Juan Soto Ivars: «La norma de la izquierda cultural es puño de hierro y mandíbula de cristal»

Publicado: 26 abril 2021 a las 8:00 am

Categorías: Artículos

Por Jesús Fernández Úbeda

Hay tabúes que cohesionan y otros que dividen y, tal y como cuenta Juan Soto Ivars a Zenda, “ahora estamos en una sociedad polarizada ideológicamente, multicultural e interseccional” y, por tanto, “cada vez son más los tabúes concretos de las tribus”.

Fotos: Jeosm, Juan Soto Ivars
Juan Soto Ivars: «La norma de la izquierda cultural es puño de hierro y mandíbula de cristal»

 

El primer tipo que adaptó a un idioma occidental el término “tabú” —tapu en Fiji, tabu en Tonga y kapu en Hawái— fue James Cook. En una anotación de su diario del día 15 de julio de 1777, el marino y explorador inglés escribió: “Cuando la cena llegó a la mesa, ninguno de mis invitados quiso sentarse a tomar un bocado de lo que había allí. Cada uno era ‘tabú’, una palabra fácil de entender, que en general significa ‘prohibido’”. Posteriormente, Wilhelm Wundt ofreció una definición más precisa e interesante. El etnólogo alemán afirmó que es tabú una persona, lugar, objeto o acto “en el que santidad e impureza no están todavía diferenciados”. Hay tabúes que cohesionan y otros que dividen y, tal y como cuenta Juan Soto Ivars (Águilas, 1985) a Zenda, “ahora estamos en una sociedad polarizada ideológicamente, multicultural e interseccional” y, por tanto, “cada vez son más los tabúes concretos de las tribus”.

 

Escritor, columnista en El Confidencial El Periódico y colaborador en varios programas de radio y televisión, acaba de publicar La casa del ahorcado (Debate, 2021), un ensayo solidísimo, cargado de datos, historia, crítica y humor en el que alerta sobre los identitarismos contemporáneos, esas tribus integristas que anhelan dominar la comunidad y que podrían venir “a castigarnos como a niños que juegan a decir palabrotas en una estación de tren abandonada”. “Es la mayor —continúa el autor— amenaza contra la sociedad abierta que se ha visto en las últimas décadas”.

Con la excusa del lanzamiento de La casa del ahorcado, conversamos con Soto Ivars en la Plaza de las Comendadoras:

—Señor Soto Ivars, ¿en qué se parecen Juan Calvino y Cristina Fallarás?

—(Risas) ¡Qué cabrón! ¿Esa es la primera pregunta? Ay, Señor… Mira, te la contesto: se parecen en que son dos herejes que se sienten oprimidos en el sitio donde están y que, cuando alcanzan el poder, son más inquisidores que los que les perseguían.

—¿“Puritanismo” e “izquierda” se han convertido en términos análogos?

 

“El puritanismo victoriano y el puritanismo de la izquierda cultural ven la cultura como un lugar peligroso”

 

—La izquierda está aprendiendo demasiado de la izquierda anglosajona. En los países anglosajones, el puritanismo de la sociedad victoriana se ha vuelto laico y se ha desplazado hacia los movimientos de emancipación de las minorías. El puritanismo victoriano y el puritanismo de la izquierda cultural ven la cultura como un lugar peligroso, lleno de amenazas para el alma, para las buenas personas… Entonces, quieren controlar la cultura para salvarnos. Por eso a esta izquierda se le llama puritana con mucha razón: tiene una desconfianza atroz hacia la libertad, la entiende como opresiva para las minorías, y tiene también una defensa sistemática contra la cultura, que la ve como la expresión de una sociedad llena de desigualdad. Entiende la libertad en términos negativos.

—Krahe cantaba que “todo es vanidad, / y yo, en decúbito supino”. Hoy por hoy, ¿todo es identidad?

—Cuando en una sociedad se rompe la religio, que es lo que une las cuentas del collar… En Occidente, la religio no era la bandera, ni el país ni la religión: era la idea de que los hijos viven mejor que los padres. Eso nos mantenía funcionando. Cuando eso se rompe, la identidad se vuelve lo más importante porque la gente se tiene que refugiar en algún sitio. Entonces nacen todas estas identidades fracturadoras de “yo soy mujer”, “pues yo soy mujer negra”, “pues yo soy mujer negra lesbiana”, “pues yo soy mujer negra, lesbiana y paralítica”. Y empieza la olimpiada de la opresión, en la que cuantos más puntos tengas en la jodienda identitaria, mejor te va a tratar la sociedad. No es sólo que todo se haya vuelto hacia la identidad: es que hay premios a según qué identidades. Y hay identidades que no tienen ningún premio. Por ejemplo, hasta que llegó Donald Trump, la basura blanca era una identidad sin orgullo.

