Juan Bonilla: «Nada vende hoy más que la identidad»

Publicado: 28 octubre 2021 a las 10:00 am

Categorías: Arte y Cultura / Literatura

Por: ALBERTO OLMOS

Juan Bonilla lleva casi treinta años publicando libros, y eso no podía acabar bien. Y no nos referimos al premio Nacional de Narrativa que obtuvo con Totalidad sexual del cosmos (2019, Seix Barral), sino a Nadie contra nadie, Bonilla contra Bonilla, la nueva novela vieja del autor. Reescribir tu novela de debut es lo más violento que puedes hacerte, y eso da cuenta de lo aburrido que es escribir. Bonilla toma Nadie conoce a nadie y se divierte, se corrige y se niega; reverdece una inspiración que, en su momento, le dio algún susto. Los juegos de rol y la Semana Santa, año 2000. Un buen lío.

 

—Lo primero que, incluso, me fascina de tu libro es la idea misma: voy a reescribir una novela mía de hace 25 años. Esto puede llevarnos a hablar de la insatisfacción del autor con sus obras, esas reediciones corregidas, a veces demasiado, esos libros retirados de la circulación directamente; pero también tiene algo muy de nuestro tiempo: reciclar, reutilizar, juegos de recepción (yo mismo, habiendo leído la obra original, qué leo si me la reescribes…). ¿Qué te impulsó a hacer este experimento, enmienda o pirueta literaria?

 

 

“Y me dije: ¿y si escribes de nuevo Nadie conoce a nadie con lo que sabes ahora y lo que sucedió después de que se publicara?”

 

—No tener otra cosa que hacer. Vivía en León, en calidad de consorte, me habían dado un premio cuantioso gracias al cual podía dejar de hacer artículos, conferencias, traducciones. Hacía un frío que desaconsejaba los paseos. Y me dije: ¿y si escribes de nuevo Nadie conoce a nadie con lo que sabes ahora y lo que sucedió después de que se publicara? No tenía idea de si alguien había hecho alguna vez esa pirueta, supongo que sí, aunque sólo se me ocurría el caso de Nabokov, que es distinto, y convirtió Cámara oscura —escrita en ruso— en Risa en la oscuridad —escrita en inglés— después de una lamentable traducción que le llevó a escribir de nuevo su novela en otro idioma.

—¿Tenías otras referencias?

—Una vez hice un artículo sobre esos primeros libros de los que sus autores no quieren ni oír hablar —que tampoco es exactamente mi caso porque nunca he borrado de mi bibliografía Nadie conoce a nadie. Yo los coleccionaba, los buscaba por ahí sin saber bien por qué, hay un montón— aunque todo acaba saliendo: hace poco reeditaron la novela que J. P. Zúñiga trataba de esconder en todas sus solapas, se recuperaron los libros que Borges quería hacer desaparecer, ya están hasta en bolsillo los libros de los que Juan Ramón Jiménez perseguía ejemplares (hasta los robaba en las bibliotecas de sus amigos) para destruirlos, pero todos ellos son grandes nombres, así que es normal que interese incluso lo que ellos hubieran querido borrar. La cosa de fondo era esa que enuncias: la insatisfacción del que eres con el que eras —con el que Eros, por no dejar escapar el jueguito de palabras— y la posibilidad de jugar con su producción (por utilizar un término mercantil, dado que está claro que esa producción nació para satisfacer un encargo). Y hacerlo sin llegar a lo juanramoniano y enfermizo —porque Juan Ramón, con su idea de Obra, se pasó media vida escribiendo poemas y la otra media corrigiéndolos, escribió Espacio en verso y luego lo volvió prosa, tenía listas de poemas a los que tenía que meterle mano, libros enteros y distintos hechos con los mismos poemas en distinto orden, etcétera—. Sin llegar a ese mareo, poniendo por delante la noción de juego —que es tan importante para la propia novela—-, ver adónde iba y si eso le iba a interesar a alguien o lo iba a tener que guardar en el cajón agradeciendo sólo que me permitiera aguantar mejor el frío de León. Hago hincapié en lo de León porque veo que las novelas que he escrito allí donde sucedían las tramas —Málaga – Los príncipes nubios / Sevilla – Nadie conoce a nadie— me salían siempre mucho más humorísticas que las que escribía lejos de donde sucedían las tramas. Y supongo que en este caso fue un aliciente buscar el calor de Sevilla en medio de aquel invierno insoportable (como fue un aliciente recordar los veintitantos años justo el año en que cumplía cincuenta).

