Publicado: 17 enero 2021 a las 11:00 pm
Categorías: Literatura
POR JOSÉ MARÍA HERRERA
UN PAÍS DESVENTURADO
En Europa no hay territorio, pueblo o Estado que no haya sido en otro momento algo muy diferente de lo que ahora es. La virginidad histórica, el sueño romántico del nacionalismo, es un mito tan infundado como la creencia en que hemos alcanzado una situación política definitiva que debe salvaguardarse cueste lo que cueste. Lo definitivo no tiene cabida en la historia. Realidades destinadas aparentemente a una larga duración caen de golpe y desaparecen. Entre los detritus del pretérito, mezclados con las ruinas de los templos y las estatuas de los dioses inmortales, hay cientos de invencibles imperios. Y no es algo que aconteciera sólo en tiempos remotos. Nosotros mismos hemos sido testigos del ocaso y desmoronamiento de la URSS —«cuatro palabras, cuatro mentiras», escribió alguien antes de la caída—, un cataclismo que pilló por sorpresa a casi todo el mundo.,
Entre esas regiones que fueron multitud de cosas antes de llegar a ser lo que ahora son, se halla Chequia, la vieja Bohemia. Integrada a lo largo de los siglos en variopintos conglomerados políticos, su paso a la condición de república soberana se remonta a hace apenas cien años, tras la Gran Guerra y el colapso del imperio austrohúngaro. La independencia adquirida entonces no la ha librado, sin embargo, de ser invadida posteriormente en varias ocasiones. Encontrarse en el centro de Europa, entre colosos con ansias expansivas, no es lo mejor que puede sucederle a un país pequeño.
La primera de esas invasiones vino del oeste. Hitler convenció a los alemanes de que era necesario ampliar las fronteras del Estado. Un nombre surge cuando se recuerda aquel episodio, el de Reinhard Heydrich, «el carnicero de Praga». Nombrado en 1941 Reichsprotektor de Bohemia y Moravia, su misión era germanizar a viva fuerza la república. Con ese objetivo debía eliminar a los judíos, escoger entre «la basura checa» a los futuros alemanes y poner al resto de la población a trabajar como siervos del Reich de los mil años. Unos terroristas caídos del cielo y su alocada temeridad de superhombre nietzscheano evitaron que alcanzara su propósito.
La segunda invasión vino del este. El deseo de oxigenar el régimen comunista impuesto al concluir la Segunda Guerra Mundial provocó las manifestaciones de la primavera de 1968 y, con ellas, el despliegue de los tanques del pacto de Varsovia. La liquidación de la cultura checa dejó de ser entonces una posibilidad para transformarse en programa político gracias al presidente impuesto por los rusos, Gustav Husak, también llamado a causa de la masacre cultural llevada a cabo durante su mandato «el presidente del olvido». El precio por intentar huir del telón de acero, eufemismo tras el cual se extendía el inconmensurable campo de concentración soviético, fueron veinte años más de estalinismo sin Stalin y la impresión para los checos de que agonizaban como pueblo.
Entre quienes asistieron en la entonces Checoslovaquia al esfuerzo comunista por borrar cualquier rastro de cultura que estorbara los planes del partido estaba el mayor escritor checo de la segunda mitad del siglo xx, Milan Kundera. Tratándose de un partidario de las reformas, puede considerarse una suerte que, en vez de ser confinado en un hospital psiquiátrico o un campo de trabajo, le permitieran ganarse la vida ejerciendo como albañil o tocando el piano en un club. El régimen, a pesar de su extraordinaria dureza, se estaba reblandeciendo. Pocos años antes, en la URSS, bastaba con elogiar una pintura impresionista para que uno fuera acusado de calumniar al socialismo y, por tanto, de ser un traidor. Habida cuenta que un decreto de 1934 extendía la culpa de los traidores a sus familias, incluidos los niños mayores de doce años, edad a partir de la cual podía ser aplicada la pena capital, verse obligado a cambiar de profesión no era el peor castigo para un disidente. El objetivo prioritario del nuevo gobierno eran ya menos los individuos que su conciencia de pueblo. Había que separar a la población checa de sus raíces a fin de hacerla permeable a las quiméricas promesas del partido. Lo que sucedió en aquellas dos décadas, y lo que sucedió fue una mezcla de terror y connivencia, confirmó que el marqués de Vauvenargues estaba en lo cierto cuando escribió que «la esclavitud humilla tanto a la gente que esta termina por amarla».
