jason no va a venir. He visto al primero y al último», dijo contemplando el fogón apagado. «He visto al primero y al último». Dispuso un poco de comida fría sobre la mesa. Mientras trajinaba de acá para allá cantaba un himno. Repitió los dos primeros versos hasta agotar la melodía. Preparó la comida y llamó a Luster y un momento más tarde entraron Luster y Ben. Ben todavía gemía ligeramente, como para sí mismo.

Yo conocí esa conclusión borgeana mucho después de haber leído ya a Faulkner. Decirlo ahora, suponiendo que quien lee este texto no ha leído la novela, no me parece desleal ni creo que frustre ningún aspecto de la experiencia. Saber que uno enfrenta una dosis importante de desconcierto no quita nada al fascinante despliegue del relato, pero agrega tal vez algo que yo no tuve: una previsión de paciencia, no para con el texto, sino para con uno mismo, para con las propias e infantiles ansias de comprender o aclarar, en definitiva, para con el propio deseo de someter el tiempo a fuerza de situar los hechos en un orden inteligible, una de esas batallas que nunca se libran. Lo importante en las novelas de Faulkner no es tanto saber qué pasa, sino ir sintiendo, en las tripas aún más que con la mente, que lo que pasa es terrible.

 

 

 

 

Fuente de la información:

https://clavedelibros.com/el-ruido-y-la-furia-william-faulkner/

 

Fuente de la imagen:

https://clavedelibros.com/el-ruido-y-la-furia-william-faulkner/

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