Una mirada desde la distancia: la lección del maestro

Publicado: 5 noviembre 2020 a las 3:00 pm

Categorías: Literatura

por Manuel Fernández Labrada

Hay libros que parecen el cumplimiento de un deseo, cuya aparición inesperada en el estante de una librería nos llena de gozo y de sorpresa. No me cuesta nada imaginarme a un buen número de lectores entusiasmados por el descubrimiento de un volumen que reúne en su portada los nombres de dos de sus escritores favoritos. Es el caso de Hawthorne (1879), de Henry James, una monografía de gran interés que acaba publicar Pre-Textos, ejemplarmente traducida y anotada por Justo Navarro, y que viene a completar el panorama editorial español de estos dos maestros americanos. Un texto que nos va a permitir adentrarnos en la vida y la obra de una de las grandes figuras de la literatura anglosajona, Nathaniel Hawthorne (1804-1864), pero que también nos va a mostrar, como reflejada en un espejo, la figura de su autor, Henry James (1843-1916). La iniciativa partió de suelo inglés. En 1878 la editorial Macmillan and Co. le encargó a James un estudio sobre Hawthorne: un reto importante para un escritor que apenas mediaba la treintena. Nadie que conozca la obra de estos dos autores ignorará sus grandes diferencias. El cosmopolita y sociable James, radicado en Londres, frente al huraño y provinciano Hawthorne; el autor que escrutaba con oído atento la sociedad, y anotaba cualquier suceso que pudiera inspirarle una novela o relato, frente al escritor solitario que, retirado en una vieja rectoría de Concord, prefería dar cuenta en sus Cuadernos de «la belleza de las calabazas y los misterios del cultivo del manzano». Una distancia que a James le gusta resaltar; un enigma casi: ¿cómo es posible alcanzar la excelencia literaria en un ambiente tan limitado como el de Nueva Inglaterra? Una pregunta especialmente inquietante, quizás, para James, cuya vida entera parece empeñada en demostrar lo contrario; esto es, que solo una existencia rica en sucesos y relaciones puede nutrir al creador de una obra significativa. Una distancia que James salva siempre con una suave ironía, y que coloca a Hawthorne ―no sé si involuntariamente― en un pedestal aún más elevado. Los mejores retratos exigen una cierta distancia.

Hawthorne es el único ensayo literario extenso escrito por James, que indaga en aspectos para los que su pluma parecía especialmente preparada, y que mantiene vigentes, siglo y medio después, casi todas sus apreciaciones. Por otra parte, Hawthorne es una monografía asequible a cualquier lector actual, un libro de placentera lectura en el que se reproducen numerosos pasajes de las obras del autor de Salem, tanto de las más conocidas ―relatos y novelas―, como de otras no tan divulgadas. El hecho de enfrentarse a una figura tan enteramente americana como Hawthorne invita a su biógrafo a una valoración continua, nada complaciente, del carácter y la sociedad de Nueva Inglaterra. Un retrato ejecutado desde la perspectiva que le brinda a James su europeísmo de adopción, su experiencia de viajero cosmopolita, frecuentador asiduo de la alta sociedad. Todo lo contrario a Hawthorne ―como ya anticipamos―, cuya reducida vida social y limitados horizontes lo obligaron, según James, a nutrirse de su vida interior. Pero si las diferencias de entorno son muy notables, tampoco son menores las que los separan como artistas. Y no se trata solo de que en la obra de Hawthorne se respire esa atmósfera fantástica, de imaginería puritana, tan peculiar. Lo más definitorio de la estética del autor de Salem es el empleo generoso de la alegoría, un proceder en ocasiones abusivo, según opina James, sobre todo cuando degenera en un manierismo vacío, en un juego simbólico sin sustancia (Es curioso que las diferencias entre los dos autores se atenuaran con el tiempo, y que la alegoría, el simbolismo y la preocupación moral terminaran por impregnar las últimas obras del autor de La copa dorada). Desde las primeras páginas se hace evidente que James, aunque valoraba mucho la obra de su compatriota («el literato más ilustre de los Estados Unidos»), rehuirá el panegírico incondicional. Su juicio, que alterna la valoración superlativa con otra menos favorable, tiene ese movimiento de vaivén propio de una cámara fotográfica, empeñada en enfocar con la mayor precisión posible el motivo elegido. Un procedimiento similar al empleado por James en el retrato de sus personajes de ficción, nunca sencillos ni reducidos a un único trazo.