—A eso iba, también. Volver a este libro, en algún sentido, ha sido para ti volver a una época literariamente muy llamativa en la literatura española. Yo la recuerdo con cariño, esa locura por publicar jóvenes, esos adelantos, esas famas efímeras y premios Nadal… ¿Qué ha cambiado en la literatura en relación a aquellos años? ¿Te sentías parte de algo, de una generación? ¿Te sientes ahora como un superviviente, dado el número de bajas?

 

“Ahora se imponen más los eventos de ese porte, festivales que reúnen a un montón de gente con decenas de actos”

 

—También lo recuerdo con cariño y con estupefacción. Por decirlo pronto, mi agenda de aquellos años era una novela y la de ahora es un microrrelato. Creo que la literatura ahora ha seguido el modelo «Juegos Olímpicos». Quiero decir, reúne en una cita determinada, un festival, un montón de pequeños actos que antes se hacían en muchos sitios y que ahora si no es dentro de un marco no tienen mucha posibilidad de congregar a más de quince personas. Los «Juegos Olímpicos» hacen eso: casi nadie se pone a ver un partido de voleibol —yo creo que ni los retransmiten— que se ofrezca por sí solo; ahora, si se ofrece en el marco de unos Juegos Olímpicos un montón de espectadores se juntan a ver cómo se disputan el oro las selecciones de Rusia y Brasil. ¡Hasta partidos de hockey sobre hierba he visto yo por disputarse en unos Juegos Olímpicos! Pues eso ha cambiado, ahora se imponen más los «eventos» de ese porte, festivales que reúnen a un montón de gente con decenas de actos, Hays, Noches de los Libros, No sé qué Negro, etcétera… mientras que si te invitan a dar una charla o una conferencia —y no tienes un público raptado de antemano, porque evidentemente hay autores que llenan por donde van y hagan lo que hagan— te encontrarás con quince personas que han ido a asomarse a ver qué tal, y en los noventa era raro que no hubiera una sala llena de universitarios.

—¿Y el tema generacional?

—En cuanto a mi generación, de la que ni yo me siento parte ni conozco a nadie que se sienta parte de ella, así que estamos unidos por lo mismo que nos separa, poco antes o poco después de que publicara mis primeros libros, publicaron: Almudena Grandes, Felipe Benítez, Ignacio Pisón, Javier Cercas, Antonio Soler, Casavella, Mañas, Loriga, Lopegui, Marta Sanz, Orejudo, Lorenzo Silva, Andrés Ibáñez, J. M. Prada, Marcos Giralt, Martín Casariego, Berta Vias, Félix Romeo, Pablo Aranda, Valiño, M. J. Furió, Manuel Vilas, Magrinyá, Tizón, Castán, Izquierdo, Benjamín Prado, Lucía Etxebarria, Pedro Maestre, Félix Palma, Carlos Marzal, Vicente Gallego. Ha habido bajas, sin duda, unas irrecuperables —Aranda, Romeo, Valiño, Casavella— otras quizá sólo temporales, que en cualquier momento pueden volver a decir su canción. Pero en la lista que te he dado —y que respeta escrupulosamente la teoría generacional de Julián Marías—, diría que la producción sigue en buena forma, así que sería raro sentirse un superviviente de algo que —de ser algo— seguiría perfectamente vivo.

