Publicado: 6 octubre 2020 a las 3:00 pm
Categorías: Músicas
Por Blas Matamoro
Mi método no consiste en separar lo duro de lo blando sino en ver lo duro de lo blando.
Ludwig Wittgenstein: Diario, 1 de mayo de 1915
BIOGRÁFICA
La historia de la familia Wittgenstein merece un tratamiento de apogeo y decadencia propio de cierta novelística contemporánea, la que enumera generaciones de Buddenbrooks, Guermantes, Thibault y Buendía, entre tantos. A ellas conviene añadir, para el caso, algo de gótico centroeuropeo: locura, homosexualidad, suicidio y música. Un padre de la alta burguesía industrial, fabricante de acero, con olvidados ancestros hebraicos, convenientemente antisemita, casado con una semijudía, trató en vano que sus hijos varones perpetuaran y acentuaran la fortuna de la casa. Los vástagos pasaron del codicioso trabajo productivo, ahorrador y capitalizador de la empresa, al laborioso despilfarro del arte. Al terminar la guerra en 1918, la familia quedó arruinada y hubo de renunciar a una vida de palacios, castillos y lujos cotidianos.
La sala de música vienesa de los buenos tiempos vio pasar a toda la historia del arte sonoro en esa ciudad siempre considerada como su Vaticano musical. Entre Brahms y Schönberg desfilaron Richard Strauss, Zemlinsky, Mahler, el crítico antiwagneriano Eduard Hanslick y el violinista Joseph Joachim, uno de los mayores del siglo, con su cuarteto. Paul, hermano del filósofo, fue un pianista considerado. Premonitoriamente, en 1894, compuso algunas obras para la mano izquierda. Su método debió aplicárselo cuando perdió su brazo derecho en la guerra. Encargó entonces unas partituras especiales a diversos músicos: Ravel, Hindemith, Prokofiev, Strauss, Korngold, Franz Schmidt y Sergei Bortkiewicz.
Ludwig —en adelante: W— estudió piano y violín con respectivos profesores, y clarinete, por su cuenta. A pesar de esto, la música como tal apenas aparece en sus escritos. Su presencia es callada, según prefiere el místico. Acaso hubo cierto desdén o cierto temor ante lo imprevisto. En todo caso, su hermano Paul sí que despreciaba su Tractatus logico-philosophicus —en adelante: TLP— por ser «basura», según suele traducirse. En realidad, usó la palabra Schmarren que en el dialecto vienés designa la tortilla de migas y, por extensión, algo de baja calidad, sin importancia, una pavada.
¿FILOSOFÍA?
W fue maestro de escuela y estudiante de medicina y de música. Como a tantos jóvenes europeos de su época, le tocó guerrear. La filosofía se da en él como una constante residual, no como una profesión. En sus momentos extremos, sintió que nada puede ocurrirnos y que somos parte del todo que es el todo de nuestras partes. En esta quieta tautología, hay un sentimiento místico y ante él cualquier discurrir resulta impertinente. A la vez, un mal alumno que deja sus estudios sin terminar suele ser un buen estudioso que se pasa la vida aprendiendo. A veces entiende la filosofía como una autocrítica del lenguaje. Pero en otras ocasiones sostiene que las palabras no pueden ser objeto de las palabras porque se exponen al vértigo del infinito. No hay, pues, ese metalenguaje que a tantos alegra porque vivifica el verbo en una conversación sin fin.
En cualquier caso, filosofar es una pragmática, una actividad que se propone sus reglas al ponerlas en práctica, ya que sólo podemos prever aquello mismo que hemos construido. Entonces: para ponerse en práctica, lo mejor es un método. Al comienzo de su tarea proyecta no considerar los significados de las palabras según las sensaciones que producen. Un método descriptivo que soslaya cualquier indicio de explicación. Una misma palabra señala distintas cosas por medio de rasgos comunes, «un aire de familia». Esta advertencia fija una constante suya: nombrar es generalizar, ya que no podemos disponer de una palabra para cada cosa, tenemos menos palabras que cosas. Hay un cuento de Borges que lo escenifica por medio de un personaje llamado Funes el memorioso. Sufre una hipermnesia, o sea que no puede olvidar nada de lo vivido pero no puede tampoco decir qué es lo inolvidable, no hay palabras que le den cuenta. Tenemos frecuencias observables, dotadas de valor estadístico y las juzgamos frecuencias absolutas. Por dar un ejemplo con una cosa preferida por W, la silla. Observamos muchas sillas —¿cuántas son muchas?— y llegamos a la conclusión, meramente estadística, de saber lo que una silla es.