Nathaniel Hawthorne fue un escritor de desarrollo tardío. Hasta la aparición de La letra escarlata en 1850 no disfrutó de notoriedad alguna. Sus años de juventud están desprovistos de sucesos literarios importantes. Su primera novela, Fanshawe (1828), testimonio de su estapa estudiantil en el Bowdoin College, permanecía desconocida en la época en que escribe James, que solo se refiere a ella de oídas. Para la valoración de esta obra ―que juzga de escaso interés―, y para otros muchos detalles biográficos de Hawthorne, James se vale de la única monografía entonces existente, la publicada por el cuñado del autor, George Parsons Lathrop: A study of Hawthorne (1876). Una biografía a la que reconoce su deuda, pero sin dejar de tributarle algún que otro comentario punzante, sobre todo cuando su indudable ingenuidad se combina con unos sucesos biográficos tan faltos de relieve que por momentos parecen exigir algunas gotas de ironía como condimento. Los años que pasa Hawthorne en la casa de su madre en Salem, tras su regreso del Bowdoin College (1825), son ciertamente los de una etapa carente de relieve, testimonio de una vida ensimismada y solitaria, solo interrumpida por la malograda aventura de dirigir una revista en Boston (American Magazine, 1836). El propio Hawthorne, que define a su ciudad natal como «un tablero de ajedrez desbaratado», no debía de ser ciego a tanta estrechez de contexto. Sus seis Cuadernos americanos muestran un «observador de las pequeñas cosas», capaz de convertir lo más insignificante «en algo memorable»; aunque también a un escritor exageradamente reservado en lo referido a su intimidad. Es tan grande el deseo de James de patentizar la vacuidad de la vida americana que no duda en compilar un inesperado y curioso listado de las cosas que le faltan: célebre pasaje de la biografía que causó cierto malestar entre los lectores americanos (la monografía se publicó en Nueva York solo un año después, en 1880, por Harper & Brothers). De la misma manera que los poetas barrocos enfatizaban el contraste existente entre el amplio campo de acción de un poderoso y su reducida tumba, James engrandece el mérito de Hawthorne subrayando lo mezquino del escenario donde dio sus primeros pasos. Parece seguro que James no habría sufrido con igual paciencia un panorama tan poco estimulante; condición de la que deduce no solo una notable falta de ambición en Hawthorne, sino también una explicación para la titubeante y tardía aparición de su obra.