—Los rednecks.

—Los rednecks, los white trash… tienen mil nombres. Hombres, blancos, pobres, que eran sistemáticamente insultados en la televisión, mientras no se podía decir nada de un gay o de un negro. ¿Por qué? Porque las identidades no se miden en función de la clase social. Eso solucionaría mucho las cosas: que la clase social primara. El discurso interseccional lo que te dice es que da igual el dinero que tú tengas, porque hay identidades que priman sobre eso. Entonces, te pueden decir que Amanda Gorman, que es una chica que a los 22 años está leyendo en la puta toma de posesión de Joe Biden, para todo el mundo, con 22 años, una poeta, por ser negra, se puede sentir ofendida. ¡Ah, no me jodas! ¿Y el poeta de 40 años que va al Búho Real, al que le pagan 20 euros por recital y que lleva toda la vida comiéndose los mocos y que tiene que trabajar, yo qué sé, de teleoperador, como es un hombre blanco, es menos oprimido que Amanda Gorman? Y luego ya, cuando llega el tema de las traducciones, es una ida de olla. O sea, ¿que un traductor catalán no puede traducir a esta chica de 22 años porque no va a entender su experiencia racial? ¡Pero si es una occidental! ¡Si vive en un país más desarrollado que España! ¡A lo mejor nosotros somos más oprimidos que los estadounidenses, aunque sean negros! Nuestro PIB es una puta mierda. Pero no, en este discurso de las identidades, la clase social no importa. Por eso se permiten decir tonterías como que están votando a la derecha y a la ultraderecha los barrios ricos. Que no es mentira, pero no sólo. Porque, para un pobre, muchas veces es más importante ser español que ser pobre. “Como no tengo nada, como no me dan créditos, lo que me queda es eso”. Y eso es lo mismo que le pasa a una chica de 16 años que es una feminista radical: “Como el paro juvenil es tan salvaje, entre las mujeres nos cuidamos”. Entonces, la gente se refugia en esas identidades, que se van convirtiendo en sectas.

—Volviendo a los versos de Krahe: si éste se hallaba en decúbito supino, usted, ¿en qué postura se encuentra?

 

“Me parece vergonzoso que me consideren un privilegiado por unos parámetros que cumple gente que está en la puta mierda”

 

—(Piensa) Más o menos en… una huida tensa. A mí, en la lotería, me han tocado las identidades más privilegiadas, se supone, y es muy incómodo tener unas identidades tan privilegiadas como hombre blanco y heterosexual cuando muchos hombres blancos heterosexuales que yo conozco están en la puta mierda. Creo que mi identidad es bastante incómoda por eso. O sea, yo no considero que esa sea mi identidad, pero es la que me achacan. Siempre llega el gilipollas que, por ejemplo, estás criticando lo que ha dicho Irene Montero, y te dice: “Como eres un hombre blanco cis, ¿tú qué vas a saber?”. Es verdad que yo me siento un Ferrari como hombre blanco cis, porque yo, en mi pueblo, conozco a un montón que trabaja en los invernaderos. O no trabajan. Conozco a hombres blancos cis que están en la cola de Cáritas y tienen una hija. Y que votan a Vox. ¿Somos igual de privilegiados? ¿Por qué me atacas con esas palabras? Di que soy columnista de El Confidencial, lo que sea. Me parece vergonzoso que me consideren un privilegiado por unos parámetros que cumple gente que está en la puta mierda. Y que cuando esa gente que está en la puta mierda vota a Vox o a la extrema derecha, porque está hasta la polla de que le digan que es un privilegiado, encima le traten como a una especie de traidor: “Eres pobre, tendrías que haber votado a la izquierda”. ¡Pero si no paras de decir que soy un privilegiado blanco hetero! ¿En qué quedamos? La norma de la izquierda cultural es puño de hierro y mandíbula de cristal. Eso se cumple siempre. O sea, te dan unas hostias como panes, pero a la mínima que les toques, ¡oh!