Consciente de que su vida en la patria era en esas condiciones imposible, Kundera prefirió marcharse. Más que la prohibición de publicar —las autoridades habían retirado tiempo atrás sus libros de librerías y bibliotecas—, fue la deliberada aniquilación de la cultura checa por parte del Estado lo que le decidió a hacerlo. En 1979, cuatro años después de instalarse en Francia, perdió también su nacionalidad. El gobierno checo no quería tener nada que ver con un escritor opuesto a sus ideales. Luego, para compensar su éxito internacional, se le organizó una dura campaña de descrédito similar a la que han sufrido todas las personas de relieve que han osado cuestionar las bondades de la dictadura del proletariado. Los ecos de esa campaña aún resuenan gracias a los vástagos de los «intelectuales comprometidos», hoy especializados en los discursos identitarios, la corrección política y otros sucedáneos bajos en calorías de la revolución.
EUROPA Y LA NOVELA
La experiencia del exilio ayudó sin duda a Kundera a verse como un escritor europeo y no solo checo. A fin de cuentas, Europa es algo más que un viejo mosaico de territorios separados por costumbres y lenguas diversas; es una cultura unida por la historia. Esa unidad se remonta al Imperio Romano y sobrevivió espiritualmente a la fragmentación política durante la Edad Media gracias al predominio de la Iglesia. La ruptura, una ruptura que afectó a todos de alguna manera, se produjo con el advenimiento de la modernidad, cuando el individuo pasó a ocupar el lugar que hasta entonces había ocupado Dios. Destruida la unanimidad de la fe, perdidas las certezas religiosas, los europeos empezaron a experimentar la existencia como algo muy problemático. Tal experiencia tuvo graves consecuencias en todos los órdenes de la vida, incluido el de las artes y la literatura, las cuales evolucionarían hasta convertirse en una actividad individual en la cual se expresa una «originalidad personal irremplazable». Fue en este contexto donde apareció la novela moderna, cuyo crucial papel histórico reivindica Kundera en cuatro libros de ensayos: El arte de la novela, Testamentos traicionados, El telón y Un encuentro.
Aunque él mismo ha repetido a menudo que estos ensayos no responden a una voluntad teórica, sino que son las reflexiones de un novelista que ha tropezado reiteradamente con ciertos problemas teóricos inexcusables, nadie puede negar que encierran una muy original y clarividente interpretación del género. Por lo pronto, y a diferencia de quienes acostumbran a tratarla como si fuera un mero reflejo de las corrientes filosóficas o morales preponderantes, Kundera defiende la autonomía estética de la novela a la vez que subraya su condición de contrapeso a la prepotencia de las ideas típica de la modernidad. Si la filosofía, al menos en la línea hegeliano-marxista que terminaría por dominar la escena pública, se esforzaba por convertir las ideas en mitos capaces de encandilar a las masas, y la ciencia, al igual que la industria y el mercado vinculados a ella, se apartaba cada vez más de la experiencia humana personal, la novela fue dejando atrás el mundo del mito en el cual hundía sus raíces para concentrarse en la realidad presente, o lo que viene a ser igual, en el problema personal y cotidiano de la existencia humana. Identificar lo moderno sólo con la ideología y la ciencia constituye, por eso, una arbitrariedad y, además, un olvido de lo que Europa debe a don Quijote, a Tristram Shandy o a Madame Bovary. ¿Acaso no nos enseñaron estas y otras figuras novelescas una forma de comprender la vida, de sentir y relacionarnos?, ¿y no ha acreditado la novela, pese a las innumerables necrológicas a su costa, el vigor suficiente para cuestionar cada vez que ha hecho falta la voluntad de quienes se esfuerzan por imponer una concepción monolítica de la verdad, que es aquello contra lo que viene luchando Europa desde hace siglos?