Conforme avanza cronológicamente el estudio sobre Hawthorne, la sustancia literaria que lo alimenta va creciendo. Como cabía esperar, los imaginativos Cuentos contados dos veces (1837, 1845) ocupan un lugar importante en la indagación de James, que se confiesa perteneciente al grupo de «quienes los admiran y han leído muchas veces». Considera esta colección de relatos (publicados previamente en diversas revistas, de ahí su título) como el primer peldaño en la fama de Hawthorne, sobre todo a partir de la aparición del segundo volumen (Boston, 1845). James analiza con cierto detalle el libro, junto con Musgos de una vieja rectoría (1846) y La muñeca de nieve y otros cuentos (1851), lo que le permite deducir la existencia de tres tipos diferentes de relato. De un lado, los más fantásticos y alegóricos, en los que la raíz puritana del autor cobra un especial protagonismo. Son los más conocidos y, quizás, los más originales. En segundo lugar estarían aquellos en que se recrean episodios de la historia de Nueva Inglaterra, como los correspondientes a las Leyendas del Palacio del Gobernador. También estos relatos despiertan la admiración de James, que los considera, pese a su brevedad, «el único ejemplo satisfactorio de literatura histórica en los Estados Unidos». En tercer y último lugar, James sitúa aquellos inspirados en la observación de la realidad. Pero lo más interesante del estudio de James es su análisis de cómo actúa en la obra de Hawthorne su heredada conciencia puritana; es decir, cómo la transfigura en un producto artístico de primera magnitud sin contaminarse por los tonos lúgubres y malsanos propios de una moral extrema o trasnochada. Si Hawthorne aseguró en cierta ocasión que sus severos antepasados (como su bisabuelo Johan Hathorne [sic], juez en el célebre proceso de brujería de Salem) habrían juzgado frívola su profesión de escritor, James apostilla que más se hubieran escandalizado al verlo tomar sus creencias como motivos para el juego literario de la fantasía. Desde este convencimiento, James defiende la obra de su compatriota contra quienes exageraban el alcance de su pesimismo (como el crítico francés Émile Montégut), poniendo en valor su ironía y su serenidad, o incluso, el soterrado humorismo de algunas de sus historias.

La participación de Hawthorne en la comuna de Brook Farm es uno de los episodios más llamativos de su vida, y como tal recibe la atención de su biógrafo. En la granja así llamada, un grupo de intelectuales, influidos por el pensamiento trascendentalista, fundaron una comunidad utópica al estilo de Fourier. Una experiencia efímera en la vida del autor, intermedia entre su trabajo en la aduana de Boston (1839-1841) y su matrimonio, pero que daría lugar, una década después, a la novela La granja de Blithedale (Blithedale Romance, 1852). Una circunstancia que le ofrece a James la oportunidad de exponer su valoración del movimiento trascendentalista, y pintar vibrantes semblanzas de Thoreau, Emerson o Margaret Fuller. Aunque Hawthorne no fue uno de los participantes más activos, James subraya la importancia testimonial de su novela. Finalizada la experiencia de Blithedale, y tras su boda con Sophia Peabody, Hawthorne se instala en Concord (1842). Se inicia entonces la etapa quizás más feliz de su vida, habitante de una vetusta casa parroquial «llena de fantasmas y telarañas»: el añejo caserón que dará nombre a sus magistrales Musgos de una vieja rectoría. Aunque Hawthorne tampoco cultivó en Concord un amplio círculo de amistades, sí se relacionó con Thoreau, autor al que James vuelve a dedicar su atención, al igual que a Emerson, el más famoso habitante del lugar. Aunque La granja de Blithedale no es demasiado conocida en nuestro país (recuerdo haberla leído bajo el título de Historia del Valle Feliz), James parece situarla a la altura de La letra escarlata y La casa de los siete tejados, todas escritas entre 1849 y 1952, y a las que reúne y estudia con cierto detalle en el capítulo titulado «La tres novelas americanas». En 1846 Hawthorne abandona la casa parroquial para trabajar en la aduana de Salem, un periodo sin apenas escritura que se extiende hasta 1850, y que se refleja en su bello prólogo a La letra escarlata (1852). En 1850 se instala en Lenox, donde escribe La casa de los siete tejados, que finaliza al año siguiente.