—No te veo muy cómodo con el término “generación”…

 

“Si se puede construir una identidad generacional, venta asegurada”

 

—Nunca he creído mucho en los métodos de taxonomía generacional: me parece que pueden servir a los historiadores, pero apenas a los lectores. Sirven para hacer antologías y que quepan 14 brochazos de 14 escritores con los que, acaso, hacerse una idea de un género determinado en una época determinada, pero para hacerlas bien las antologías deberían someterse a las coordenadas del espacio y el tiempo. Es decir, es raro que en una antología de poemas de la Generación del 27 haya poemas del Romancero gitano de Lorca, que es de 1928, y de Los hijos del drago de Alberti, que es de 1986, sólo porque los dos pertenecen a la misma generación: así que una antología de la generación del 27 no podría llevar los mejores poemas de Dámaso Alonso, porque los escribió después de la guerra y ya no había generación del 27 más que de forma muy brumosa. Por no acercarnos más: en la generación del 50 los últimos poemas de Francisco Brines están mucho más cerca de los poemas de Carlos Marzal o Vicente Gallego, de la generación de los 80, que de los de los poetas de la generación del 50. Y eso por no hablar de lo que se ha abaratado el término: hace falta un hecho histórico o un aparente cambio de rumbo lo suficientemente fuerte como para que brote una nueva generación, en términos literarios pero también te diría que sociales, no es solamente una cuestión de tiempo, y ahora parece que hay una nueva generación cada cuatro años, como los Juegos Olímpicos. Naturalmente es sólo un fenómeno de mercado. Al parecer nada vende hoy más que la identidad y si se puede construir una identidad generacional, venta asegurada. Con el tiempo todo se uniformiza, por un lado, y por otro, pertenecer a la misma generación no significa estar en la misma onda estética —Bécquer tiene pocos años más que Galdós y sus Leyendas salen, póstumas, el mismo año que la primera novela de Galdós—. En cualquier caso, en literatura, las fechas de composición se caen pronto. Gustavo Bueno decía una cosa interesante cuando le preguntaban de qué texto suyo estaba más orgullo y de cuál más arrepentido. Decía que si la fecha formaba parte del texto estaba orgulloso de todos y no se arrepentía de ninguno, pero que si no formaba parte del texto no estaba orgulloso de ninguno y arrepentido de todos. Eso en filosofía se entiende, porque el momento en que se dice algo está muy vinculado a aquello que se dice, pero en literatura carece de todo sentido. Es más, diría que la gran literatura es la que consigue que carezca de sentido preguntarse por la fecha de composición, gracias a lo cual Catulo es perfectamente nuestro contemporáneo. Hasta el punto de que grandes masas de filosofía sólo se sostienen hoy como literatura, precisamente por cómo está hecha, sin que importe cuándo fue hecha.

—El libro en sí, en aquellos años, provocó algo inaudito, como de ficciones que se filtran, se reproducen y, al cabo, se hacen realidad. ¿Te sentiste culpable en algún momento por los disturbios en la Semana Santa tan similares a los que propone el libro y, amplificados, la película de Mateo Gil? Uno a lo mejor no está preparado para diversos éxitos y consecuencias (denuncias, yo qué sé) derivadas de publicar un libro; pero para que sea guía de gamberros… eso ya era inimaginable.

—Yo no sé si la escritura tiene genes, supongo que no, pero si los tuviera estaría en los genes de la escritura tratar de alcanzar de alguna forma, de la forma que sea, la realidad de los otros (y esos otros pueden ser tus contemporáneos o no, eso a la escritura le da lo mismo). En sumerio escribir era sembrar y leer recolectar, con lo que está dicho todo. Ahora bien, una cosa es querer hacer llegar a quien sea —y ese quien sea puedes ser tú mismo en el ilegible futuro— algo, una emoción o una ocurrencia, una fantasía o una experiencia, y otra muy distinta que ahí fuera se monte algo muy parecido a lo que tú escribiste con consecuencias que saltan a los telediarios. Naturalmente que no estaba preparado para eso. Me llamaron de Radio Nacional a las siete y media de la mañana para preguntarme mi opinión, y como yo tenía columna entonces pensé que querían mi opinión sobre algo grave que había pasado, la muerte del rey, una bomba de ETA, lo que sea. Cuando me lo contaron pensé que algún amigo bromista y muy pasado de copas quería tomarme el pelo. Culpable no me sentí en ningún momento porque cedí inmediatamente esa categoría a Mateo Gil, director de la película, y a Fernando Bovaira y Antonio Pérez, productores: tampoco soy tan bobo como para suponer que si la novela no llega a hacerse película se hubiera trasplantado así a la realidad. Mallarmé decía aquello de que todo en el mundo existe para acabar en un libro. Es una frase bombástica, muy de literato, pero sólo sirve para darle la vuelta y pensar que todo libro quisiera salirse de sí mismo para acabar convertido en mundo. Lo llevará en sus genes también, es una exageración sin duda —que quizá sólo valga para las novelas que se sitúan en el futuro, como era la mía, escrita en 1995, publicada en 1996 pero situada en el año 2000— pero ya te digo que la sensación fue abrumadora.