Manos a la obra, W escribe su TLP en plena guerra mundial. La estructura aforística y a menudo difusa de este libro parece un paisaje bombardeado, un mosaico sin orden que, sin embargo, está conformado por fragmentos fugaces de un todo desaparecido. Entre sus intersticios permite meter cuñas diversas. Según la clave empleada, se obtienen conclusiones divergentes. Puede parecer un empirista —como su amigo Bertrand Russell, para quien los objetos son anteriores a su conocimiento—, o un fenomenista neokantiano a lo Husserl, o un positivista lógico, o un analítico del lenguaje. Todos y ninguno son W. En la cumbre del formalismo, nada es verdad ni falsedad: nada es. W deviene nihilista.
No obstante, el proyecto es guerrero y musculoso. A su amigo Ludwig von Ficker le escribe el 29 de octubre de 1915: «Mi obra se compone de dos partes: de lo que aquí aparece y de todo aquello que no he escrito». En un par de palabras: el universo. Cabe decirlo seriamente, porque W escribe siempre señalando lo no escrito de su discurso: su margen, sus entrelíneas, hasta el rumor de la pluma sobre el papel. Narra una batalla contra todos los filósofos, cuya mala lógica acumula sinsentidos que ni siquiera son falsos. Practican un vicio solitario y a veces solipsista: la metafísica. Hay que combatirlo con un discurso unívoco e indiscutible porque desde la pura forma se derogan juicios como correcto/incorrecto y verdadero/falso. La batalla es utópica. Exige una lengua universal y única, exclusivamente formal, inhallable entre los hijos de Babel, es decir, todos nosotros.
La filosofía ha de ocuparse del mundo, que es el espacio lógico de los hechos. Las cosas están fuera del juego. W nunca definió lo que es un hecho ni en qué difiere de las cosas. Se lo observó ya Russell. Sólo sabemos que el hecho se nos aparece, se nos muestra, a la manera como lo hacen los fenómenos de Kant. Entre las proposiciones lógicas que los configuran y ellos, hay una similitud de estructura que los vincula pero que no es lógica. ¿Qué será? Simplemente, se la nombra como estructura. Acaso sea un hecho, con lo que nos metemos en una serie infinita porque se hará cargo de ella otra proposición y etcétera. Apenas podemos llegar a saber si lo que se nos aparece es imaginario o real, si admite una verdad o se trata de una falsía. Se ve que la sustancia del mundo es fija y puramente formal, nada material. Actuando en él, la filosofía aclara cada vez más al pensamiento.
Se advierte que no estamos ante una teoría sino ante una actividad, un decir aforístico que invoca al admirado Lichtenberg. El lenguaje dice lo que dice y también lo que no dice, lo que deja de decir y por ello trabaja con aforismos. Teoría, no. Entonces: literatura. Más aún: música. En efecto, el pensamiento que encara un hecho tiene confianza en poder construir una proposición a su respecto, lo cual no deja de ser un acto de fe que la música describe como empatía armónica, la existencia de familias de sonidos que consuenan o disuenan y que se reconocen como tales al ponerse en contacto sucesivo o simultáneo. El mundo de este W es, como la música, formal y armonioso. Y, como ella, resulta de sí misma, ensimismada y pura: abstracta, aunque sin perder su fugitiva concreción vibrátil. Ambas se someten a rigurosas leyes dadas y aceptadas que, no obstante, no contienen las obras resultantes de la actividad. Ningún poema está en el código de la lengua, ninguna sinfonía en el código de la morfología musical. Tampoco la conversación de los hablantes ni la improvisación del instrumentista o el cantor. Pero todo esto es contexto y este W sólo nos permite acceder a su texto.
