‘El lugar’ de Mario Levrero

Publicado: 10 octubre 2020 a las 11:00 pm

Categorías: Novelas

Tras un ciclo de tres novelas, un autor descubre su propio interés por temas que ha repetido sin premeditación. Por ello, Mario Levrero llama a sus primeras obras Trilogía involuntaria. La última, El lugar, retoma los temas del encierro y el laberinto infinito.

La cuestión, para Mario Levrero, escritor uruguayo nacido en 1940, es la diferencia entre el adentro y el afuera. Pero no cualquier par adentro/afuera, sino el que queda establecido por un encierro involuntario.

En El lugar, Levrero aborda el problema del laberinto de un solo pasadizo que puede recorrerse exclusivamente en una única dirección: un personaje innominado se encuentra, inexplicablemente, en una habitación sin ventanas de la que sólo puede salir por una puerta determinada. Al hacerlo, se encuentra en una habitación idéntica a la anterior y comprende que no es posible volver atrás porque la puerta que ha usado no puede abrirse desde ese lado. Sólo puede pasar a través de otra puerta, enfrentada a la primera, que lo lleva a otra habitación, también idéntica, en la que se encuentra exactamente en la misma situación: la puerta utilizada no puede volver a abrirse y sólo cabe franquear una nueva puerta, justo enfrente.

Levrero encuentra en su lineal laberinto un dispositivo para amplificar, anabolizar, elevar “a la N”, el tema clásico de la habitación cerrada. El laberinto de Levrero consiste en una sucesión de habitaciones idénticas y su novela empieza con un desafío narrativo: repetir, acaso interminablemente, la misma escena.

Cuando hallé, justo enfrente a la puerta que había usado para entrar, una nueva puerta que abría a una tercera pieza oscura, el desconcierto y el miedo me dominaron ya sin ningún disimulo.

Estaba parado junto a la nueva puerta abierta, y me derrumbé. Me dejé caer al suelo y el torbellino mental se desató incontrolable. No puedo calcular cuánto tiempo estuve tirado allí, ovillado, sollozando, todo el cuerpo recorrido por un temblor constante (…).

Miedo y desconcierto. Levrero nos mantendrá atrapados en esta situación (a nosotros, junto a su personaje) por muchas páginas. Porque la cuestión no es tanto que exista la posibilidad de perderse, sino que el personaje no puede salir. En su caso, “estar perdido” es sinónimo de estar encerrado.

El lugar, indefinido escenario para la acción

Novelas donde el escenario es uno más de los protagonistas hay muchas. El lugar podría inscribirse en esa tradición. Al menos, el título nos señala como clave la especial importancia del espacio físico donde la acción transcurre.

¿Qué es este lugar que el título anuncia con el término tal vez más genérico de que dispone el castellano para referirse a un área recortada del espacio infinito? De más está decir que, justamente, la incógnita es uno de los motores de la acción.

(…) aproveché lápices y papel que había requisado en habitaciones anteriores e hice nuevas anotaciones, muy extensas y detalladas, que más tarde me sirvieron como referencia para narrar esta historia con la mayor fidelidad posible; entre mis anotaciones incluía algunas teorías, más o menos rebuscadas, sobre el cómo y el por qué de mi llegada allí, y también algunos dibujos sobre la forma -un tema que ya había empezado a preocuparme- que podía tener este lugar (si bien en apariencia era una larga hilera de habitaciones en línea recta, se me ocurrió que podía adoptar la forma circular, o cualquier otra, ya que las pequeñas variaciones en la inclinación de las paredes pasarían inadvertidas a mis sentidos; comenzó a preocuparme entonces la idea de que en un momento determinado de mi avance podría encontrarme en aquella habitación inicial, vacía y oscura, que me había recibido).

Ni nosotros ni el narrador sabemos nada a ciencia cierta: todo lo que podemos advertir es que las habitaciones se suceden unas tras otras y que son prácticamente idénticas por lo que concierne a forma, dimensiones e incluso mobiliario.

Algo dentro de mí seguía enviando señales de angustia. Inspeccioné detrás del biombo, levanté la cortinita de la estantería, descubrí como novedad un cuadrito tonto colgado en la pared (el dibujo, o reproducción de una pintura, que quería representar una habitación parecida a éstas, en el estilo de las reproducciones de las revistas ordinarias).

La angustia desbordó de pronto. Me sentí oprimido, lleno de rabia e impotencia.

Mise en abyme. Las indiferenciadas habitaciones no sólo se repiten en forma aparentemente interminable en el espacio físico, sino que se multiplican en el simbólico. Podemos pescar, sin forzar demasiado la información que el narrador nos provee, la sugerencia (que hábilmente Levrero se priva de enfatizar) de que el dibujo de la habitación bien podría incluir la reproducción de un dibujo de la habitación que tiene a su vez la reproducción de un dibujo de la habitación que tiene…

Las emociones del momento son ahora angustia, opresión, rabia e impotencia. Indagar el sentido de la impotencia es tal vez el experimento que Levrero nos propone.

