El arte de escribir: gracia, ilusionismo, ¿locura?

Publicado: 30 septiembre 2020 a las 7:00 am

Categorías: Artículos

Por: Tania Balderas

Tania Balderas aborda desde tres aspectos distintos aquello que la autora considera importante al hablar de la escritura como un arte: el dominio de la escritura que tiene su germen en el dominio de la lectura, los aspectos técnicos que conforman un texto literario de corte narrativo y la necesaria combinación de creatividad y disciplina para alcanzar la creación artística.

Gracia

El ser humano es sorprendente porque ha logrado convertir sus habilidades más elementales en arte: los primeros y torpes pasos de un bebé serán un día complejas secuencias ejecutadas con precisión por un bailarín; los garabatos en crayola de un niño, más tarde serán representaciones gráficas, abstractas o realistas, de un pintor; los desproporcionados modelos infantiles elaborados en plastilina, algún día serán esculturas talladas por manos sensibles a la madera, el mármol o la cantera; los balbuceos e incipientes palabras que sólo las madres comprenden se convertirán en canciones, himnos y arias a cargo de voces tenazmente entrenadas; y aquellas letras tambaleantes en cuaderno de doble raya llegarán a consolidarse en poemas, cuentos, novelas y obras dramáticas.

Sabemos que el potencial artístico es inherente a nuestra especie. Sin embargo, reconocemos también que no todos los seres humanos alcanzan a desarrollarlo: la gran mayoría puede alcanzar cierta gracia para bailar en bodas, para hacer dibujitos en el margen de una libreta, para modelar bolitas o cubos con el migajón extraído a un bolillo, para cantar en la ducha o en el karaoke, para redactar mensajes de texto y la lista del súper.

Desarrollar nuestro potencial artístico dependerá de infinidad de factores. Para el filósofo español José Antonio Marina, la disciplina para transformar el esfuerzo en gracia es uno de ellos:

«Me di cuenta de que lo que me admiraba en el baile era la capacidad que tiene un bailarín o una bailarina de transformar el esfuerzo en gracia; es decir, cuando ves a unos bailarines que están haciendo ejercicios en la barra, el espectáculo es horrible. Les duelen los pies, están llenos de vendas, de telas adhesivas, sudan, huelen mal… pero después de ese entrenamiento lo que consiguen cuando salen a bailar es que parece que no tienen cuerpo. ¿Qué es lo importante? Hacer una cosa con soltura, hacer una cosa con gracia… pero no sólo es el baile. Pensar con soltura es una cosa bonita. Tener relaciones amorosas con soltura es una cosa muy bonita» (Gordon, 36).

El arte de escribir, entonces, consiste en transformar ese esfuerzo inicial por llenar planas y planas con mayúsculas y minúsculas, más tarde con nuestro nombre, luego con dictados, después con oraciones y resúmenes, en algo más gracioso, en algo que fluya, en textos originales donde las ideas, científicas o humanísticas, se enlacen con armonía. La cuestión es, ¿quiénes alcanzan esta maestría con las palabras?

Felipe Garrido, en su obra Para leerte mejor (2004), señala que muy pocos, pues se trata de un grupo selecto al que se ha identificado como lectores letrados, el último nivel de la pirámide de la lectura,[1] pues son aquéllos que:

Leen y escriben, en pantallas y en papel, por utilidad y por placer. Están plenamente incorporados a la cultura escrita. Entienden lo que leen; lo traducen a imágenes mentales y sensoriales; pueden parafrasearlo, glosarlo, resumirlo, compararlo con otros textos; aceptarlo o rechazarlo. Compran diarios, revistas y libros; van a las bibliotecas a leer, no sólo a buscar información. Encuentran leer y escribir tan naturales e indispensables como escuchar y hablar (21).