—Además el jaleo duró bastante…

 

“Por fortuna, aquella noche sólo hubo contusiones y ataques de ansiedad. No sé, te digo la verdad, si hubiera habido algún muerto cuál hubiera sido mi reacción”

 

—Fue interesante seguir después el hilo de los acontecimientos, que aún hoy nadie ha esclarecido, y de los que se sabe sólo que si una cosa no era, era un juego de rol. Parece bastante extraño que ante una cosa así la investigación se cerrara sin conclusión alguna, o con la conclusión de que una cadena fortuita de hechos deparó aquel espanto. A mí me impresionó bastante, esa es la verdad. Llegué a hacer un artículo y un reportaje que se titularon Yo no he sido y La noche de los zapatos perdidos. Pero es interesante la cuestión: si al creador de Superman le dicen «oye, si no creas a tu personaje evitarás que cientos de niños en todo el mundo se tiren de un tejado porque están convencidos de que con el traje de Superman pueden volar», el autor de Superman ¿lo crearía? Y podrías salirte de la literatura e ir más allá: si Jesucristo llega a saber de las hogueras de la Inquisición en su nombre, ¿se hubiera dejado crucificar? Uno no puede ponerse en esas tesituras porque suceden en la nada, en el futuro, que es ilegible. Por fortuna, aquella noche sólo hubo contusiones y ataques de ansiedad. No sé, te digo la verdad, si hubiera habido algún muerto cuál hubiera sido mi reacción. Supongo que hubiera dejado de escribir por un buen tiempo, pero esto es muy cándido decirlo ahora, sabiendo que no murió nadie. Desde luego, en cualquier caso, yo no estaba preparado para algo así.

—Sin embargo, un asunto todavía más polémico o volátil fue el de los juegos de rol. La época consiguió estigmatizar este entretenimiento. Gente que jugaba me confirma incluso que sus padres les prohibieron jugar al hilo de todo lo sucedido con ellos, desde el asesinato de un hombre en una parada de autobús a la película salida de tu libro. También me dicen que no sabías nada de juegos de rol (lo típico que se dice, en realidad). En fin, ¿qué te llevó a hacer la novela con juego de rol por medio? ¿Eras jugador? ¿La actualidad informativa?

 

“Nos hemos vuelto hinchas en todo, el forofismo campa a sus anchas, pero no por eso voy a darlo por bueno”

 