Mario Levrero y la pregunta acerca de la libertad

(…) me dí cuenta de que la impotencia ante esta situación tan extraordinaria no era muy distinta de la impotencia habitual ante los hechos cotidianos; en este último caso se disimulaba mejor, simplemente, por la complejidad de las situaciones que el mundo nos presenta a diario.

Aquí todo era mucho más claro, no había que elegir entre demasiadas cosas, y me veía a mi mismo con una desconsoladora carencia de recursos (…)

La tesis, si cabe hablar de tesis, de la novela es, sea deliberada o no, clarísima. Levrero diseña un dispositivo aberrante que actúa como un amplificador, paradójicamente mediante la reducción y simplificación brutales, de la condición opresiva que bien puede pasar inadvertida en la vida llamada “normal”.

Levrero decide quitar de su puesta en escena todo aquello que conforma lo cotidiano del mundo “real” y que podría distraernos de la percepción de nuestra común condición de prisioneros. En ese sentido, su puesta tiene el carácter de un montaje de laboratorio.

¿Es posible en ese contexto tan siquiera hablar de libertad o libre albedrío?

En una de las piezas hice un descubrimiento descorazonador. Al entrar, y por distracción o por un movimiento reflejo, cerré la puerta a mis espaldas. Tuve de inmediato el íntimo convencimiento de que había cometido un error, y traté de abrirla. Me fue imposible.

Cuando salí de esa pieza repetí la acción en forma consciente; tampoco pude, esta vez, volver a abrirla. Saqué la obvia conclusión de que había un mecanismo que permitía avanzar sólo en la dirección que yo llevaba; y aunque no tuviera el menor interés en retroceder, me aterró la idea de no poder hacerlo, llegado el caso. En adelante, tuve buen cuidado de no cerrar ninguna puerta (…)

Para este personaje colocado en una escena artificial, la posibilidad de autoafirmación está reducida a un gesto menor y consiste en mantener las puertas abiertas. Es la única variable de su entorno sobre la que puede incidir: “puerta abierta/puerta cerrada”. Y nos aclara que ni siquiera es que desee volver sobre sus pasos, sino que quiere reservarse el poder de elegir hacerlo. Un gesto de preservación de al menos una pequeña porción de libertad. Pero no es, sin embargo, el único gesto.

Me dediqué a examinar la nueva pieza con el mismo cuidado que las anteriores. Hice un alto para orinar contra la pared, en un rincón. El alivio de la necesidad, y por otro lado su formulación agresiva, hicieron que me sintiera mejor.

El alivio de la necesidad

La vida tiene sus exigencias básicas y el tema de cómo subvenir a la reproducción material de la existencia es clave en todas las historias de náufragos, perdidos y encerrados, desde Robinson Crusoe hasta los exploradores espaciales que ha creado la ciencia ficción.

Levrero no elude este aspecto y no tarda nada en recoger el guante que se lanza a sí mismo a raíz del dispositivo que se ha planteado.

Volví a lavarme la cara y las manos, a toser, escupir y orinar. Decidí dejarme el pelo sin peinar, y noté que otra vez tenía hambre. Me dirigí a la mesa y me sorprendió encontrar el plato lleno de carne. Y algo en lo que no había reparado: una cacerolita con café. Elegí el café, y puse la cacerolita sobre una de las hornallas de la cocina, que era de gas. Encendí con un fósforo.

Estuve meditando sobre la aparición de la comida; evidentemente, alguien había entrado al cuarto durante mi sueño (…)

Claramente, nuestro protagonista no está solo en este mundo artificial en el que se encuentra metido como en un experimento. Al menos, alguien provee alimentos, renueva los fósforos, mantiene en funcionamiento una tubería de gas.

El lugar tiene un “afuera” que lo sostiene, o, al menos, está dotado de una “ingeniería paralela”.

Paranoia y manipulación

Levrero agrega a las pasiones del encierro, las angustias de la paranoia. El protagonista no puede explicarse cómo llegó al lugar extraordinario en que se encuentra y tiene apenas recuerdos vagos del tiempo anterior a su reclusión en el laberinto. No obstante, comprende rápidamente que alguien se ocupa de mantener comida a su disposición.

Descubre que las habitaciones cuentan con luz artificial, y que esa luz se enciende y se apaga estableciendo un ritmo día/noche. Comprende también que un sistema de ventilación mantiene aireadas las piezas.

En este período llegué a obsesionarme por una única idea: quedarme una noche sin dormir para sorprender a la gente que traía la comida.