Así, el arte de escribir resulta doblemente complicado, pues su dominio guarda una estrecha relación con haber alcanzado antes la gracia de leer; con haber superado la lectura como mera comprensión de «la significación de los caracteres empleados» (DRAE), al asumirla como una actividad placentera e indispensable (forzosamente en ese orden). Sin embargo, la realidad es que, para muchos niños y jóvenes, la lectura se asocia de forma inmediata con escuela, pues en casa no hubo quien reclamara antes dicha actividad para clasificarla en la caja de placer. Así que el papel de la escuela, en este sentido, se vuelve trascendental, pues como lo dice Margarita Zorrilla, citada en la obra de Felipe Garrido: «Al niño que no tiene el privilegio de nacer y vivir en un ambiente de cultura, civilidad y saber, la educación pública tiene el deber de proporcionarle aquello que su familia no puede darle. La escuela es el único contrapoder cultural que pueden compartir todos los niños» (23-24). Por lo tanto, enseñar a leer no sólo se trata de reducir la tasa de analfabetismo, sino de otorgarle al niño (más adelante al adolescente y después, incluso, al joven universitario) una herramienta para estar en el mundo y, al mismo tiempo, para participar en él.

Enseñar a escribir, por otro lado, tendría que ser una encomienda más ambiciosa que lograr nuestro nombre con letra clara, proponer oraciones coherentes o elaborar resúmenes precisos; enseñar a escribir debería ser el detonante para que un buen lector se convierta en un buen escritor, es decir, en un escritor entrenado, que logre compartir con gracia ideas y argumentos (científicos, sociales o literarios) que enfrenten y transformen el mundo.

Isabelle Adjani leyendo, fotografiada por Jean-Claude Deutsch (1973)

Ilusionismo: el arte de la narrativa

El arte siempre ha mantenido una relación estrecha con nuestros sentidos y, de alguna manera, busca estimularlos al ofrecerles algo fuera de lo cotidiano, sensaciones inesperadas que nos conmuevan, por ejemplo, a través de la música, el baile, la pintura o el cine. Así que, bajo esta premisa, bien podríamos preguntarnos qué sentidos estimula la literatura.

Una salida fácil, evidente, es que la literatura estimula al tacto con ese roce de hojas flexibles, tan lejano al peligroso roce con el papel bond de la oficina; o que estimula el olfato, tanto con su perfume libro nuevo como con su fragancia libro viejo. Sin embargo, al considerar el rumbo de nuestros tiempos, sabemos que el culto al libro como objeto va perdiendo terreno. Así lo reconoce, por ejemplo, el bibliófilo español Jesús Marchamalo en su obra Tocar los libros (2016): «Pero ¿para qué guardar tantos libros? Tal vez pretendamos buscar una justificación apoyándonos en la falacia de la herencia que vamos a dejar a nuestros hijos. Y digo falacia porque es ilusorio pretender que nuestros herederos —todos ellos nativos digitales, además— vayan a cargar gustosos con un patrimonio bibliográfico cuyo valor, desde la aparición del libro de bolsillo, es casi exclusivamente sentimental» (53).

Ahora que, si consideramos los detalles íntimos acerca de la posición y el lugar que ocupamos para leer, los sentidos estimulados se amplían: en un sillón, en la cama, bajo un árbol, en la tina, en el regazo de alguien más, frente al mar, con un perro a nuestros pies, con un gato ovillado a nuestro lado, cerca de la ventana en un día lluvioso, etcétera.

Pero tanto la textura del libro, como la calidad de nuestro sofá, son factores accesorios que poco o nada tienen que ver con el verdadero y profundo placer que puede provocar la literatura, pues éste es experimentado por los valientes lectores de metro, los comodinos lectores de café, los lectores (a veces forzados) en la escuela, e incluso los lectores de rebote, ésos a quienes alguien les lee y que nunca tocan el libro (o el gadget) donde se almacena el texto y que, en ocasiones, nos escuchan desde una no tan cómoda cama de hospital.