Un episodio de la vida de Hawthorne que forzosamente debía despertar el interés de James era, obviamente, el correspondiente a su estancia en Europa (1853-1860). También los lectores ingleses destinatarios de la monografía sentirían una especial curiosidad por informarse de aquellos años en que Hawthorne había sido, por así decir, vecino suyo. Gracias a la intervención de su amigo Franklin Pierce, recién elegido presidente de los Estados Unidos, Hawthorne obtuvo el nombramiento de cónsul en Liverpool, circunstancia que aprovechó para visitar también el continente. Si en los primeros capítulos de su estudio James parecía empeñado en mostrarnos las cosas que Hawthorne se perdía en el limitado ambiente americano, ahora subrayará su incapacidad para disfrutarlas a una edad tan avanzada. Así se manifestaría en Nuestra vieja patria, un libro de notas sobre Inglaterra cuyas observaciones críticas disgustaron a muchos lectores ingleses. James, que defiende abiertamente la obra, no deja de ver en ella un testimonio evidente del provincianismo de Hawthorne. Tambien nos informa James de la conflictiva aclimatación de Hawthorne al suelo italiano, sobre todo en lo concerniente a Roma, ciudad en la que pasó dos inviernos (y a la que confiesa detestar con toda su alma). Algo mejor le fue en Florencia, donde se gestaría, en el verano de 1858, su novela El fauno de mármol (1860; Transformation: or the romance of Monte Beni, en la edición inglesa). Al parecer, esta novela fue muy valorada en su momento, y formaba «parte del equipaje intelectual de los anglosajones que visitan Roma». Aunque James no deja de reconocerle grandes méritos (como el relieve de sus personajes), la juzga inferior a las tres novelas americanas, al faltarle, entre otras cosas, un color local convincente. También señala como carencias de El fauno de mármol su simbolismo inasible, su notable desproporción, lo impreciso de su género, su asimétrica mezcla de realidad y fantasía o la vaguedad de su final. Una valoración poco entusiasta que parece haberse impuesto modernamente, al menos en nuestras latitudes, donde El fauno de mármol ha gozado de escaso favor editorial.

Los últimos años de la vida de Hawthorne transcurren en su casa de Concord, donde se reinstala a la vuelta de Europa (1860). Son años marcados por un creciente abatimiento, así como por la sombra de la guerra civil (1861), que lo deja en una delicada posición ante una parte de la opinión pública norteamericana, sospechoso de una supuesta simpatía por la causa sudista. También se ocupa James de sus últimos escritos, como The Dolliver romance y Septimius Felton, or the elixir of life, que quedaron inacabados tras su muerte. En ninguno de ellos detecta James la promesa de una obra maestra malograda, nada que pudiera parangonarse con sus mejores novelas y cuentos. Aprovecha James el último capítulo de su libro para reexponer los juicios y valoraciones que ha ido vertiendo a lo largo de su estudio sobre Hawthorne, en el que vuelve a resaltar su desbordante imaginación y fantasía, su originalidad y perfección de estilo; así como una visión moral del hombre nada oscurantista, abordada desde una perpectiva creativa y, en gran medida, lúdica. Una labor que parece de alquimia, ciertamente, pero que no es otra que la que corresponde a toda literatura con mayúsculas. Y la mejor prueba de ello es que leer a Hawthorne hoy en día sigue constituyendo una experiencia tan fantástica y placentera como la de beber el filtro del doctor Heidegger.

Extracto del libro

«Tan terrible visión de las cosas no ocupó en la naturaleza de Hawthorne las mismas zonas que había ocupado en sus antepasados, pero seguía decidida a reclamar como suyo a aquel descendiente tardío y, dado que el corazón y la felicidad de Hawthorne iban a escapársele, quiso dejar su huella en su ingenio, el más precioso de sus órganos, su admirable fantasía. Se puede decir que su fantasía era más viva y más aguda, más ella misma, cuando la oscura tonalidad puritana se manifestaba con más intensidad; y el hecho de que esas flores sombrías de su imaginación brotaran en el lugar de sus días más felices es la mejor prueba de que Hawthorne no fue el hombre lleno de oscuros prejuicios que describe monsieur Montégut».

Fuente:https://elcuadernodigital.com/2020/10/26/una-mirada-desde-la-distancia-la-leccion-del-maestro/

Fuente de la imagen: http://theamericaneldritchsocietyforthepreservationofhearsayandrumor.com/nathaniel-hawthorne/

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