EL VERBO SE HACE CARNE
Este primer W nos muestra un mundo puro, formal y abstracto, delante del cual el lenguaje nos vale de indicador y también de valla ante su inabordable y radical realidad. La palabra tiene, por las suyas, una realidad propia que da lugar a una interminable cadena significante. Dicho lenguaje sólo atañe al código de la lengua, no a la palabra en acto. Mientras W urde su TLP, en Ginebra, Ferdinand de Saussure dicta su curso de lingüística donde diferencia, justamente, la langue de la parole. La una es pura y abstracta. La otra es concreta, impura y, exagerando algo, sucia. En otro orden, una lengua sin habla es una lengua muerta. Además, la pretensión de W de decirlo todo con absoluta claridad, de modo inobjetable y definitivo, choca con ese residuo estructural que vincula la proposición con el hecho. Tal vez sería lo mejor acudir a la retórica y decir que se trata de una metáfora: dos términos comparables unidos por un disuelto tercer término de comparación. O a la música: tres notas sueltas suenan a la vez en un acorde. No casualmente, un segundo W se dedicará más al habla que a la lengua, poniendo carne al sujeto del lenguaje por medio de dos disciplinas combinadas: la psicología y las matemáticas. De nuevo: el extremo subjetivismo de la vivencia individual y el extremo rigor algebraico de la composición: la música.
En efecto, W advierte que, al hablar, al convertir la lengua de norma en acto, ponemos en juego un cuerpo que siente. El sujeto del lenguaje es corpóreo y, por lo mismo, deseante. Esta opacidad hace al lado penumbroso de la palabra y determina su sentido, ya que no su significado. En otro extremo puede pensarse en un signo que sea exclusivamente sígnico: la música o la pintura no figurativa. Podemos llegar a este punto invocando la despedida del TLP: «Mis proposiciones esclarecen porque quien las entiende las reconoce, al final, como absurdas cuando, a través de ellas —sobre ellas— ha salido fuera de ellas» (6.54).
Pero no vayamos tan lejos. Lo que hace W es incorporar psicología y existencia a un mundo donde sólo había lógica y ser. Para ello, introduce dos nuevas categorías: experiencia (Erfahrung) y vivencia (Erlebnis). La primera es duración que se despliega, con o sin uniformidad, en imágenes. La segunda son las emociones que dan color al pensamiento sin aportar datos del mundo exterior. Si propician cierta experiencia, ella es íntima y se da por medio de convicciones, creencias, certezas, explosiones afectivas como el susto y el asombro. ¿Hace falta citar una vez más la analogía con la música? Un par de ejemplos puede facilitarla. En sus Esquemas de paisajes, W habla del embrujo del entendimiento (Verhexung: hechizo, encantamiento). Más aún: tenemos nuestro propio modo de sentir las cosas y, en consecuencia, concluir que el mundo está compuesto de partículas elementales es un sentimiento, una suerte de emoción cósmica.
De lo anterior se desprenden dos categorías lingüísticas igualmente sugestivas y problemáticas. El lenguaje privado es el que W aprueba y desaprueba en uno de sus habituales combates interiores contra sus grandes enemigos la tautología y el pleonasmo. Es posible que se trate de un subcódigo, es decir, que use las palabras de la lengua pero con unos significados ajenos a dicho código, como el lenguaje cifrado de ciertos documentos de espionaje y diplomacia. En estos casos, por valerse de los vocablos normales, W lo admite. Es también el ejemplo de los diarios íntimos en que el diarista quiere registrar una sensación que, como tal, es única, inmanente e inefable. Para ello se vale, a menudo, de una mayúscula corriente o inversa. Este uso gráfico es para W un rasgo de normalidad. Pero como principio general, el idiolecto, es decir el lenguaje cuyo código sólo conoce quien lo usa, lo juzga impertinente como tal lenguaje que es, siempre y de movida, comunicativo, social, público. Y, en una segunda vuelta de tuerca, el propio W se vale de un lenguaje privado en sus mismas anotaciones personales. Éstas resultan, para los terceros, desprovistas de significado: frases musicales.
Cerca está la clase de los juegos de palabras o juegos lingüísticos (Sprachspielen), tardío hallazgo wittgensteiniano pero que proviene del Barroco y el Romanticismo, de Gracián y los Schlegel. Jugar con las palabras es quitarles el yugo significante, es decir la remisión de los signos a significados fijos. Son las llamadas por Octavio Paz palabras en libertad, características del lenguaje poético. En principio, W las margina pero luego observa que resuelven ciertas relaciones mutuas entre vocablos, que se tejen justamente en los márgenes de la lengua.