Innegablemente, la novela tiene su propia e irrenunciable misión. Pensar que simplemente gravita alrededor de las ideas filosóficas, estéticas y morales de la sociedad es privarla de toda sustancia. Eso quizás sea lo que hacen los novelistas mediocres, que suelen ser, inevitablemente, la mayoría, aunque no, desde luego, aquellos a los que el arte de la novela debe su perfección, desde Rabelais o Cervantes a Joyce o Kafka pasando por Balzac, Tolstoi o Proust. Las novelas de estos autores señeros se caracterizan todas por examinar la existencia con la pretensión de volverla inteligible. No hay nada abstracto en ellas, su cometido es observar y comprender lo real tal y como se nos ofrece en la vida cotidiana, aunque aprovechando los recursos de la ficción. Se trata, en suma, y como decía Hermann Broch, de «descubrir lo que únicamente una novela puede descubrir». Se explica así la ambigüedad de sus hallazgos, la imposibilidad de convertirlos en una verdad ciclópea, como aparentemente desean todos aquellos que identifican la sabiduría con una especie de comodín universal gracias al cual decantar a su favor todas las apuestas. Al concluir la lectura de Madame Bovary, no sabemos qué piensa Flaubert acerca de la protagonista. ¿Es una mujer caprichosa o una mujer incapaz de resignarse a vivir la existencia gris que le ha tocado en suerte? El autor no lo dice. Tampoco está claro si Cervantes considera a don Quijote un lunático idealista o un hombre bueno extraviado en el laberinto de los sueños. Pero nada de esto es muy importante. A fin de cuentas, los novelistas no ofrecen sus personajes a la consideración pública para que el lector los emule o los juzgue, sino para que los comprenda. Verdad que los espíritus pragmáticos y la gente de convicciones morales rotundas se soliviantan con tal indefinición, pero no hay que llevarse a engaño: el espacio de la novela es el espacio donde nadie es el poseedor de la verdad, pues todos en ese espacio tienen derecho a ser comprendidos.
EL HUMOR
Esa voluntad de comprensión de la vida característica de la novela moderna se sostiene en los dos factores que diferencian a la civilización occidental de otras civilizaciones: el amor y el humor, idealización y transgresión. Gracias al amor hemos aprendido a salir del yo y ver al otro como tal otro. Gracias al humor hemos evitado que el yo —y esto significa también el otro— se convierta en algo rígido, una de esas identidades monolíticas cuya defensa a ultranza conduce al fanatismo. La novela cuenta desde su origen con ambas potencias, se nutre de ellas. Por eso, al rememorar su nacimiento, Kundera cita un proverbio judío en el que se habla de la limitación del hombre y la risa de Dios: «El hombre piensa, Dios ríe». Rabelais, dice, comenzó la primera novela moderna, Gargantúa y Pantagruel, el día que escuchó la risa de Dios. ¿La risa de Dios?, ¿acaso Dios ríe?, ¿de qué iba a reírse Dios? Kundera cree que sí, que Dios ríe, y que se ríe del hombre, y ello por tres motivos: porque, a pesar de ser un ser que piensa, siempre se le escapa la verdad; porque, aunque cree saber qué es, nunca es lo que supone ser; y, finalmente, porque la visión de las cosas que cada cual tiene se aparta inevitablemente de la de los demás, lo que significa que el hombre vive en una suerte de torre de Babel donde no hay forma de que llegue a reinar nunca el acuerdo. La risa divina que se burla de lo humano o, más precisamente, el eco de esa risa fue lo que los primeros novelistas intentaron captar en el alba de la modernidad, un momento de la historia en el que todavía se consideraba irreverente creer que Dios ríe o que el hombre fracasa cuando piensa.
