La novela histórica, entre la realidad y la imaginación

Publicado: 23 octubre 2020 a las 3:00 pm

Categorías: Literatura

Por Enric Ros

Con frecuencia, la novela histórica ha sido mirada con cierto recelo por las élites intelectuales, lo que no ha impedido que gozara de la confianza de los lectores desde los tiempos del Romanticismo. La novela histórica ofrece un fascinante campo de posibilidades. Su capacidad para recrear de forma vívida épocas y personajes sirve también para superar ciertos tópicos en la visión de la historia.

Ya se trate de ficciones protagonizadas por personajes reales o imaginarios, lo primordial para el autor es encontrar el debido equilibrio entre información y narración.

Más allá de los límites de la historia

Existe cierto consenso entre los especialistas en señalar la publicación de libros como Waverley (1814), o el más popular Ivanhoe (1819), como el inicio de la novela histórica en Occidente; una veta literaria que luego continuarán un sinfín de autores, de Alexandre Dumas a Santiago Posteguillo. Pero, ¿son realmente las ficciones de Walter Scott las primeras narraciones históricas de todos los tiempos? ¿Acaso no podemos considerar también relatos históricos (pese a los elementos «fantásticos») las diversas evocaciones de la vida de Cristo contadas por los apóstoles y los apócrifos? ¿O, aún antes, la crónica realizada por Platón de los últimos días de su maestro en La apología de Sócrates?

Al hablar de novela histórica, se hace necesario reflexionar por un instante sobre cuáles son sus límites. E. M. Forster, consciente del carácter proteico y «mestizo» del género literario, definió «novela» como «cualquier obra de ficción en prosa que tenga más de 50.000 palabras». Pero, ¿Qué ocurre cuando la ficción cuenta hechos que podemos considerar «reales»? ¿Podemos en ese caso seguir hablando todavía de novela? La solución nos la da la profesora de literatura alemana Käte Hamburger, que, en su ensayo La lógica de la literatura (Antonio Machado, 1995), apunta que cualquier escritor de ficción «transforma la materia histórica de la novela en materia no histórica».

Toda novela histórica es, pues, ficción. Y del mismo modo, toda ficción es, en cierto grado, histórica (o, si no lo es aún, terminará por serlo), puesto que nos describe un mundo que —imaginado o no— se relaciona con la realidad. Por eso no debe extrañarnos que el mastodóntico ciclo de novelas de la Comedia humana de Honoré de Balzac, cuyo furor descriptivo pretendía hacerle «la competencia al código civil», se disfrute hoy como un gran fresco histórico de la Francia del siglo XIX; o que el crítico literario Harold Bloom tilde al clásico de la ciencia-ficción El hombre invisible, de H. G. Wells, de «novela histórica», que, a su particular modo, describe las preocupaciones y la mentalidad de la sociedad norteamericana «en las décadas de 1920 y 1930». El profesor Conrado Hernández López, en el prólogo del libro colectivo Historia y novela histórica (El Colegio de Michoacán, 2004) nos dice: «La novela es expresiva de la imaginación de su autor y por tanto opuesta a la pretensión de objetividad de los historiadores». A continuación, acude al autor de La insoportable levedad del ser para explicar las afinidades y diferencias entre el documento histórico y la recreación del pasado a través de la ficción: «Esto se debe, apunta Milan Kundera, a que la novela “no examina la realidad sino la existencia”, y la existencia no es lo que ha ocurrido, sino “el campo de las posibilidades humanas”». Y eso es justamente lo que consigue la buena novela histórica: convocar un infinito campo de posibilidades imaginarias que, paradójicamente, se nutre de nuestro pasado.

La favorita de los lectores

Sabemos que la novela histórica se mueve en un fascinante territorio fronterizo entre dos vocablos escurridizos: la ficción y la realidad. Es, como apunta el helenista Carlos García Gual —que publicó hace algunos años una imprescindible Apología de la novela histórica (Península, 2002)— , «el hijo bastardo de la novela y la historia». Quizá sea esta condición «bastarda» la que ha provocado ciertas suspicacias críticas. Digámoslo claro: con frecuencia, la novela histórica ha sido mirada con cierto recelo por las élites intelectuales, lo que no ha impedido que gozara de la confianza de los lectores desde los tiempos del Romanticismo. Efectivamente, ni siquiera los embates de la posmodernidad han conseguido atenuar el interés por un subgénero considerado un tanto tradicional en sus formas y, en consecuencia, más bien alérgico a la renovación. Las cifras de ventas indican que la novela histórica cuenta, a día de hoy, con un nutrido y fiel grupo de seguidores, y que este va en aumento, como confirma la proliferación de nuevos autores y sagas de libros. El estudio sobre hábitos de lectura del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) revalidaba en 2016 la posición hegemónica del género, con un 23,8 por ciento de lectores. Ana Liarás, editora de ficción en Grijalbo (que, en su colección de novela histórica, ha publicado éxitos de ventas tan rotundos como La catedral del mar, de Ildefonso Falcones), describe a los lectores habituales de este tipo de ficción como un «público cautivo»; tan estable y consolidado que, de hecho, ni siquiera fluctúa demasiado con la irrupción de los fenómenos editoriales.