—En este punto yo creo que se impuso el cáncer del arquetipo. O sea, si yo presento a unos tarados que juegan, estoy queriendo decir que todos los jugadores de rol son unos tarados, como en esas novelas en las que, por lógica inductiva, un policía corrupto retrata la corrupción de la policía. No, para nada, detesto esa clase de lógicas. Quedan bien en las columnas de Julio Camba donde un tendero alemán es toda Alemania, a condición de que no se tome muy en serio. Es otro mal que arrastra la literatura: el de la empatía. Parece que si no se siente empatía por algún personaje, la novela que leas es un fracaso… Pero es que yo no leo así, y por lo tanto no escribo así. No puedo creer eso que me dices de que hubo padres que prohibieron jugar a sus hijos. Yo jugué unas cuantas veces y me resultó de lo más aburrido. Entiendo que esto a los jugadores de rol les parezca una mentecatez o un insulto, pero no sé por qué si a mí me gusta el rugby me va a parecer que a los que no les gusta el rugby son unos mentecatos o me están insultando. Anda que no tendría que enfadarme yo veces si tuviera que enfadarme con quienes me dicen que no soportan el cante jondo. Me encojo de hombros, ya está, pero no se me ocurre pensar que a todos los que nos emociona el cante jondo somos la misma criatura. Nos hemos vuelto hinchas en todo, el forofismo campa a sus anchas, pero no por eso voy a darlo por bueno. Yo no hacía ni hago consideraciones generales sobre «jugadores de rol», ni sobre cofrades, ni sobre nada, me limitaba a aprovechar unas posibilidades que daba un juego. Había una tienda en la Cuesta del Rosario en la que, cuando estaba escribiendo la novela en 1995, me paré a indagar un poco más y eso fue todo. Los jugadores de rol que dicen que yo no tenía idea de qué era un juego de rol ni siquiera debieron de leer la novela, porque la gracia, por decirlo así, es que en realidad no es un juego de rol, sino una empresa que va más allá y quiere, por las razones que sea, cargarse un acontecimiento público (o sea, el juego de rol operaba como mera mascarada, y por eso precisamente me venía bien en su faceta de continuar la ficción por otros medios). En ese sentido, en este nuevo avatar de la novela, está más potenciada la cosa. El juego, como tema, me ha interesado siempre, desde el Homo Ludens hasta El juego y su significado, de Buytendijk, que es un libro de los años treinta. A mí me servía como resorte en aquel momento para indagar en temas que me interesaban, como la ficción desbordándose en la realidad, para llegar a conclusiones muy mayestáticas como esa clave de bóveda —la expresión es tuya—, según la cual todo, a poco que lo mires con un poco de ceguera (si es que se puede mirar ciegamente), acaba siendo un juego —obedeciendo a las estrictas leyes de un juego, pues sin leyes no hay juego posible— desde la religión al matrimonio. Los juegos de rol me venían como anillo al dedo y lamento mucho que los jugadores de rol se sintiesen atacados o caricaturizados: no es intención ni de la novela de entonces ni de la de ahora (y espero que en quienes juegan rol no se dé el arquetipo «jugador de rol», supongo que son criaturas tan distintas como lo sois los ajedrecistas y que cortarlos a todos por un patrón es una simpleza).

—Dices en la nota final que escribiste esta novela por dinero y que «salió mala». Ahora, reescrita, me pregunto qué sensaciones tienes: por ejemplo, ¿satisfacción por haber mejorado formalmente una historia?, ¿algo como tener la última palabra de toda esta serie histórica de ficciones y realidades que parecen ficción? No sé si incluso te ha empapado la nostalgia al volver a algo que escribiste con 30 años y en medio de unas coordenadas concretas, y tan amables como son las que simplemente dicen: eres joven.

—La novela ha salido ahora pero llevaba unos años escrita —y contratada, ¿eh?, quiero decir, que no es que la hayan sacado ahora porque me dieron el Premio Nacional—. Pero como llevo unos años sacando libro nuevo —La novela del buscador de libros, Totalidad sexual del cosmos…— pues se iba retrasando su publicación. Cuando la escribía sí recuerdo galopes de nostalgia, y por eso está llena de gente a la que veía en aquella época, de datos reales, el gran poeta Rafa Téllez de camarero en La Carbonería, el editor Ignacio Garmendia de dependiente de una librería, etcétera. Que la novela salió mala no es algo que yo diga ahora, lo digo hace mucho y aun a sabiendas de que en nuestro mundo si hay un aforismo válido es el de Scotland Yard según el cual cualquier cosa que uno diga será usada en su contra. Tampoco es que me propusiera tener la última palabra o nada de eso: sencillamente no tengo mejor respuesta que «me apetecía hacerlo porque sí», y nada más. Me recuerdo escribiendo jubilosamente y muy abrigado y ya con cincuenta años, y sintiendo por encima del hombre la mirada despreciativa del treintagenario que escribió la original. En cuanto a las coordenadas, bueno, no sé en otros casos, yo he tenido la suerte inmensa de tener críticas duras y negativas desde el principio, y eso es una gran fortuna, porque si sirven —es decir, si dicen algo sensato más allá del mero me gusta / no me gusta— te mejorarán, igual que te empeoran los halagos sin argumento. Dar por buena cualquier crítica buena es el peor de los errores que un escritor joven puede cometer. Y si no sirven y son meros desprecios banales (nada es más fácil que hacer crítica destructiva, basta un poco de gracia y una cita de Connolly), pues entonces cuanto antes aprendas a pasar, mejor.