Es evidente entonces que el gusto por la lectura de obras literarias va más allá de nuestros sentidos, pues se asocia con el placer de imaginar, con el placer de creer, con el placer de regocijarse en lo intangible. Dichos placeres no nos son otorgados por el libro en sí mismo, sino que uno los conquista a pulso, en el ejercicio de decodificación elemental que comenzó en nuestros años escolares y que tanto las buenas compañías como las lecturas entrañables nos llevaron a transformar en hábito para consagrarnos, más tarde, como lectores por placer. De ésos que, como Borges, están orgullosos de lo que han leído y de ésos que reconocen, con sabiduría, que no es el libro, sino la historia, lo que debemos conservar para siempre. Benito Taibo incluye en su novela Cómplices (2015) un episodio al respecto entre dos personajes anónimos:

—Exacto. Así, justamente. La casa se quema, ella arriba, la biblioteca abajo. ¿Me podrías decir qué libro te llevarías?

—Ninguno —contesta él tranquilamente.

—¿Ninguno? ¿No eres un gran lector? Eso me dijeron tus amigos…

—Soy un lector. Seré un gran lector en el futuro. Cuando haya leído todo eso que me falta por leer y la casa se queme.

—¿Y no te llevarías ninguno de tus preciados, queridos, admirados libros?

–No.

—¿Se puede saber por qué?

—Se puede. Si la casa del futuro se quema y mi esposa está arriba y los libros abajo, iría a buscarla a ella.

El que pregunta se tranquiliza un poco.

—Lo entiendo. De acuerdo. Tú y tu esposa salen de la casa sin un rasguño. Te da tiempo de ir corriendo y rescatar un solo libro de la casa en llamas del futuro. ¿Cuál escogerías?

—Ninguno.

—¿Por qué? ¡Carajo!

—La estaría consolando a ella. A mi esposa, que también será lectora como yo…

El que pregunta cierra la libreta, se mete el lápiz en la camisa, se da media vuelta y se marcha diciendo maldiciones. Él no tiene que rescatar ningún libro de los que ha leído porque los recuerda perfectamente. Y no tiene que rescatar ningún libro de los que no ha leído porque puede volver a tenerlo, comprado, prestado, regalado, sacado de la biblioteca pública (Taibo, 158-59).

Entonces, si el arte de escribir literatura, especialmente narrativa, consiste en la confección de un objeto que en sí mismo no es más que papel y tinta, pero que, al mismo tiempo, puede ser un mundo entero, el arte literario, en realidad, se asemeja mucho al arte del ilusionista, ese sujeto que ha logrado tal maestría en el control de sus movimientos (y en la creación de distractores) que puede engañarnos con objetos tan cotidianos como los pañuelos o con objetos tan espectaculares como las espadas o el fuego.

Y es que, al leer narrativa, mientras alcanzamos tal grado de abstracción para sentir que lo leído es real, nunca dejamos de estar conscientes acerca de nuestro acto lector. Tal y como ocurre al presenciar un acto de ilusionismo: de entrada, sabemos que hay un truco, que nuestros sentidos nos engañarán, pero al desconocer el mecanismo, o nos cuesta mucho trabajo reconocer que lo visto no fue real o nos encanta la idea de creer que sí lo fue.

En términos narratológicos, todo creador de ficción narrativa tiene, en vez de palomas y naipes, cuatro elementos básicos para envolver a su lector en un mundo que sólo existirá en su mente gracias a la mediación de las palabras: el espacio, el tiempo, los personajes y el narrador. Veamos, a través de un microrrelato, cómo funciona el truco detrás de cada categoría.

El príncipe azul
Luis Bernardo Pérez

La dama del décimo piso ya no piensa más en el matrimonio. Sabe que a su edad lo mejor es resignarse a permanecer soltera para siempre. No obstante, todavía sueña con su príncipe azul y, en ocasiones, mientras toma su té en medio de gatos somnolientos y carpetitas bordadas, se pregunta cuál sería el aspecto de éste y por qué nunca apareció.