—Su libro arranca con una cita del Quijote: “¿Dónde hallastes vos ser bueno el nombrar la soga en casa del ahorcado?”. Cuatro siglos y pico después, la pregunta sería: “¿Y dónde no?”.

—Eso es. Esa es la puta pregunta.

—¿El mundo se ha convertido en un patíbulo?

 

“Hay un ejército de chivatos que cualquier cosa que pueda resultar ofensiva para alguien, se la lleva”

 

—No. El mundo está demasiado hipercomunicado. Se hablaba de la globalización como lo mejor del mundo. “¡El conocimiento va a llegar a la última africana, todo el mundo tendrá cultura gratis en Las Hurdes, van a salir intelectuales de debajo de las piedras en Albacete!”. Claro, es el discurso tecnoutopista. ¿Qué se ha visto? Que no pasa eso. Que lo que más se globaliza es la ofensa. Si Charlie Hebdo hace una caricatura en Francia, que es un país laico, se le rebotan en Irán y en Pakistán, y los propios musulmanes que viven en Francia acaban matando a los de la revista. ¿Dónde están las paredes de la casa del ahorcado? Ya no están. Esto pasa también con las víctimas del terrorismo. El típico chiste que hacías en el instituto de Irene Villa, luego lo hacías para tus 200 seguidores en Twitter, y, de pronto, ese chiste acababa en la AVT por algún imbécil. Eso pasa continuamente. Hay un ejército de chivatos que cualquier cosa que pueda resultar ofensiva para alguien, se la lleva. Es el cotilleo lo que hace que la soga se mencione todo el rato en la casa del ahorcado. Lo de Charlie Hebdo, estoy seguro, llegó a donde no tenía que llegar por las malas lenguas. No era tan viral esa publicación. La hizo viral la prensa. La cultura de la ofensa empieza por la prensa.

—Raro es no leer en algún periódico digital titulares del estilo “El tremendo tuit de…”, “El zasca”, palabro asqueroso, por cierto, “de Fulano a…”.

—Todo empieza con alguien que dice alguna barbaridad y, acto seguido, la prensa dice: “¡Mirad lo que ha dicho este!”.

—Wundt señaló que es tabú una persona, lugar, objeto o acto “en el que santidad e impureza no están todavía diferenciados”. Esta definición, en los días en los que se considera impuros hasta los Conguitos, ¿es un yogur caducado?

—No. Wundt es un etnógrafo de los primeros y sus nociones están muy discutidas por la Antropología actual. Me parece muy interesante eso que él dice. Piensa, por ejemplo, que el sexo, por excelencia, es esa cosa en la que la santidad y la impureza no están diferenciadas. Para un católico, el sexo da la vida, pero es fuente de pecado. Vamos a hablar de los Conguitos: en realidad, la impureza y la santidad no están diferenciadas. El conguito representa en el dibujo a un negro, y el negro es santo en la corrección política. Entonces, la mirada impura del conguito sobre el negro es lo que hace que surja el tabú. En la caricatura del negro, la santidad y la impureza se confunden. “¿Por qué estás hablando en términos impuros de una figura sagrada, como es el negro en la corrección política?”. Así que fíjate qué buena y qué actual es esa definición de Wundt si la llevamos a nuestro terreno. La caricatura de Isabel Díaz Ayuso, en cambio, sí se puede hacer en ese ambiente de izquierdas.

—Porque no la ven como mujer, sino como un ser de derechas.

—Ayuso no es santa. Es impura. La ven como una mierda de persona. En cambio, si la caricatura la hacen de la tenista esta negra que rompió la raqueta…

—¿Serena Williams?

—Esa. ¿Qué pasó cuando hicieron la caricatura de Serena Williams? Que se lio la de Dios. Que tuvo que pedir perdón el dibujante. ¿Por qué? Porque es una figura santa. No puedes volver impura, en una caricatura, a una mujer negra en tiempos de corrección política. Tabú. En cambio, con una mujer blanca de derechas sí puedes. Porque no es santa.

—Va una pregunta retórica: ¿hay tabúes que civilizan y otros que barbarizan?