Probablemente, la causa de la sintonía entre ciertos autores y sus lectores esté en las propias raíces de un género que —como ya señaló el filósofo marxista y crítico literario de origen húngaro Georg Lukács, en un célebre ensayo titulado La forma clásica de la novela histórica— es eminentemente popular. Claudia Casanova, autora de exitosas ficciones ambientadas en el siglo XII como La dama y el león o La perla negra y editora de Ático de los libros, no duda en afirmar que ella escribe ante todo para disfrutar, como también espera que disfruten sus lectores: «Cuando escribo no pienso nunca en la crítica, sino únicamente en pasarlo bien. Pero tampoco me irrita en absoluto que algunos críticos marquen ciertas distancias respecto al género histórico. Entiendo perfectamente que la función de la crítica debe ser destacar al Dickens o al Kafka del futuro». Óscar González Camaño, historiador, profesor y también tutor en los grados de Historia y Humanidades de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC), por su parte, confirma su aprecio por el género, pero su valoración del estado actual del mismo no está exenta de ironía: «La novela histórica corre el riesgo de morir de éxito», nos advierte. «Tengo la sensación de que algunos autores escriben libros muy entretenidos y bien elaborados, pero que repiten ciertos esquemas. El riesgo es que, poco a poco, se convierta en una fórmula». En cualquier caso, las ventas de las editoriales y el aluvión de nuevos autores no parecen augurar ninguna crisis por el momento. Entre los libros destacados, hay además muchos de escritores españoles, lo que, según Casanova, confirma la calidad de nuestra narrativa. «Solo nos falta creer más en nosotros mismos y decidirnos a dar a conocer a nuestros autores en el exterior».

Mentira histórica y verdad novelesca

González Camaño, un voraz lector de ensayo y novela histórica, confiesa que le encanta leer novelas voluminosas de contenido histórico como una forma de «maratón literario». Cuando se entrega a estas lecturas compulsivas, casi siempre se olvida de su faceta de historiador: «No me dedico a buscar gazapos, aunque reconozco que a veces me los encuentro por el camino». Para él, lo más importante es que el ambiente que se describe en la novela sea «verosímil, más que veraz, acorde con la mentalidad de la época»; algo en lo que también insiste Casanova: «Mis novelas suelen ser corales, pero habitualmente las mujeres tienen un papel determinante. Mi reto como escritora consiste, en buena parte, en reflejar de forma creíble la mentalidad y el comportamiento de una mujer del siglo XII».

En este sentido, la novela histórica ofrece un fascinante campo de posibilidades. Su capacidad para recrear de forma vívida épocas y personajes sirve también para superar ciertos tópicos en la visión de la historia. «Es importante que los lectores no partamos de ideas adquiridas que condicionen la lectura. Particularmente, me gustan las novelas que cuestionan con rigor “verdades” históricas teóricamente inmutables, que nos obligan a reconsiderar nuestra visión de los hechos», nos dice González Camaño. Para Liarás, uno de los atractivos de este tipo de lecturas es que proporciona el placer de aprender mientras se disfruta de una buena trama. También ella valora especialmente a los escritores capaces de «humanizar al personaje y sacarlo de su encasillamiento histórico», y también los libros que «consiguen hacernos respirar el ambiente de la época, como hace Falcones con la Barcelona del siglo XIV».

Testigos de la historia

Los placeres que comporta el género tienen que ver sobre todo con la inmersión en una época determinada. «Yo escribo novela histórica porque es mi manera de convertirme en historiadora», nos dice Casanova. Para la autora de La dama y el león, lo más importante es delimitar con claridad el límite entre la creación y el ensayo. Cuando empieza a trabajar, siempre tiene presente un cierto marco espaciotemporal, y también una idea preliminar que pone en marcha todo el relato: «En La perla negra, por ejemplo, sabía que quería narrar una historia de venganza, con un guiño a <<El conde de Montecristo». Con estos mimbres, Casanova se entrega a continuación a un intenso proceso de documentación, que con frecuencia incluye viajes y un intrincado recorrido bibliográfico. Después, «me lanzo a escribir prácticamente un capítulo tras otro, casi sin tregua, y, finalmente, viene un proceso de revisión que puede durar hasta varios meses».