Lo triste del caso es que el príncipe sí acudió a la cita. Hace veinte años, se apeó del caballo frente al edificio donde ella ha vivido desde que era una niña y, al encontrar descompuesto el ascensor, intentó subir por las escaleras. Desgraciadamente, la pesada armadura y la fatiga producida por el largo viaje le impidieron llegar: en el séptimo piso se desmayó a causa del agotamiento. Allí lo encontró una mujer, quien lo ayudó a quitarse el yelmo, lo cuidó, lo alimentó y se casó con él.

La dama del décimo piso baja casi todas las tardes al séptimo para ver la televisión con su vecina. En ocasiones, observa de soslayo al marido de ésta (un señor calvo y mofletudo que sólo habla de futbol) y se sorprende al sentir un ligero hormigueo recorriéndole la espalda.

a) Espacio

La primera ilusión a la que nos enfrentamos como lectores es a la de espacio, pero estamos tan familiarizados con la idea de que una historia debe ocurrir en algún lugar y que, muchas veces, el lugar es lo de menos, que ni siquiera detectamos el engaño: lo esperamos y lo aceptamos sin cuestionamientos.

En este microrrelato, la ilusión referencial se construye, por un lado, a partir de una iconización semántica, es decir, a través de lexemas que nombran los objetos del mundo (edificio, ascensor, escaleras) «cuyas propiedades semánticas relativamente estables y particularizantes subrayan su función referencial y los convierten en el lugar privilegiado de los diversos sistemas descriptivos» (Pimentel, 30).

Por otro lado, el autor también recurre a una iconización discursiva, al empleo de adjetivos que den cuenta de la forma, tamaño, color, textura, cantidad, etcétera, de los objetos que conforman el espacio para la acción: décimo y séptimo piso, gatos somnolientos, carpetitas bordadas.

Existe un tercer tipo de iconización, la extratextual, que no está presente en esta historia, pues consiste en nombrar espacios bien definidos que existen en el mundo del lector, por ejemplo, Nueva York o Tokio, para facilitar al narrador su tarea de provocar cierto efecto de sentido, ya que el lector, aun si nunca ha estado en ellos, cuenta con una idea pre-fabricada de éstos como parte de su cultura general.

b) Tiempo

La segunda ilusión a la que nos sometemos de manera inconsciente al disfrutar un texto narrativo constituye la dimensión temporal del relato. Al respecto, el truco más descarado es aquel que configura el tiempo diegético o del relato, pues imita nuestra temporalidad humana al emplear términos como minutos, días, semanas, meses, años, etcétera. En el caso de nuestro ejemplo, nos dijo el narrador que «hace veinte años» sí acudió el príncipe azul. En cambio, el truco fino y, en términos narratológicos, más interesante, es el que emplea todo narrador para construir el tiempo del discurso, es decir, para engarzar la sucesión de secuencias narrativas a partir de tres principios: orden, duración y frecuencia.

En el relato El príncipe azul hay una notoria discrepancia de orden entre lo que pasó primero (hace veinte años el príncipe llegó al edificio) y lo que se narra primero («La dama del décimo piso ya no piensa más en el matrimonio»), por lo tanto, la narración es discordante, a diferencia de los cuentos clásicos, de narración concordante, donde el príncipe azul llega a tiempo, generalmente, al final para que todos puedan ser felices por siempre.

Para abordar la duración en el tiempo del discurso hay que considerar también la extensión del texto, por ejemplo, las pausas descriptivas que abundan en las novelas históricas abarcan una extensión de varias líneas y al mismo tiempo exigen mayor tiempo para su lectura, veamos una de El corazón de piedra verde (2007), novela escrita por Salvador de Madariaga:

El rey echó su acayetl o cigarro sobre las ascuas de un pebetero que ardía en un rincón de su cámara y se dirigió a las habitaciones de su mujer favorita. Iba cruzando salas ricamente decoradas con toda suerte de animales reales e imaginarios, cuyas siluetas doradas caracoleaban sobre un fondo de estuco bruñido; pisando con pie ligero, calzado con zapatos de piel de tigre teñidos de verde y suela de oro, sobre pisos de madera primorosamente decorados y tan brillantes que reflejaban su figura como un agua quieta (12).