Los antiguos conocían la risa, la sátira, la burla, la comedia, pero no el humor. Éste es un invento moderno, ligado íntimamente a la novela. La comedia antigua explotó diversos aspectos de lo cómico, pero no el humor, que se caracteriza, como escribió Octavio Paz, por «convertir en ambiguo todo lo que toca». Se trata, por eso, de una actitud, un modo de afrontar la realidad que cuenta con la posibilidad de que ésta sea de otra forma a como la pensamos, de que uno mismo sea también de otra forma. El humor nos hace descubrir súbitamente que la realidad no es tan consistente como parece. Ideas, personas y cosas pierden su significado aparente si dejamos de mirarlas «seriamente». El efecto inmediato de la ambigüedad deliberada propia del humor es la suspensión del juicio moral, una suerte de escepticismo sutil que es la característica común a las novelas señeras de la tradición. Queda claro entonces que la novela de verdad no se escribe para defender ciertos valores. Su objetivo es comprender, no juzgar. Dentro del horizonte imaginario de la acción no hace falta señalar si los personajes se conducen de acuerdo con los principios éticos comúnmente aceptados por la opinión pública. «Suspender el juicio moral no es lo inmoral de la novela, es su moral», escribe Kundera. La creación de ese espacio imaginario no sometido a unos principios previos es lo que permite el experimento narrativo de contemplar la vida evolucionando en libertad. Que ese experimento realizado sin interrupción desde que Rabelais firmó Gargantúa y Pantagruel ha tenido efectos positivos en la existencia de los europeos es obvio para cualquiera que esté familiarizado con su historia. ¿Acaso sabríamos qué significa ser individuo si no hubiera sido gracias a ello?, ¿qué mejor para entender la libertad que el afán por dar cabida y sentido a los actos de todo tipo de personas?
Ser novelista no es simplemente practicar un género literario, es una actitud, una posición frente la existencia que excluye toda identificación con una ideología, una moral, una religión. Por supuesto, el escritor tiene su concepción de las cosas, pero si no escapa de ella cuando escribe es muy difícil que pueda hacer una buena novela. Pensemos, por ejemplo, en todos esos autores que hicieron literatura comprometida tras contraer la enfermedad totalitaria: ¿qué ha quedado de ellos? Para Kundera esa no-identificación característica de la actitud del novelista no tiene nada que ver con la indiferencia, la evasión o la pasividad, sino que es una suerte de resistencia, de desafío burlón, de rebeldía. Lamentablemente, frente a una tradición de novelistas que sonríen y dudan tenemos otra de predicadores y moralistas que fruncen el ceño y amenazan. Aquí cabe encontrar desde clérigos fanáticos a ideólogos furibundos, un catálogo de gente convencida de que la literatura sólo es legítima si sirve a la moral, su moral. Todos ellos supeditan los derechos de la ficción a sus ideas, sean las ideas reveladas del hombre religioso o las del idealista que no cree que el individuo esté en condiciones de descubrir por sí solo las leyes que deben gobernar su voluntad. El arte resulta en este contexto muy difícil, pues quienes crean desde sí mismos, en el sentido moderno de la palabra, tarde o temprano terminan cuestionando los valores vigentes, algo que resulta para ellos igual de peligroso tanto si detrás de esos valores indiscutibles está Dios como si está el bien monopolizado, por ejemplo, por los apuntadores de la revolución, los adalides del progreso o los voceros de cualquier minoría más o menos oprimida.
LOS DERECHOS DE LA FICCIÓN
El olvido de los derechos de la ficción no sólo representa una amenaza directa contra la novela (y el resto de las artes), sino también contra algunos de los logros de la modernidad que la hizo posible. Dicha amenaza acrece cuanto mayor es el poder de sus enemigos. Estos son, según Kundera, principalmente tres: la pérdida del sentido del humor; la necedad ligada a la información, el especialísimo y el imperio de las ideas preconcebidas; y el kitsch, es decir, la complacencia en el engaño embellecedor, el gusto por lo falso.