Pero, invariablemente, pasaban muy pocos minutos desde el momento en que se apagaba la luz y apoyaba la cabeza en la almohada, hasta que me quedaba profundamente dormido. Saqué la conclusión de que por algún medio se me inducía al sueño. Planeé pasar un día sin probar bocado, pensando que podría haber una sustancia somnífera en la comida, pero no tuve voluntad para hacerlo.

Nuestro hombre empieza a sospechar que es mantenido deliberadamente en ese lugar, que es alimentado y vigilado. Curiosa, o taimadamente, Levrero siembra en nosotros una pregunta aún más acuciante que la que indagaría la identidad de los captores. Más elemental que “¿quién?” es quizás la pregunta: “¿para qué?”, pero no la formula ni, al menos de momento, responde. Se nos sugiere sin embargo la existencia de un cierto nivel de organización, pero, al mismo tiempo, y tal como en la anterior novela de la trilogía, París, datos importantes de la trama se nos presentan entremezclados con experiencias oníricas.

Tuve un sueño largo y complejo; desperté cansado y sin poder recordar ninguna imagen: apenas una idea de su estructura, un diálogo o discusión a tres o cuatro voces, en la que avanzaba penosamente, con repeticiones que de continuo alguien se empeñaba en introducir; recordé también las sensación de que me iluminaban la cara con una linterna, pero no pude saber si era parte del sueño, o si había sucedido en los hechos (…)

A medida que avanza por la interminable cadena de habitaciones, nuestro personaje tiene tiempo para reflexionar sobre las similitudes entre su situación actual y la vida corriente, para especular sobre la forma de su prisión, para desplegar temores paranoicos e imaginar una ingeniería y una organización que mantienen su encierro funcionando.

Pero mal haríamos si permitiésemos al lector hacerse la idea de que esta es la novela de un solitario, o, incluso, una novela inquietantemente solipsista, poblada exclusivamente con las elaboraciones mentales de un individuo aislado y anómalo, a la manera, por ejemplo, de la célebre y paradigmática El Innombrable, de Samuel Beckett.

Por fortuna, se produjo una variante en la situación: al entrar en una pieza vi, de inmediato, que por debajo de la puerta de enfrente (que ya había comenzado a llamar “de salida”, cuando estaba dentro de la pieza, y “de entrada” apenas pasaba a la siguiente) se filtraba una delgada y débil raya de luz.

Los otros

Empujé un poco más la hoja de la puerta; la persona que había estado parada allí todo el tiempo se vio obligada a retroceder un par de pasos al chocar levemente la hoja contra la punta de sus zapatos. Resultó ser un individuo extraño: era muy gordo, y de estatura apreciablemente inferior a la normal; usaba lentes redondos, grandes, y el detalle que más me llamaba la atención era su ropa, de tamaño excesivo y desproporcionada al cuerpo, lo que le daba un aspecto payasesco.

Comprendemos entonces que el protagonista no es el único habitante del laberinto. Es, tal vez, o al menos de momento, el único viajero, el único, que sepamos, que se encuentra avanzando de habitación en habitación.

En su recorrido, se encontrará, a la manera de quien “se pierde en un hotel y entra por error en una habitación ajena”, con residentes, individuos solitarios en muchos casos, pero también familias completas.

Las habitaciones ocupadas y las vacías comenzarán paulatinamente a alternarse, resultando cada vez más frecuentes las habitaciones ocupadas. No obstante, los habitantes de esos cuartos parecen no comprender la lengua del peregrino y reaccionan ante su presencia con más asombro y temor que hostilidad, aunque, sobre todo, con apatía.

Pero la alternancia entre habitaciones vacías y ocupadas le servirá a Levrero para enfatizar un aspecto muy específico:

Me levanté y abrí la puerta de salida, para mirar la pieza siguiente. Era similar a ésta y también estaba deshabitada. A primera vista noté alguna variante: había dos sillas y la cama era grande; también me pareció más recargada de objetos. Cerré la puerta y volví a mi mecedora con la idea, que ya se había insinuado en algún momento pero que ahora cobraba un cuerpo más definido, de que esta habitación me estaba destinada.

Entonces ya no sólo nuestro protagonista es alimentado, no sólo su paranoia le hace sospechar que es vigilado o examinado, sino que empieza a suponer que algo o alguien tiene la voluntad de que se aposente.

Parecía que me daban la posibilidad, a veces tan ansiada, de casa y comida gratis. Sonreí. Sospechaba que de cualquier manera algún precio debería pagar por todo aquello si resolvía quedarme. Hacía ya tiempo que sabía que nada es gratuito. Volví a sonreír ante mis propios pensamientos en torno a la posibilidad de quedarme allí. Me pregunté luego por qué me hacía gracia, y qué había de sustancialmente distinto en mi vida cotidiana para rechazar esa posibilidad tan de plano.