—Hay tabúes que unen a la sociedad en torno a unos actos comunes, y en una sociedad multicultural eso cada vez pasa menos. Cada vez hay más taifas de ascos particulares. También pasa en una sociedad polarizada ideológicamente. Entonces, ahora estamos en una sociedad polarizada ideológicamente, multicultural e interseccional: cada vez son más los tabúes concretos de las tribus. Tú le dices a cualquier persona: “La mujer tiene vagina, el hombre tiene pene”, y te dice: “Claro”. Bueno, pues hay grupos para los que esa afirmación es tabú. El problema del tabú es cuando en vez de unir separa. Está muy bien que casi todos los españoles tengamos un asco visceral a la violencia física. Y es un tabú nuevo. Cualquiera que le pegue a un niño por la calle un tortazo genera horror. No nos gusta ya. Y está muy bien que no se pueda hacer. Une a la sociedad y la hace más pacífica. En cambio, que una persona decida que su hijo es “hije” porque no quiere imponerle su género, ahí estás viendo un tabú muy particular. O con los veganos. Entonces, como el resto de la sociedad no admite su tabú, esa tribu se vuelve intolerante hacia el resto. Y si esto pasara sólo con los veganos y la gente carnívora, bueno, pero es que está pasando en torno a muchos ejes: nacionales, religiosos, identitarios, de alimentación… de lo que quieras.

—Afirma que un tabú contemporáneo es ese que “nos ha puesto a vivir de espaldas a la muerte, a la enfermedad y a la vejez”. Me estoy acordando de que, al principio del confinamiento duro, algunos telediarios parecían ediciones del Club Disney: que si un tío enseña a bailar en YouTube, que si las familias juegan con sus niños a superhéroes… Mostrar la muerte estaba prohibido. Menuda se lió cuando El Mundo publicó las fotos del Palacio de Hielo de Madrid: que si “sensacionalistas”, que si “pornógrafos”…

 

“La muerte es un tabú tan fuerte que el viejo también es tabú porque está demasiado cerca de ella”

 

—Yo creo que ese es un tabú netamente de la sociedad de consumo. El lema que tiene la sociedad de consumo es: “No se acaba nunca nada”. Just do itImpossible is nothing. Entonces, tienes que ser joven hasta los 70, y si dejas de comportarte como un joven a los 40, ya eres un pollavieja. Y nos da terror la vejez no sólo porque está en concomitancia con la muerte, sino porque ya no sólo la muerte es tabú: la muerte es un tabú tan fuerte que el viejo también es tabú porque está demasiado cerca de ella. Entonces, al anciano se le encierra en una residencia, que es un lugar tabú también, al que nadie entra. Se ha visto muy bien con el virus. Ahí nos encontramos con un tabú que es muy compartido y es muy negativo: el rechazo a mirar de frente la muerte y, por extensión, la vejez, porque nos dice que estamos viviendo en una sociedad que idolatra la juventud y no a los jóvenes. Los jóvenes viven en la mierda. Y eso se ve muy bien cuando la gente va cumpliendo años y tiene pavor a estar fuera de onda. Y se ve muy bien cuando en un programa como Operación Triunfo un puñado de chavalines dice que ya no van a decir “mariconez”, y media prensa dice que tenemos que aprender todos de estos jóvenes. Es una idolatría a la juventud tremenda y un temor a la vejez…

—Es una versión amable de “Los chicos del maíz”, el relato de Stephen King.

—Es El señor de las moscas. Cuando se habla de sociedad infantilizada, yo siempre me pongo en guardia. El problema es que el adulto se desresponsabiliza de la educación de los niños. Entonces, son los niños los que empiezan a educar a los adultos. Se ve muy bien en las escuelas. Ahora, ¿quién manda en las escuelas? Mandan los niños: que no se les puede corregir en rojo porque se traumatizan, que si les mandan demasiados deberes, que no sé qué…

—El ejemplo de que antes, cuando el profesor llamaba a los padres, estos se encabronaban con el crío, y ahora se la lían parda al profesor.

 

“Si el adulto, a los 40 años, no puede tener hijos, no puede tener casa, vive en la mierda, ¿cómo coño va a crecer?”

 

—Ese es un buen ejemplo: el adulto se desresponsabiliza. Lo que me molesta no son los niños sabiondos y mojigatos y una generación de chavales que dices “polla negra” y saltan “ooooh, noooo, ¡me viola esa palabra!”. El joven siempre tiene derecho a hacer el ridículo. Nosotros hemos sido gilipollas también. El problema es que los jóvenes se encuentran con adultos que se desresponsabilizan y que deciden aprender de ellos. Y eso está conectado con el tabú de la muerte y la vejez: el adulto tiene tanto miedo a ser viejo, a estar cerca de la muerte, que decide hermanarse con el joven. Es una postura muy cómoda y que está conectada también con la precariedad laboral. Es decir, si el adulto, a los 40 años, no puede tener hijos, no puede tener casa, vive en la mierda, ¿cómo coño va a crecer?