—Como sigo tu carrera desde el comienzo, me gustaría preguntarte por las vueltas de una trayectoria literaria. Por ejemplo, hay un momento, con tres o cuatro libros, que, con suerte, uno destaca, y experimenta muchas cosas nuevas: salir reseñado, charlas, etc. Sus libros son nuevos, tienen una voz; pero luego, claro, uno no puede ser otro, y los libros que haces son los que haces, y salen nuevos autores, a los que les pasa lo mismo. Lo que me pregunto es si no hay un momento en el que añadir libros a los propios libros no es una redundancia, una desfiguración: Marías podía haberse quedado en Mañana en la batalla piensa en mí, por ejemplo. La idea de reescribir novelas propias casi me parece una opción estupenda de definir una obra.

 

“Céline, por ejemplo, se convirtió en puro tartamudeo, esas novelas suyas llenísimas de puntos suspensivos, puntos suspensivos tras cada frase”

 

—Bueno, sí, es curioso, la voz personal, la marca de estilo, es a la vez una meta y una condena: parece que alcanzarla a la par que te significa y distingue te sentencia a la pura repetición, hasta el punto de que puedes convertirte en un imitador de tu mejor momento. Es el peligro de las voces muy marcadas, de los estilos definidos, de eso que tan terriblemente se llama «un mundo propio», porque es casi una negación del mundo. Me acuerdo, aunque no sea literatura, del caso de La Fura dels Baus, que tanto seguí en mi juventud y tanto me fascinaban. Acabar de decoradores de grandes óperas en los principales teatros de la cosa, pues es un destino pompier que supongo que no entraba en los planes de los chavales que empezaron con aquel teatro apocalíptico y ágrafo en los ochenta y a los que les valía una bodega en ruinas para llenarnos de emoción. Y bueno, es importante decir que como escenógrafos son muy espectaculares cuando decoran grandes óperas, pero no deja uno de imaginarse al Conde de Lautréamont o a Rimbaud haciendo de ilustrador de Alejandro Dumas. Ese riesgo de llegar a rizar el rizo porque tu voz reconocible sea algo distinta y caer en lo pompier se puede dar en algunas voces muy muy reconocibles —con independencia de que te lleguen o te dejen igual: Borges, Umbral, James, Nabokov— y puede producir desde una catarata de discípulos —termina siendo fácil imitar a esos maestros, sobre todo porque lo que más se pega son los defectos, la genialidad se contagia menos—, y cada uno de ellos debió tomar sus decisiones sobre cómo sobrevivirse (no tanto a la voz personal, sino al éxito de esa voz personal, porque si no hubieran tenido éxito supongo que hubieran seguido sus sendas). Céline, por ejemplo, se convirtió en puro tartamudeo, esas novelas suyas llenísimas de punto suspensivos, puntos suspensivos tras cada frase. Nabokov, por ejemplo, se convirtió en pura pirueta después del éxito de Lolita. A veces le salía una genialidad —Pálido Fuego— y otras un «más difícil todavía» —Ada o el ardor, Cosas transparentes— que pocos nabokovianos son capaces de releer sin preguntarse: ¿en serio? Borges terminó tratando de hacer cuentos simples por huir del Borges de Ficciones y El Aleph, pero se ve que no está del todo a gusto —y sin embargo su poesía crece de manera monumental en sus últimos años, encuentra su potencia, su evolución en un género distinto (aunque él se había estrenado como poeta en los años veinte, publica tres libros, y luego hay que dar un salto hasta los años sesenta)—.