 

Liarás valora especialmente las novelas en las que la ambientación histórica es sobre todo «un buen telón de fondo». La editora destaca el atractivo de los libros protagonizados por personajes ficticios en un contexto histórico reconocible; una opción argumental que acrecienta las opciones creativas del narrador a través de unos personajes que, como el lector, se convierten en testigos de los grandes hechos de la Historia. Ya se trate de ficciones protagonizadas por personajes reales o imaginarios, lo primordial para el autor es encontrar el debido equilibrio entre información y narración. Pero, ¿quién domina mejor esta complicada «fórmula alquímica», el historiador que decide convertirse en novelista o el narrador que se aproxima al género histórico? «Si el autor es historiador, debe tener la mano del novelista. De todos modos, las experiencias profesionales que permiten convertirse en un buen autor de novela histórica son de lo más diversas. En la nómina de autores de Grijalbo tenemos historiadores, pero también médicos, abogados, farmacéuticos, periodistas…», nos advierte Liarás. González Camaño valora que el narrador, sea o no historiador de formación, sepa ocultar el «andamiaje» histórico, para que así el lector pueda disfrutar plenamente con el relato: «Me gustan las novelas que evitan lo que antes se denominaba “el salgarismo” [en alusión al escritor italiano Emilio Salgari]; es decir, la tentación de detener el relato para introducir acotaciones históricas o, lo que es peor, para perpetrar un ensayo encubierto».

Las nuevas tendencias narrativas

Todos los consultados parecen estar de acuerdo en que la hibridación genérica es la tendencia dominante de la nueva narrativa histórica. Dentro de este estilo, González Camaño destaca el ciclo de seis novelas escrito por Lindsey Davis que protagoniza Marco Didio Falco, una interesante combinación de novela de la Antigüedad romana, ambientada en la época del emperador Vespasiano, e intriga policiaca; o incluso la exitosa Canción de hielo y fuego, la saga de fantasía épica de George R. R. Martín en la que se basa la serie Juego de tronos, que añade al relato de corte fantástico un cierto aire de documento histórico. Liarás, por su parte, destaca la novela Las catedrales del cielo (Grijalbo, 2018), escrita por el periodista francés Michel Moutot, que combina la novela de aventuras con la observación social e intimista, retrocediendo del trauma del 11-S a la construcción de los grandes edificios de Nueva York en la segunda mitad del siglo XIX.

Los clásicos de siempre

Yo, Claudio, de Robert Graves (Alianza, 2012)

Tanto Ana Liarás como Óscar González Camaño destacan al escritor británico Robert Graves como un referente en su formación como lectores de novela histórica. Siguiendo el molde del relato confesional, la novela describe toda la grandeza y las miserias de la Roma imperial. Un excelente ejercicio literario que combina el rigor histórico, el lenguaje deslumbrante y la introspección psicológica.

Barro y cenizas, de Zoé Oldenbourg (Destino, 2004)

Esta historiadora medievalista y novelista francesa de origen ruso, una de las favoritas de Claudia Casanova, firmó esta notable crónica intimista ambientada en un castillo en los confines de la Champaña y la Borgoña. La novela nos permite descubrir la vida conyugal de la hermosa Aalais y de Ansiau, barón de Linnières, desde el nacimiento del amor a la senectud y la muerte.

Lincoln, de Gore Vidal (Destino, 2004)

En más de mil páginas, el poliédrico y siempre brillante Gore Vidal consigue rebasar los límites de la biografía novelada para indagar en el retrato presidencial, más allá de los tópicos amontonados en torno a la figura de Lincoln. Vidal recrea un portentoso fresco de la época, con un complejo entramado de personajes y situaciones, y a la vez hace un sólido ejercicio de desmitificación.

Grandes títulos más recientes

El primer hombre de Roma, de Colleen McCullough (Planeta, 1998)

González Camaño reivindica a la escritora australiana que firmó la novela romántica El pájaro espino, y que es también la autora del monumental ciclo de novelas Masters of Rome, que abarca siete libros escritos entre 1990 y 2007 (El primer hombre de Roma es el título que inaugura la saga). En todos ellos, McCullough consigue combinar de forma atractiva las fuentes clásicas con la pura ficción. Una lectura adictiva.

La tierra maldita, de Juan Francisco Ferrándiz (Grijalbo, 2018)

De su catálogo, Liarás nos recomienda esta epopeya histórica ambientada en la Barcelona medieval del siglo IX; una ciudad insólita de tan solo 1.500 habitantes, gobernada por los francos desde la distancia y asolada por los intentos de conquista de los sarracenos. Una historia repleta de amor, ambición, venganzas y traiciones.

Africanus. El hijo del cónsul, de Santiago Posteguillo (B de Books, 2015)

Casanova reivindica la calidad de los escritores españoles de género histórico, como el jienense Emilio Lara, autor de El relojero de la Puerta del Sol (Edhasa, 2017), o el valenciano Santiago Posteguillo. La primera entrega de la popular trilogía dedicada a Escipión el Africano de este último retrocede a la Roma del siglo III a. C., que ve nacer a Publio Cornelio Escipión, mezclando con habilidad documentación histórica y relato de aventuras.

Fuente del artículo: http://www.que-leer.com/2018/03/01/la-novela-historica-la-realidad-la-imaginacion/

Fuente de la imagen: http://www.que-leer.com/2018/03/01/la-novela-historica-la-realidad-la-imaginacion/

 

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