Si hasta el siglo xx Europa fue el espacio donde el individuo era posible porque lo eran también el humor, la ironía y la autenticidad, desde entonces todo esto se ha vuelto problemático y difícil. Un ejemplo revelador es la desconcertante reacción de los europeos frente a la fatua de Jomeini contra Salman Rushdie por Los versos satánicos. Kundera observa que lo significativo de aquel lamentable episodio no fue que la novela fuera tratada por el padre de la República Islámica de Irán como un manifiesto, sino que lo hicieran los europeos. Aunque todo el mundo sabía que el imán no era la persona adecuada para penetrar en el verdadero significado de una novela, no se cuestionó su interpretación, sino únicamente su veredicto. Pocos advirtieron que la ausencia de sentido del humor, algo perfectamente congruente con la seriedad de la fe, le incapacitaba para realizar una exégesis adecuada del texto. ¿Cómo va a comprender algo quien no distingue la realidad de la ficción? Pero no ha sido éste el único caso en que una novela desata la cólera de los inquisidores. Philip Roth, por ejemplo, se vio obligado a defender su derecho a fabular sin atar a sus personajes a los prejuicios de los lectores judíos que le reprochaban la irreverencia con que abordaba la fe de sus antepasados, y Kundera —luego hablaré con detalle del asunto— lleva años sufriendo como una minoría oprimida las críticas de los cazadores de brujas del feminismo que le reprochan ser un misógino o tratar despectivamente a los personajes femeninos en sus novelas. Roth y Kundera son sólo dos nombres en una larga lista de escritores denunciados por la policía ideológica, un ejército de mamporreros morales que, amparándose en la difusa opinión pública, no dudan en linchar a cualquiera que no se arrodille ante sus principios. Y ellos dos no son los únicos, hay más en su punto de mira, aunque no muchos más, pues en esas listas de autores a los que se trata de neutralizar por razones extraliterarias rara vez figuran autores mediocres. Se ve que el verdadero aborrecimiento lo produce la excelencia.
Carencia de sentido del humor y necedad suelen ser fenómenos paralelos, especialmente en el mundo moderno, donde la necedad no es simplemente ignorancia, un defecto más o menos subsanable, sino algo relacionado, como dijimos, con la información, el especialismo y el imperio de las ideas preconcebidas. Recuérdense los imprescindibles análisis de Ortega en La rebelión de las masas o aquella famosa frase de un personaje de Musil en El hombre sin atributos: «Las máquinas son cada vez más complejas; los cerebros cada vez más simples». Flaubert, a quien suele remitir Kundera como autoridad suprema en la necedad moderna, estaba seguro de que la confianza ilustrada en el poder del progreso para acabar con ella carece de toda justificación. La necedad no mengua con el progreso, progresa con él. Basta con observar de qué manera han prosperado la charlatanería, la cortedad de miras y la imbecilidad ideológica en el último siglo. Un gremio al completo, el de los intelectuales comprometidos, puede ser considerado el perfecto ejemplo de necedad derivada no de la falta de inteligencia o información, sino de la ofuscación mental que impide contrastar las propias ideas con la realidad. Sus descendientes, creadores del «populismo intelectual» responsable de la pandemia psiquiátrica que padecemos desde hace lustros, aún creen que el saber es un estado de gracia que autoriza a quien lo padece a dirigir los destinos del mundo. A lo anterior hay que añadir que la necedad sigue nutriéndose, como hizo siempre, de aquello que parece justificarlo todo: la búsqueda denodada del bien, el santo grial de la demagogia lírica de todos los tiempos. Rememoremos, por ejemplo, a Monsieur Bovary, quien, animado por su amigo el farmacéutico, decide operar al patizambo Hipólito, una intervención que sobrepasa sus competencias médicas y termina con la amputación de la pierna del muchacho. Por hacer un bien, ha hecho un mal mayor. Esto sucede a menudo. El necio confunde las buenas ideas, los buenos sentimientos, los buenos deseos, con el buen juicio. Bouvard y Pecuchet, la novela póstuma de Flaubert, desarrolla esta idea hasta extremos desternillantes. Pero ni mucho menos fue el primero en hacerlo. Recuérdese el episodio de la liberación de los galeotes del Quijote. En cuanto los recién liberados se vieron sin cadenas, le dieron una paliza a su bienhechor. El siglo xx ha proporcionado montones de ejemplos parecidos, aunque por desgracia la mayor parte de ellos en la propia realidad. Los crímenes de los ideócratas soviéticos en nombre de la revolución son el ejemplo clásico. Decenas de millones de personas sacrificadas por una idea. Asombrosamente, y esto prueba lo necia que puede llegar a ser la necedad, todavía hay quien mira hacia otro lado y, convencido de su perfección moral, prefiere ignorar que sus ideas sirvieron un día para aplastar a pueblos enteros.