En el contexto de W, esto vale para señalar que cuando se quita el referente a una palabra es de rigor redefinirla, con lo cual se abre un espacio hermenéutico ajeno a la claridad primitiva de nuestro filósofo. La palabra se exhibe tan clara como penumbrosa y ambigua, creadora de significados más que pasiva portadora de ellos. Además, deja de ser estable y se plantea como incierta. O, dicho por el mismo W, infundada e irrazonable. No obstante, por las mismas fechas, Bergson, al estudiar lo cómico, y Freud, al hacerlo con el Witz, señalan la razón segunda que se forma en ese espacio que separa lo que decimos de lo que estamos diciendo o queda dicho. Suele traducirse Witz por chiste, pero es bastante más: es todo lo que la palabra dice por sí misma al ser dicha, a la vez gesto que señala y muro que separa y defiende. El verbo es translúcido pero no transparente. Tiene su propia realidad y hasta su propia coloración, como W acaba aceptando. Calembur, paronomasia, doble sentido, eficaz acto fallido, catacresis, o sea, palabra que funciona con significados en préstamo: la aguja de coser que es aguja del reloj, aguja del guardagujas, aguja de la catedral, aguja hipodérmica. Se la puede circunscribir a un solo significado, pero no desprender sus connotaciones. Es, según diría un romántico, ese Otro que me dice algo cuando Yo digo algo. Lo digo por cuanto estoy diciendo mientras tú me estás leyendo.
INFINITOS
La palabra formula expectativas o proposiciones de expectativas, lo que llamamos hipótesis. Confiamos en que se cumplirán. Pero si no se someten a rígidas normas lógicas, se escapan en una sucesión inconmensurable de palabras que explicitan otras palabras. Aquí se produce una escena dialéctica entre la querida finitud del significado y la infinitud de la cadena significante. Lo finito se abre a lo infinito como un corsé que revienta sus costuras.
La ciencia extrae una ley de un número finito de casos pero su alcance no tiene límites prefijados, con lo que se presenta una nueva infinitud que el verbo no puede sujetar. Ya en un apunte de sus diarios, el 22 de agosto de 1914, W se plantea una gran tarea de la lógica: hacerse cargo de sí misma. Si se va a valer de la palabra, esta labor carece de límites. Tal cruce persiste en su quehacer y da color a los campos que no puede sujetar con el verbo porque son la faz irrefrenable del propio lenguaje. Por otra parte, una filosofía estrictamente lógica supone, cuando no impone, dejar sin tratar la ética, la religión, la estética y la política, sustancias «sucias» que escapan a la pureza de la propuesta utópica.
La inquietud religiosa, el asomarse a eso que hay pero de lo cual no se puede hablar, ese otro mundo silencioso —el silencio es musical— demanda que algo se diga desde las orillas del sujeto, que es un ente fronterizo entre el mundo verboso y el mundo taciturno. O entre las mitades de un solo mundo. No basta aquí esa Teoría de los nombres, tal como reza la traducción china de su TLP en 1927.
En plena guerra, W se encuentra ante El Evangelio abreviado de Tolstói, con su inquietud entre la animalidad y el espíritu como dual retrato del hombre hecho por el escritor ruso. Palabra pura y latencia existencial del cuerpo, según hemos visto. Luego, su admiración por Kierkegaard, a quien juzga el mayor filósofo del siglo xix, su apasionado acercamiento a Angelus Silesius —motivo de escándalo de su amigo, el ateo Russell— se mezclan con un punzante anhelo de haber sido cristiano. Habría sido feliz de poder ir al Infierno y ser capaz de dibujar una cruz, apartándose del mundo como un monje. Si bien se mira, su primer intento de construir un orbe puro y abstracto, desligado del mundo innombrable de la materia, tiene algo de monjil. Entre tanto, el Infierno y el Cielo son elementos terrenos, un escenario donde intenta desmontar el edificio del propio orgullo. Pero no cree en Dios. Para ello habría que aceptar que con los hechos del mundo no basta. Ya hay bastante dependencia del mundo como único destino. Confundirlo con Dios es poca cosa.
Todo este dominio pertenece a lo que, en un planteo estrictamente lógico, W denomina lo místico. El lenguaje no debe ocuparse de él pero corresponde aceptar que haberlo hay. ¿No será acaso la misión de la música? Por de pronto, cabe conmoverse por la ética. Quienes tratan de ella como quienes lo hacen con la religión tienden a chocar contra los límites del lenguaje. Sus trabajos son inconcluyentes y carecen de sentido. Lo hecho por ellos sólo interesa a los sociólogos. Sin embargo, W admite que lo sacro existe en la vida de las palabras en forma de nombre propio, entidad verbal intraducible. Quizá le hubiese ayudado conocer lo que Freud discurre sobre las religiones, que considera ilusorias, pero no erróneas porque caen fuera del ámbito de las ciencias empíricas. Sus mitologías contienen la verdad del deseo y en ella reside su realidad. W ve en la unidad de la vida de cada uno de nosotros la múltiple surgencia de la ciencia, la religión y el arte. Al modo de este discurrir —¿devenir?— que no tiene nombre lo llamamos Dios por llamarlo de alguna manera. Igualmente, la condición del mundo debería ser una ética equivalente a una estética (TLP 6.421). De nuevo, el campo wittgensteiniano de lo místico. Mystos, misterio.