Y aquí aparece cabal y francamente expresada la cuestión acerca del adentro y el afuera. ¿Qué tienen nuestras vidas de distinto, de especial, de tan románticamente libre e indeterminado como para diferenciarse de la vida regulada pero cómoda (por mucho que pudiera implicar una trampa) que se le ofrece a un prisionero? ¿Qué otra cosa sino la escala diferencia al “mundo exterior” de un laberinto cerrado?

Comí frugalmente, y ese día rechacé la carne, pensando que podía ser el vehículo más apropiado para la droga; me dediqué al queso, al pan y a la fruta. Durante la segunda jornada repetí más o menos la primera, ocupando más tiempo la cama, en lugar de la mecedora. Promediando la tercera jornada, recibí la visita de Mabel.

La compañía

En sus reflexiones sobre el adentro y el afuera, el protagonista salda sus dudas a favor del afuera basado en el vago recuerdo de una mujer que ahora echa en falta. Pero incluso ese matiz se ocupa Levrero de desestimar. Una mujer irrumpe sorpresivamente en el cuarto donde el recluso se ha detenido a descansar. El hombre no sería entonces el único viajero del laberinto. Lo alcanza inesperadamente una muchacha joven, de aspecto andrógino.

Si el laberinto sólo puede recorrerse en una sola dirección, la llegada de la joven por la puerta “de entrada” sugiere que ha comenzado a recorrer el laberinto después que el protagonista.

Sin embargo, pronto descubriremos que, para ser que habría comenzado su viaje después, sabe sobre el laberinto muchas cosas insospechadas. Pero, en lo inmediato, leeremos cómo llega al cuarto donde está el narrador:

Se abrió bruscamente la puerta de entrada e hizo su aparición lo que en un primer momento creí que era un muchachito. Tenía pelo negro, corto, mal cortado, y llevaba unos pantalones azules, estrechos y desgastados, similares a los blue-jeans. Cerró la puerta también de forma violenta y se recostó sobre ella, respirando fatigosamente, los ojos entrecerrados.

Se oyeron golpes, del otro lado, y alguien movía el picaporte. Me levanté de un salto, aparté al muchachito y coloqué una silla debajo del picaporte; era una acción que había previsto, y me había aliviado comprobar que el respaldo de la silla calzaba justo, como para trancar la puerta.

El muchachito abrió los ojos, grandes y de un castaño verdoso, me miró con agradecimiento y se sentó en la silla. Eran ojos de mujer.

Hay entonces todavía alguien más. ¿Alguno de los residentes que el narrador ya había encontrado en su travesía? Hasta ahora, los habitantes de los cuartos no habían mostrado hostilidad y exhibían un carácter más bien apático. ¿Alguno de ellos podría tener la energía e incluso el temperamento como para perseguir a Mabel? ¿O sería la joven perseguida por algún miembro de la gavilla que renovaba la comida y mantenía funcionando las cañerías?

De momento, nuestro protagonista se entregará a la gracia de haber obtenido compañía. Ciertamente, comenzará a desarrollar por la jovencita un interés afectivo y erótico. Muchos pasajes en el texto nos mostrarán el desarrollo de este interés. No podemos transcribirlos a todos. Pero sí diremos que los nuevos compañeros retomarán juntos el viaje de pieza en pieza, que a partir de este punto comienzan no sólo a despoblarse, sino incluso a presentar signos de abandono.

(…) de allí pasamos a otra sin detenernos, y así hicimos un recorrido más bien largo. No hallamos ninguna pieza ocupada, y cada una iba mostrando un avance bastante evidente en los deterioros. Así llegamos a una pieza que daba una idea muy deprimente de suciedad, abandono y desgaste.

Mabel, sin vacilar, se soltó de mi mano y se dirigió a la gran cama ubicada, como todas, contra la pared izquierda. Tiró de ella y consiguió moverla lo suficiente para dejar al descubierto un gran agujero que abarcaba parte de la pared y el piso.

Luego, con su particular manera de hacer las cosas, esperó (…)

Falta más de la mitad del libro. En este punto, lector, donde nos enteramos que alguien sabe de la existencia, en algún lugar indefinido de este largo laberinto hermético, de un agujero en una pared, yo te dejo. Seguir, de aquí en adelante, es tu decisión.

Nota

La trilogía involuntaria de Mario Levrero ha sido tratada en forma completa en Clave de Libros: La ciudadParís y El lugar.

 

Fuente de la información:

https://clavedelibros.com/el-lugar-mario-levrero/

 

Fuente de la imagen:

https://clavedelibros.com/el-lugar-mario-levrero/

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