El predominio de lo sentimental sobre el buen juicio guarda relación asimismo con otro de los enemigos de la modernidad: el kitsch. La creencia de que el corazón está más capacitado para juzgar éticamente las acciones humanas que la razón nos ha llevado, según Kundera, a una situación catastrófica. La inteligencia emocional, que es más emocional que inteligencia, trata de imponer, y de hecho da la impresión de haber impuesto, un terrorismo del corazón que amenaza cualquier pretensión de considerar los asuntos desapasionadamente. Los hechos cuentan menos que las pasiones que suscitan y, como éstas son heterogéneas, la sociedad se ve abocada a una creciente confusión en la que el valor supremo es la propia emoción, la subjetividad en estado puro. El problema es que si hay algo en el mundo realmente susceptible de falsificación son los sentimientos, un fenómeno que la tradición centroeuropea designa con la palabra kitsch. Detrás de ella no sólo está el mal gusto o la sensiblería, sino algo bastante peor, pues el gran problema del kitsch, como muy bien ve Kundera, es que reduce a nada las obras de arte, volviéndolas insignificantes, desactivándolas. Si al juzgarlas se impone el lugar común sentimental, todo eso que se identifica, por ejemplo, con lo políticamente correcto, desaparece lo artístico de la obra de arte. El lector, el espectador, el público, sólo está dispuesto a contemplar lo que le emociona o le satisface moralmente. Más allá no está dispuesto a ir, aunque en ese más allá es donde opera, por definición, la obra de arte. ¿Quién puede reconocer y apreciar las buenas novelas, novelas de verdad, en un contexto como éste?
KUNDERA EN LA PICOTA
En toda sociedad rigen ciertos valores sobre los que descansa su moral. Esos valores son considerados fundamentales para su estabilidad. La tendencia es protegerlos al precio que sea. En Europa, con la crisis de la fe cristiana y el renacimiento de la filosofía en el siglo xvi, la relación con los valores cambió radicalmente. Igual que ocurrió en la antigua Grecia cuando aparecieron los primeros filósofos, se tendió a cuestionarlos en vez de aferrarse a ellos. El pasado, que había sido considerado hasta ese momento fuente de toda ejemplaridad, perdió su prestigio a favor de lo nuevo. La confianza en el progreso hizo que se tolerara cada vez más la duda y, hasta cierto punto, pues nada de lo que estamos diciendo aconteció sin conflicto, la transgresión. El arte y la literatura, en cuanto actividades imaginativas, se beneficiaron de ello y disfrutaron de una libertad creciente. Esto no significa que no estuvieran en el punto de mira de los celosos guardianes de lo establecido. Siempre ha sido así. También actualmente. Que los valores hegemónicos sean los de las masas y no los del clero o la burguesía acomodada no cambia nada. Beatería y fanatismo son la sombra de cualquier moral. Para comprobarlo basta con observar la virulencia con que hoy se ejerce la censura, especialmente la censura retrospectiva. Aunque ya nadie se escandaliza con los adulterios de madame Bovary, ponemos el grito en el cielo cuando leemos los comentarios misóginos de Baudelaire o misóginos, racistas y elitistas de Nietzsche. Incapaces de aceptar que los hombres son hijos de su tiempo, algunos pretenden prohibir sus obras, como si no fueran la escalera que nos ha ayudado a subir a donde estamos. Se ve que además del sentido histórico hemos perdido el sentido del humor, la capacidad para tomar distancia de nuestras creencias. El humor, que siempre fue el mejor antídoto contra la intolerancia, parece estar desapareciendo a la vez que prolifera una sospechosa hiperestesia moral, eso que hace que alguien como Jomeini, un monstruo capaz de enviar una legión de niños a las fronteras minadas del país enemigo para que las desactiven con sus cuerpos, condene a muerte a un escritor que se ha referido a Mahoma en términos inapropiados para su delicada sensibilidad de clérigo oscurantista, o que docenas de actores alienados por la corrección política declinen la invitación a participar en las películas de Woody Allen porque una mujer despechada vertió sobre él feroces y jamás probadas acusaciones acerca de su conducta sexual.