—Entonces, ¿paradójicamente no hay remedio al éxito?

 

“Ser escritor es también un oficio, una manera de ganarse la vida, y por lo tanto tendríamos que descartar ya directamente a quienes viven de lo que escriben”

 

—Bueno, también hay un tipo de voz —más natural quizá, menos marcada en cualquier caso— que no cansa nunca, precisamente por no sujetarse a la marca de autor, y ese tipo de voz puede producir miles de páginas que no conseguirán fatigarnos porque si la vemos aparecer es precisamente en el intento de quitarse de enmedio, de que la narración fluya, como si los canales ya estuvieran hechos y no hiciese falta inventar unos nuevos, sino soltar lo que se tenga que soltar. Pasa con Pérez Galdós, pasa con Stevenson, pasa con muchos novelistas del XIX en realidad. Eso es difícil que pase con Chesterton, ¿no? Se diría que la marca tan personal de Chesterton, esa inteligencia extraordinaria, ese gusto por la paradoja, ese humor, de alguna manera fija también sus posibilidades narrativas. Pero es un asunto complejo y no me gusta hacer categorías ni creo que se pueda o sean fiables, toda vez que todo eso concierne más a la historia de la literatura que a la literatura. En realidad, tu referencia de Marías —o de quien pongas, algún autor con una personalidad muy marcada, muy reconocible— es sólo una prueba de tus lecturas de Marías, de conocer el todo de un autor, de saber cómo evoluciona, el camino que va de El siglo Negra espalda del tiempo (que es mi libro favorito de Marías, aunque aún no he leído la última). Cientos de lectores lo habrán descubierto con Tomás Nevinson y no habrán leído Mañana en la batalla…Y llegará la época en la que el lector medio —si existe esa criatura— no sabrá cuál de las dos se escribió antes, como estoy seguro de que habrá pocos lectores que sean capaces de ordenar cronológicamente Un día volveré, La muchacha de las bragas de oro, Últimas tardes con Teresa, Rabos de lagartija Si te dicen que caí. La posibilidad que planteas de un escritor que llega a decidir reescribirse por completo una vez que ha decidido que ya no va a hacer otra cosa que repetirse está bien para un personaje de ficción, pero no creo que encontremos a ningún escritor que la tomara como posibilidad siquiera. Ser escritor es también un oficio, una manera de ganarse la vida, y por lo tanto tendríamos que descartar ya directamente a quienes viven de lo que escriben.

—¿Dirías que la novela ha ido perdiendo preeminencia en tu obra, como quizá la perdió el cuento (o no), como hace pensar que a veces hayas pasado diez años sin escribir novela nueva? 

—Puede ser, seguramente sí. En cualquier caso, la novela permite tal flexibilidad que siempre es posible que cosas que empezaron con otro fin acaben virando hacia la novela. Hace un año, de una editorial que está sacando unos «Nuevos Episodios Nacionales» —centrados en la Transición— me invitaron a colaborar, y puse en marcha un testimonio sobre el crack de RUMASA, que, aunque no venga a cuento ahora, supuso un batacazo en mi entorno. Dejé correr la prosa y cuando levanté la cabeza del teclado, porque yo escribo mirando el teclado, vi que allí había otra cosa que aún no tengo idea de qué será ni como lo manejaré, y que muy seguramente acabará en la papelera o me habrá servido sólo de entrenamiento para ver hacia dónde tiro. La verdad es que soy un escritor sin programación. No es que me diga «ahora novela», «ahora cuentos», «ahora ensayo», sino que me dejo llevar bastante por intereses a veces circunstanciales o por algo que me despierte mucho la curiosidad. Es verdad, y eso debe significar algo, que cada vez me cuesta más leer novelas, así que ha ido perdiendo preeminencia en mi trayectoria como lector, y eso supongo que tiene un reflejo en el escritor. El cuento no la ha perdido nunca, ni la poesía. Hace casi diez años ya que no publico un libro de cuentos, pero he seguido escribiendo y en algún momento me pondré a editarlos, que es una parte del trabajo de escribir que me gusta mucho, aunque me ocupe mucho tiempo. Suelo tardar tres o cuatro veces en editar lo que tardé en escribir, mis primeras versiones son siempre muy impulsivas, necesito tener en muy poco tiempo un texto sobre el que trabajar porque no soy un escritor ordenado que escribe todos los días, ni mucho menos.