Que exista lo que existe es un milagro, apunta en sus diarios el 20 de octubre de 1916. Lo hace en medio del horror de la guerra, la suciedad del mundo. Sólo el arte puede lograr que lo veamos con ojos felices. Añado: el arte de la música, entre cuyos sonidos se fue criando el filósofo.
LA MÚSICA
Es fácil sintetizar la filosofía de W con la escisión entre lo decible y lo indecible. No obstante, hay una lectura dialéctica que él mismo hace y que conduce a conciliar tal escisión. Por ejemplo, en una carta a su amigo Engelmann: «Lo inexpresable está inexpresablemente contenido en lo expreso». Dicho más gráficamente: en la palabra no hay luz sin sombra. En los diarios, W habla con frecuencia de palabras que mentan algo indefinible, como si nunca, a pesar de su postulado clarificador, se pudiera definir nada del todo. Así es posible hallarse ante un hecho mostrable que sea, al tiempo, indemostrable. Mientras la cosa es siempre plena, la palabra no lo es jamás. Desde luego, el asunto se toca con otro mayor, el tema de la verdad. O bien es una búsqueda infinita durante la cual la palabra es explicitada en sus zonas de penumbra por otras palabras que hacen lo mismo, o bien se resuelve todo de inmediato con la ayuda de la fe. Una verdad sin esencia pero funcional, como la música que todo lo expresa sin decir nada. Así considerada, la lógica corre el riesgo de convertirse en la enorme ciencia de la extrañeza mundana.
Este W sale de la pureza lógica hacia la impureza existencial. De tal modo, advierte que hay signos expresivos que carecen de traducción lógica, como la mímica, los gestos, los ruidos, los murmullos y, última pero no menor, la música. Algo similar ocurre con la concepción del mundo como un todo, que no es lógica sino afectiva: el sentimiento de lo eterno, valores incluidos, que se experimenta ante la obra de arte (TLP 6.45).
En este espacio privilegiado de lo estético —sin olvidar que proviene de lo ético, ambos valorativos— la música puede ocupar el primer rango por realizar la síntesis entre la mostración expresiva, emocional y valiosa, con la exactitud abstracta de las categorías matemáticas que le proveen la posibilidad de numerar objetos sin contenido material concreto por medio de la escritura melográfica. A esta convergencia hace lugar el TLP en 3.141 y desde el 4.003 al 4.0141.
Como las frases musicales, las proposiciones se articulan en una suerte de sintaxis compartida o similitud estructural. Así como las primeras no son un mero montón de palabras, tampoco la segunda es un mero cúmulo de notas. Por ello, cuando se pronuncia una palabra es como si se pulsara una nota en el teclado de un piano: el cordado ya está listo en la caja, a la espera del sujeto que lo active (cf. Investigaciones filosóficas, parte 1). En principio, una proposición impresa no guarda similitud con el hecho del que pretende dar cuenta, pero lo mismo ocurre con la partitura respecto a la ejecución musical. Hay un parentesco interior entre ambas que se vale de figuras comparables. W llega a hablar de pensamiento musical, de la música como lenguaje y, en consecuencia, de la posibilidad de traducir mutuamente los dos tipos de mensajes. El punto de sutura es la voz, apta para el verbo y el canto. Es despliegue horizontal de lo dicho, una suerte de arco melódico (cf. Diario, 29 de marzo de 1915). El orden armónico del mundo es invisible y teje correspondencias, correlatos y empatías levemente sonoras, dispersas por todas partes, en disposición de actuar según se activen las proposiciones lógicas. La consumación no se da por medio de la ciencia ni de la filosofía, sino en la obra de arte que, por tener un espacio y un tiempo propios, asimismo abarca el espacio lógico. Según quiere Heinrich Heine, donde mueren las palabras, nace la música.
Fuente del artículo: https://cuadernoshispanoamericanos.com/la-callada-musica-de-wittgenstein/2/
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