A cambio de una nítida imagen de aquel palacio azteca, el narrador tuvo que sacrificar tiempo de narración, es decir, de acción y, como lectores, nos sumergimos en un ritmo narrativo lento. En cambio, el microrrelato de Luis Bernardo Pérez condensa mucho tiempo en dos o tres líneas de rápida lectura como «ya no piensa más en el matrimonio», «Hace veinte años, se apeó del caballo frente al edificio donde ella ha vivido desde que era una niña» o «el largo viaje», lo que provoca un ritmo narrativo acelerado.

Por último, dado que la microficción es un reto narrativo donde siempre menos es más, la frecuencia tiende a ser sencilla, a veces, tipo singulativa, lo que pasa una vez se narra una vez (el príncipe sí llegó); a veces, iterativa, lo que pasa varias veces se cuenta sólo una vez («En ocasiones, observa de soslayo al marido de ésta (un señor calvo y mofletudo que sólo habla de futbol) y se sorprende al sentir un ligero hormigueo recorriéndole la espalda»). Sin embargo, en artefactos narrativos más complejos, la frecuencia singulativa también se manifiesta cuando aquello que pasa en varias ocasiones se cuenta en varias ocasiones. Y se echa mano también de la frecuencia repetitiva, lo que pasa una vez se cuenta varias veces, por ejemplo, dentro de la saga Harry Potter, cada vez que se retoma el asesinato de Lily y James.

c) Personajes y narrador

Entonces, aunque espacio y tiempo son ejes primordiales del universo diegético, apenas son el escenario para esos seres a los que acompañamos a lo largo de páginas y páginas de aventuras o desventuras, a quienes llegamos a amar y a odiar, o que incluso nos han llevado al borde de las lágrimas. Sin embargo, para la narratología no pasan de ser «un efecto de sentido, que bien puede ser del orden de lo moral o de lo psicológico, pero siempre un efecto de sentido logrado por medio de estrategias discursivas y narrativas» (Pimentel, 59). Como ven, se trata de trucos muy elaborados.

El primer anzuelo que mordemos para creer que los personajes son reales está en que éstos poseen un nombre propio como nosotros: Aureliano Buendía, Héctor, Sabina, Alejandra Varela, Paloma o Sebastián; pero también aceptamos que es una cualidad prescindible, tal como ocurre en el relato El príncipe azul, donde sólo tenemos a la mujer del décimo piso, a su vecina del séptimo y a un príncipe convertido en un marido bastante convencional.

Sea como sea, a lo largo del relato iremos conociendo al personaje, poco a poco, exactamente como conocemos, en el mundo real, a las personas reales que nos rodean. He ahí otro de los trucos del narrador.

No obstante, en el caso de la microficción, no hay espacio suficiente para conocer a los personajes a través de varios párrafos, así que un recurso muy útil es invocar personajes pre-codificados, en este caso, de tipo social (las vecinas de un edificio de departamentos, una casada y otra soltera; o el marido calvo y mofletudo que sólo habla de futbol); y también, de tipo literario, el famosísimo Príncipe Azul. Así, el narrador no tiene más que soltarnos las palabras precisas para que nuestra mente haga el resto, por ejemplo, con la solterona, a quien nunca se refiere usando esa palabra, pero a quien cortésmente presenta como La dama del décimo piso que ya no piensa más en el matrimonio y que vive rodeada de gatos y carpetitas.

Tampoco es casual que el narrador evite señalar a la mujer del décimo piso como solterona, pues otra de las ilusiones más empleadas en narrativa es la objetividad y para alcanzarla «no basta con que la narración de los actos del personaje provenga de un narrador en tercera persona, supuestamente objetivo, para hacerla confiable; es necesario tomar en cuenta la relación que ese narrador establece con el personaje» (Pimentel, 70). Así, mientras más lejana sea esta relación, sin juicios, más fácilmente caeremos en la ilusión de realidad que se nos presenta.