En un mundo sin humor, en el que cualquier transgresión es considerada un sacrilegio, la novela tiene muchas dificultades para existir. Si el esfuerzo por penetrar en las zonas oscuras de la conciencia de los personajes, aquellas donde no penetra la moral social, es castigado con la crítica o la censura: ¿de qué va a ocuparse el novelista?, ¿qué clase de relación con la realidad y la vida humana tendría una literatura que omitiese cualquier referencia a las cosas que disgustan a la opinión pública?, ¿y a donde iría a parar el poder crítico de la novela si no se cuestionara también los valores en que ella descansa? La obligación de permanecer donde quiere la moral convertiría la literatura en algo inane. Cuando se critica a un escritor por salirse del cauce por donde circula la sociedad a la que pertenece se está incurriendo en un peligroso malentendido. El novelista que tiene algo que decir intenta siempre hacer visible aquello que solemos mantener oculto. Si se le exige que sólo escriba sobre lo que podemos aceptar socialmente es como si le pedimos al médico que explore al enfermo sólo mientras no tropiece con ninguna enfermedad. Recuérdese que el espacio de la novela es el de la ficción y que por equivocadas que sean las ideas u opiniones deslizadas en ellas jamás son fatales. Donde sí son fatales es en la realidad. Por eso produce auténtica consternación la seriedad con que a veces se critica una simple frase defendida por un personaje de ficción y la ligereza con que luego se disculpan horrores atroces cometidos por verdaderos verdugos (pensemos, por ejemplo, en esos críticos estilo Sartre que no veían nada reprochable en el terror estalinista y, en cambio, no dudaban en pedir la cabeza del escritor que se atrevía a reflejarlo en una novela).
Kundera lleva años siendo víctima de una persecución de esta naturaleza. Se le acusa de considerar a las mujeres como objetos. Aunque se trata de una calumnia infundada (que en sus novelas haya personajes misóginos no lo convierte a él en misógino, igual que no lo llamaríamos bueno por haber concebido sólo a personajes buenos), al final parece que ha acabado pasando aquello que anuncia el refrán indio: «si un necio arroja una piedra a un pozo, ni tres sabios juntos conseguirán sacarla». De repente, un literato con una carrera irreprochable se convierte en lo que alguien ha llamado atinadamente «culpable por acusación». Lo curioso es que esto simplemente se da por descontado, como si se tratara de un axioma matemático. Evocaré, como ejemplo, un artículo muy citado de Jonathan Coe: «How important is Milan Kundera today?» (The Guardian, 22/V/2015). El escritor checo acababa de publicar, tras un largo período de silencio, La fiesta de la insignificancia y la reacción del público había sido más bien tibia. Coe parece saber el motivo. Lo sabe tan bien que no más comenzar su relato formula una pregunta que arrancaría las carcajadas de Kafka: ¿habrá quedado fatalmente dañada la reputación de Kundera a causa de su incorrecta «descripción de las mujeres»?
Para un amante de la literatura resulta desconcertante que se cuestione la importancia de un autor a causa de su descripción de las mujeres. ¿Cómo deberían ser descritas las mujeres?, ¿existe un canon, una versión oficial, una norma de obligado cumplimiento que pone al infractor fuera de la ley?, ¿y quién es el juez que decide si las mujeres han sido descritas como dios manda? Por otra parte, y suponiendo que Kundera haya descrito a las mujeres y no a algunas mujeres, ¿en qué afecta esa descripción, salvo que sea una descripción literariamente fallida, al valor estético de su producción?, ¿acaso una novela no crea un mundo que funciona con reglas propias? Pero incluso en el caso de que los críticos más biliosos estuvieran en lo cierto y Kundera fuera, en efecto, un misógino furibundo que escribe novelas: ¿limitaría realmente eso sus logros como escritor?