—Advierte sobre la politización de la ciencia, que “ha penetrado en el recinto de los investigadores y ha sembrado de censura algunos campos de investigación”.

—Pasa sobre todo con investigaciones que aluden a alguno de los parámetros de la izquierda interseccional. Pasa mucho con el género. Una polémica interesante es la de Hill Tabachnikov, que son dos matemáticos que se ponen a investigar la variabilidad sexual en la especie humana. Son matemáticos: dos personas que no tienen ni puta idea de lo que está bien o está mal para las feministas. No lo saben. Insisto: son dos matemáticos que están en la universidad investigando números. Y se les ocurre que eso puede ser un trabajo interesante. Entonces, hacen un paper, lo someten a revisión por pares en una revista que se llamaba The Mathematical Intelligencer, se lo acepta la revista el paper, pero se filtra y llega a una organización de mujeres matemáticas. Y el paper lo que dice es que, de promedio, las mujeres están menos interesadas en las matemáticas que los hombres. Que hay menos mujeres en matemáticas porque están menos interesadas. Estos matemáticos transgreden un tabú sin saber que hay un tabú, y eso es lo jodido de esta sociedad: que no todo el mundo tiene por qué estar al día de lo que se les ocurre que está prohibido y de lo que no. Es lo mismo que le pasa a James Damore en Google. Él no sabe que está transgrediendo un tabú. Le invitan a un debate dentro de la compañía; sus enemigos, escandalizados con el paper que ha hecho, lo filtran a la prensa y se convierte en un manifiesto machista. Lo echan de Google y la izquierda se pone a favor de la multinacional y en contra del trabajador al que han echado por participar en un debate interno.

—Suena muy bien decir “soy un hereje”, “estoy fuera del rebaño”, pero las penas que acarrea ese estatus no son suaves. El hereje, salvo que sea J. K. Rowling, está jodido.

—La cuestión es que los que atacan también son herejes, y esto va muy bien con tu primera pregunta. Utilizo a Calvino porque es un hereje. Desde París, huye hasta Ginebra porque la Inquisición lo quiere matar. ¿Qué pasa? Que ser hereje no implica que tú seas amante de la libertad. Puedes ser un ortodoxo de una ortodoxia distinta a la que te enfrentas como hereje. Eso es lo que pasa con los sunitas y los chiítas: unos son herejes para los otros. Hay que desmitificar la figura del hereje. Que te persigan no es garantía de que seas una mente libre. Te estás enfrentando a una ortodoxia, pero te puedes enfrentar a una ortodoxia desde dos puntos de vista: desde la heterodoxia, y entonces sí eres un hereje de esos molones, o desde otra ortodoxia, y ser tan cerril como la ortodoxia original.

—Desconocía el origen del concepto “políticamente correcto”.

 

“Poco a poco, la corrección política se va convirtiendo en la industria de la ofensa que es hoy”

 

—Eso es muy bonito. En la Revolución Cultural china, que es un momento mucho más violento que el que vivimos aquí, por supuesto, la gente tiene que pedir perdón por aquello que no ha hecho. Y, a veces, por aquello que no piensa, por aquello que creen que piensa. O por la formación que tú tengas. Entonces, la Revolución Cultural establece un baremo de quién está a salvo y quién no. Y ese baremo lo establecen, al final, los jóvenes guardias rojos, que son los estudiantes convertidos en policías. Entonces, la izquierda estadounidense de los 70 utiliza “políticamente correcto” de forma irónica, como para hacer la broma. En los 80, esto deja de ser una broma, y se convierte en algo parecido, sin la violencia, claro, de la Revolución Cultural: un baremo para medir qué está haciendo el país en el sentido de más/menos racista, porque, sobre todo, es con la raza y el género al principio. Poco a poco, la corrección política se va convirtiendo en la industria de la ofensa que es hoy: “Te voy a explicar por qué te tienes que ofender”. Y esas son las microagresiones. O sea, muchas tías, de pronto, dicen: “Ah, pues yo no sabía que me tenía que cabrear cuando un tío pone las piernas así, pero como lo he leído en El País, me cabrearé”. Por un lado, te dicen: “La gente no acepta que se diga maricón». ¿Qué gente? ¿Tú? Porque yo lo oigo por la calle. O “subnormal”. Todos nos llamamos “subnormal”. Pero, al mismo tiempo, añaden: “Ya no lo dice nadie, es como del pasado”. Y sacan artículos diciendo que hay que acabar con la palabra “subnormal”. Espera: o no se dice, o hay que acabar con esa palabra.