Observemos cómo la relación del narrador con el Príncipe Azul se modifica dentro del relato:

La primera mención es objetiva, «el príncipe sí acudió a la cita. Hace veinte años, se apeó del caballo frente al edificio donde ella ha vivido desde que era una niña y, al encontrar descompuesto el ascensor, intentó subir por las escaleras»; inmediatamente después, la relación se transforma cuando el narrador se muestra empático con el héroe venido a menos, «Desgraciadamente, la pesada armadura y la fatiga producida por el largo viaje le impidieron llegar»; pero, al finalizar el relato, no quedan rasgos de esta empatía, pues ese príncipe ahora es nombrado como «un señor calvo y mofletudo que sólo habla de futbol», lo que dista mucho de una descripción objetiva o empática al describirlo como «mofletudo» y señalar que «sólo» habla de futbol.

De esta manera, podemos observar que, con una lectura atenta, quedan desveladas ciertas estrategias de configuración del personaje que, además, nos permiten acceder a la ideología manifiesta del narrador: la dama del décimo piso no merece ser llamada solterona porque el Príncipe Azul responsable de dicha situación ya no vale la pena. En otras palabras, porque es mejor estar solo que mal acompañado.

¿Locura?

Relacionar la locura con el arte o con la decisión de dedicar una vida a su dominio o a su estudio es bastante recurrente. Por ejemplo, el crítico literario Terry Eagleton, en su obra ensayística Cómo leer un poema (2016) confiesa:

«Los críticos académicos vivimos en un permanente estado de terror, temiendo el día en que algún funcionario menor de una oficina estatal, perezosamente repasando un documento, se tropiece con la embarazosa evidencia de que en realidad se nos paga por leer poemas y novelas. Esto resultaría tan escandaloso como recibir un salario por tomar el sol o por tener relaciones sexuales.

Pero no se trata sólo de que se nos pague por leer libros. Lo inaudito es que se nos paga por leer libros sobre personas que nunca han existido o sobre hechos que nunca han tenido lugar. En la vida común, a hablar de gente imaginaria como si fuese real se le denomina psicosis; en las universidades, se le llama crítica literaria» (32).

También sabemos que la imagen del poeta como individuo que no encaja, pues siempre anda en las nubes o en los rincones más miserables buscando la belleza de lo marginal, es bien conocida. De tal suerte que la belleza del mundo queda así reservada para unos cuantos a los que nos les interesan los temas normales: el clima, el trabajo, el tráfico, las deudas. Por ejemplo, en La señora Dalloway (2003), Virginia Woolf, además de recrear los pensamientos de una señora preocupadísima por su fiesta, incluye a un personaje que encarna la mítica sensibilidad del poeta, un joven veterano de guerra llamado Septimus Warren Smith:

«Sólo tenía que abrir los ojos; pero un peso, un miedo, los mantenía cerrados. Se esforzó, luchó, miró; vio que tenía delante Regent’s Park. Largos rayos de sol le acariciaban los pies. Los árboles se movían, se balanceaban. Nos alegramos, parecía decir el mundo, aceptamos, creamos la belleza. Y, como para probarlo (científicamente), dondequiera que miraba, a las casas, a las balaustradas, a los antílopes que estiraban el cuello por encima de las rejas, la belleza surgía al instante. Contemplar una hoja estremecida por una ráfaga de aire le proporcionaba una alegría incomparable. En lo alto del cielo las golondrinas se dejaban caer, se desviaban, iban y venían dando vueltas y más vueltas, pero siempre con un dominio absoluto, como si estuvieran sujetas con elásticos; y las moscas subiendo y bajando; y el sol, iluminando primero esta hoja, luego aquélla, travieso, manchándolas de oro suave, lleno de buen humor; y de cuando en cuando algún carrillón (podía ser la bocina de algún automóvil) tintineando gloriosamente entre los tallos de hierba; todo aquello, tranquilo y razonable como era, hecho, como estaba, de cosas ordinarias, era ahora la verdad; ahora la verdad era la belleza. La belleza estaba en todas partes» (79-80).