Coe cree que sí, aunque para justificarlo no presenta ningún argumento, sino que se limita a alegar unas cuantas frases sueltas de la primera página de La fiesta de la insignificancia (un hombre camina por París mientras reflexiona acerca de los ombligos de las mujeres jóvenes que pasan a su lado) y otras expurgadas antes por una conocida activista feminista, Joan Smith. Ésta sentenció en su libro Misogynies que «la hostilidad es el factor común en todos los escritos de Kundera acerca de las mujeres» y, como las afirmaciones hechas en gracia feminista gozan del privilegio de la infalibilidad, cuestionarlo sería como colocarse deliberadamente del lado del error. Coe, de todos modos, no puede negar que en las obras de Kundera hay personajes femeninos «tan bien desarrollados como sus hombres». Esta observación no le impide seguir afirmando que es un misógino, un androcentrista. De hecho, cuando descubre que La fiesta de la insignificancia se abre con un tipo que hace comentarios sobre los ombligos de las chicas, no sigue leyendo. ¿Para qué? Es obvio que quien habla es Kundera. ¿Quién si no? Sin embargo, si se hubiera tomado la molestia de avanzar habría visto que la obsesión del personaje por los ombligos no tiene nada que ver con las injusticias que deploran con razón las feministas (y todos los que sin serlo deploran las injusticias), sino con un acontecimiento que marcó su infancia, pues la madre lo abandonó, aunque antes de despedirse de él lo besó en el ombligo. En fin, y como dijo Freud, a veces un puro es sólo un puro.
Sacar de contexto unas frases de una novela como si fueran versículos de la Biblia, o sea, palabra de dios, y responsabilizar de ellas al autor, quien por lo visto sólo puede decir en todo momento la verdad sobre lo que cree, es ignorar lo más elemental: que una novela es una obra de ficción y que el autor no expresa en ella sus ideas, sino las ideas de sus personajes, los cuales pueden pensar lo que les venga en gana, incluidas también las cosas más abominables. Cuando un personaje de Kundera dice que «las mujeres no buscan hombres hermosos, sino hombres que han tenido mujeres hermosas, y que, por eso, tener una amante fea es un error fatal», quien habla no es el escritor. Puede que él mismo apruebe eso que ha escrito, pero el crítico no puede dar a esas palabras un valor confesional por la sencilla razón de que se trata de una novela, una obra de ficción.
Sólo quien tiene una manera muy simple de ver la realidad puede creer que la realidad sea algo simple. Eso es lo que les ocurre a los moralistas que degradan las novelas al leerlas como si fueran manifiestos o documentos. A ellos quizá les parezca justificado ese modo de proceder —la forma de proceder de Jomeini y los rabinos de Roth, de Hitler o el Comité Central del Partido Comunista, del Santo Oficio o los mamporreros del feminismo—, pero como crítica literaria no vale nada. Considerado moralmente todo el arte es censurable. La afición de Picasso y de Goya a los toros repugna a los animalistas, el vanguardismo de Stravinsky hizo que en Rusia se le tuviera por un ideólogo de la burguesía imperialista, Otto Dix tuvo que huir de Alemania acusado de ser un artista degenerado, el modo que tiene Kundera de hablar de algunas mujeres lo han convertido, a ojos de sus detractores, en un peligroso machista. Por la misma regla de tres podríamos censurar a Cervantes porque fue un funcionario corrupto incapaz de cuadrar sus cuentas, o condenar a sor Juana Inés de la Cruz porque se aprovechó del tráfico de influencias para beneficiar al convento en el que vivía. Exigir a los personajes de las novelas sentimientos y actitudes adecuadas según la moral vigente es una forma de despotismo aberrante. Se trata de un problema serio, agudizado hoy gracias a la existencia de esos nuevos púlpitos que son las redes sociales, un problema que explica por qué Kundera piensa que Europa está perdiendo su esencia, la cual, no se olvide, no tiene sólo que ver con el amor (la solidaridad, la justicia social, la igualdad), sino con el humor, pues el amor sin humor es como un día sin noche.
Fuente:https://cuadernoshispanoamericanos.com/milan-kundera-y-el-humor/
Fuente de la imagen: https://www.primicias.ec/noticias/cultura/milan-kundera-gana-premio-kafka/
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