—No habría que acabar con los velocirraptores: ya no existen.

—Claro. Lo más bonito de la corrección política es que, siempre, los que dicen que la sociedad va hacia ahí, son los que ya están ahí. “A partir de ahora tenemos que llevar todos sombrero de cowboy”. ¿Por qué? “Porque lo llevamos nosotros, que somos los que más molamos. Y quien no lo lleva es un atrasao”. Ah, qué casualidad que digas eso llevando un sombrero de cowboy… Funciona así. Tienen un morro que se lo pisan.

—La derecha se ha apropiado de lo “políticamente incorrecto” con orgullo, pero, amigo, cuenta un chiste sobre la Iglesia Católica, por ejemplo. Tendrá por respuesta un “con los moros no hay cojones” como una catedral.

—O ponte a hacer uno de Amancio Ortega. O suénate con una bandera de España. Es falso que la derecha sea políticamente incorrecta. Robert Hughes lo dijo muy bien en La cultura de la queja: la izquierda es políticamente correcta, y la derecha es patrióticamente correcta. Son dos correcciones políticas distintas en las que cambian los símbolos sagrados de cada grupo, pero vamos, la derecha… La derecha se dice políticamente incorrecta porque es verdad que el ambiente de la corrección política de izquierdas, sobre todo en EEUU, y últimamente en España, es tan asfixiante y tan pesao, y hay tanto moralista, tanto curilla y tanta gente así, que oponerte a eso ya te da puntos. “Yo soy políticamente incorrecto respecto a estos”. Pero volvemos a lo que he dicho antes sobre el hereje: puedes enfrentarte a una ortodoxia y ser igual de ortodoxo. Y eso es lo que hace la derecha. Sobre todo, la derecha identitaria. En el libro, yo no ataco a la izquierda ni a la derecha: yo ataco al identitarismo, el tribalismo, y, por desgracia, tribalismo tenemos en los dos lados. En un lado tenemos un tribalismo interseccional, de “mujer negra paralítica”, y en el otro, de “españoles de bien” y “españoles de mal”.

—Y, al final, el tribalismo más fuerte es siempre el nacionalista.

 

“En una batalla de identidades, el nacionalismo va a ganar siempre”

 

—En una batalla de identidades, el nacionalismo va a ganar siempre. Eso lo tuvieron que aprender en Alemania, en los años 30, los comunistas. “Oh, ¡clase, clase!”. ¿Clase? Pues toma. No sé por qué pero, desde hace 200 años, no hay una fuerza identitaria que agrupe tanto a gente dispuesta a la agresividad. Por eso me cabrea la gente que dice que vivimos en la dictadura de la corrección política. No es una dictadura. Hay gente muy pesada y hay sitios que son pequeñas islas dictatoriales. Pero en la sociedad lo que hay es una guerra tribal donde hay correcciones políticas enfrentadas.

—Mientras, todo se desordena, se licúa, se agrieta. La Historia nos dice que, en este tipo de ecosistemas, los totalitarios chapotean.

—Hannah Arendt, que es de la que hemos aprendido cómo funciona el totalitarismo, establece una línea entre personas sin autoestima que no se quieren a sí mismas y que encuentran el autoestima en la identidad de grupo, en la masa. Esto lo dice también Ortega y Gasset. En el libro saco los diarios de Goebbels por eso. En una sociedad tan individualista como esta, en la que la gente está tan sola, donde no se te ayuda, donde los vínculos familiares están rotos, donde la comunidad no existe o se compra, donde para quedar con amigos tienes que estar en un bar pagando dinero, la gente se siente sola. Y se siente desgraciada porque tiene vidas que no le colman, no le satisfacen. Eso sí que es un caldo de cultivo perfecto para el totalitarismo. Y si no hay un totalitarismo gubernamental, hay un totalitarismo mental en el que tú, que estás tan solo, sabes qué tabúes tienes que cumplir y hacer cumplir para ser aceptado en esta masa virtual en la que estamos juntos mientras no pisamos las líneas rojas. Y ese es un totalitarismo de la mente que es muy empobrecedor para la democracia y, llegado el caso, muy peligroso.

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