El poeta está loco. Y debe estarlo si realmente quiere lograr poesía en sus textos. Veamos cómo lo justifica un maestro del haiku ante un aprendiz llamado Dientes Salientes, ambos personajes de la novela Loco por el haiku (2011), escrita por el norteamericano David G. Lanoue:

«¡Dientes Salientes, ser poeta significa que debes enloquecer! […]

¿Para qué enloquecer? Veamos la cuestión desde otra perspectiva: ¿por qué aferrarte a tu mente, la así llamada “mente normal”? ¿Qué es lo que tu “mente normal” ha logrado? ¿Felicidad? ¿Amor? ¿El perfecto haikú? No lo creo. ¿Has tomado en cuenta la posibilidad, Dientes Salientes, de que quizás tú seas el origen mismo de todos tus problemas? ¿Más precisamente, tu así llamada “mente normal”?

Nada importante ha sido adquirido por ese pequeño tirano. Oh, sí, puede planear, medir y ensamblar escalones, construir templos, castillos con pisos apilados unos sobre otros hasta alcanzar las nubes, ¿pero la “mente normal” alguna vez, desde el comienzo del tiempo, ha creado arte? ¡Nunca!» (87-88).

En defensa de aquellos que imaginamos historias o que jugamos con las palabras de manera voluntaria y bajo un estatuto clínico de individuos saludables, cuerdos, he de decir que, si bien nuestras ideas, en el mejor de los casos pueden parecer bonitas para nuestros seres queridos o cercanos, en más de una ocasión terminan etiquetadas como productos de una mente enloquecida, cuando, definitivamente, más que producto de arrebatos irracionales o de trances místicos, en muchas ocasiones representan el fruto de un arduo trabajo escritural, consciente y crítico. Tal como lo señala Felipe Bohórquez en su artículo «El sargento inspirado»:

«A los creyentes de la musa, la musa los encuentra escribiendo; a los ateos de la creatividad, ese abismo creativo los impulsa a escribir y a requerir de una rutina que les ayude frente a la falta de inspiración. Ese vértigo de tomar vuelo y comenzar a distribuir palabras sobre la página en blanco es la única forma de derrocar su tiranía. Es un ejercicio como cualquier otro y requiere su entrenamiento. Por supuesto, no todo lo que se escribe es publicable; en alguna otra ocasión se podrá hablar de saber dar pausas al texto, dejarlo reposar y aprender a llenar la papelera con ejercicios que no llegaron a buen término. Hay sesiones de levantamiento de personajes, rutinas métricas, manejo de campos semánticos, repetición y variaciones» (77-78).

El arte de escribir consiste, por lo tanto, en asumir que aquello que las musas nos susurran (o nos gritan) nunca es suficiente. Hay que buscar ideas. Leer a otros autores (no sólo literarios) y observar cuidadosamente nuestro alrededor. De esta manera, podremos redescubrir lo que José Antonio Marina identifica como «ver poéticamente», es decir, «con ese aspecto de novedad, de interés, de excepcionalidad que tienen o pueden tener las cosas» (Gordon, 34). Esto nos ayudará a construir una alternativa para nuestra mirada normal. Tomemos como ejemplo un poema de Fabio Morábito dedicado a los elefantes y que se encuentra en el poemario Alguien de lava (2002, 51-52):

Los elefantes nacen viejos,
tener desde el comienzo todas
las arrugas
es su sabiduría.
Pueden averiguarlo todo
porque reducen a su mínima
expresión, a su interior
desnudo y sin escoria,
lo que les sale al paso,
como hacen con los árboles,
o sea que pueden ignorarlo todo.
Su trompa es la extensión
de sus arrugas,
es la culminación de su vejez.
Tanta vejez anda en manada
para defenderse,
tantas arrugas juntas
para lograr
la calma de los elefantes,
su extraordinaria falta
de locura.
Llegar a todas las arrugas
de la tierra,
al fondo de los surcos
donde no hay sol, ni clima, ni deseos,
llegar
a la sabiduría de la esponja
y recibirlo todo, abrirse a todo,
envejecer de tanto abrirse,
palidecer por falta de carácter
y ser interiormente una manada,
nunca uno solo.

De esta manera, gracias a la visión del poeta, los elefantes dejan de ser meros mamíferos ungulados del suborden proboscídeos, herbívoros, con la piel muy gruesa, largos incisivos superiores que utilizan como defensa, y con una trompa prensil que constituye la nariz y labio superior (Pequeño Larousse Ilustrado, 2012) para transformarse en un emblema de la sabiduría y en seres que reivindican la vejez en un mundo obsesionado con la juventud.

El poeta no está loco, pero sí está obsesionado con las palabras y con la magia, el poder o la incapacidad de éstas para nombrar o recrear todo aquello que nos rodea, desde elefantes, hasta la luna, pasando por gatos, rosas, mujeres, hombres, tristezas, injusticias, amaneceres e incluso la misma poesía.

A manera de conclusión

Finalmente, como todas las artes, el arte de escribir estará reservado para quien esté dispuesto a entrenar arduamente, todos los días, en este caso, leyendo, escribiendo, reescribiendo, tachando, borrando, y empezando de cero, una y otra vez, lo que quizá para una mente normal constituya una locura: ¿Cómo es posible que un texto requiera de tanta atención?

Dichosos aquellos que lo comprendan porque han leído, pues este deseo por dominar y redescubrir el lenguaje comienza con el amor por la lectura, por esa fe en la creatividad del ser humano que ha insistido en revelar las dudas o los sentimientos más íntimos a través de un poema; o en su prodigiosa imaginación que sigue apostando por ofrecernos mundos inexistentes, pero a la vez, tan humanos, que nos toquen profundamente y nos ayuden a ver aquello que nuestra mente normal jamás hubiera considerado valioso.

Referencias

Bohórquez, F. (2016): «El sargento inspirado», Mimus Polyglottos, núm. 1, pp. 74-79.

De Madariaga, S. (2007): El corazón de piedra verde, Buenos Aires: Sudamericana.

Eagleton, T. (2016): Cómo leer un poema (trad. Mario Jurado), Madrid: Akal.

Garrido, F. (2014): Para leerte mejor, México: Paidós.

Gordon, J. (2013): «De educación, arte y alcachofas», Muy Interesante, agosto (núm. 8), pp. 34-36 (entrevista con José Antonio Marina).

Lanoue, D. G. (2011): Loco por el haikú (trad. Carlos Fleitas), Madrid: Funambulista.

Marchamalo, J. (2016): Tocar los libros, Madrid: Fórcola.

Morábito, F, (2002): Alguien de lava, México: Era, Conaculta.

Pérez, L. B. (2006): «El Príncipe Azul», en J. Perucho: El cuento jíbaro: antología del microrrelato mexicano, México: Ficticia.

Pimentel, L. A. (1998): El relato en perspectiva: estudio de teoría narrativa, México: Siglo XXI/UNAM.

Taibo, B. (2015): Cómplices, México: Planeta.

Woolf, V. (2003): La señora Dalloway (trad. José Luis López Muñoz), Madrid: Alianza.

Tania Balderas Chacón, mexicana, es licenciada en lenguas modernas-español por la Universidad Autónoma de Querétaro y maestra en literatura mexicana por la Universidad Veracruzana. Ha participado en distintos coloquios de investigación literaria y ha publicado reseñas y algunos cuentos en revistas como La Palabra y el Hombre o Cuadernos Fronterizos. Se ha desempeñado como docente a nivel secundaria, medio superior y universitario. Ha colaborado en tres antologías de microficción publicadas por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla: Vamos al circo: ficción Hispanoamericana (2016), Cortocircuito: fusiones en la minificción (2017) y Resonancias (2018). En 2019, publicó su primer poemario, El viaje de Laika (ParTres Editores). Actualmente, además de ser profesora, es coordinadora de la preparatoria del Colegio Helen Parkhurst.

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Fotografía: El Cuaderno Digital.

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