—En Nadie contra nadie dedicas muchas y elogiosas páginas a Unamuno, cosa que de alguna manera me ha sorprendido. Digamos que con eso y las vueltas a la bibliografía de la Semana Santa te me has figurado muy español, cuando te hacía más nabokoviano, faulkneriano, internacionalista en influencias. ¿Han cambiado éstas con los años?

 

“Unamuno es una catarata, es de una intensidad conmovedora”

 

—Bueno, yo era el peor tipo de cosmopolita que se puede ser: el cosmopolita que considera que nada a quinientos kilómetros a la redonda puede tener mucho interés y sin embargo cualquier cosa publicada en San Francisco es ya, por eso solo, interesante. Pero sí que siempre he atendido a lo español, si bien me han interesado los márgenes, lo que estaba oculto o poco transitado. Uno de mis libros favoritos de joven era Los raros, de Pere Gimferrer, y con eso está dicho todo. Me propuse leer todos los libros de los que hablaba Gimferrer, y a día de hoy creo que me faltan sólo cinco o seis. Pero desde mis primeros ensayos defendía a gente como Ramón, los humoristas del 27, Cansinos. Y no me he cansado de reivindicar a Gonzalo Suárez como gran cuentista, ni a Agustín García Calvo como prosista y poeta soberbio, ni las novelas de Fernando Quiñones, que tienen el inmenso defecto de haber sido las dos finalistas del Planeta, o la poesía de Julio Mariscal Montes. No me cuesta mucho reconocer que los ensayos de Andrés Trapiello y los de José Carlos Mainer sobre literatura española acabaron convenciéndome que el canon llevaba razón, quiero decir, que lo que leíamos en bachillerato y detestábamos, por la cosa de leer para evacuar conocimiento en un examen, era lo más potente que habíamos producido: La fontana de oro, Insolación, El árbol de la ciencia, Nada, en fin, todos esos libros leídos entre los quince y los dieciocho años por imposición del sistema de estudios era también, o estaba, entre lo mejor, si se puede utilizar esta palabra, que no debería. Y entre todos ellos el que más me fascinó y me fascina es Unamuno, primero porque es una catarata, es de una intensidad conmovedora, sobre todo en libros como La agonía del cristianismo, que ya podría espantarme desde su propio título pero que es un texto lleno de fuerza y furia. Y desde luego su Vida de don Quijote, que Borges despreciaba, seguramente no pudiese perdonarle que ahí estaba de alguna manera el germen de Pierre Menard.

—¿Cómo entraste de lleno en la pasión por Unamuno?

 

“En España aun hay mucho cosmopolitismo como el que me castigaba a mí”

 

—Es curioso —ya te digo la tontería del cosmopolitismo que me atacaba— que yo redescubrí a Unamuno gracias a un artículo que escribe Borges cuando muere Unamuno, y acaba diciendo: «Ha muerto el escritor más importante de nuestro idioma». Yo leí esa frase y dije: «¿En serio?». Y luego leí una edición que hizo Trapiello de su Cancionero. Y desde ahí, todo seguido, más allá de cosas como que ese dolor de España que padecía el hombre me deje frío, y que se dé esa paradoja, que se da también en García Calvo, de que siendo defensores de la oralidad, de atacar la letra impresa como la muerte de la palabra, produjeran tantísima obra impresa: no es raro que los dos fuesen catedráticos de Clásicas, claro. Pero a lo que me refiero, más que a su figura intelectual, a su voz con peso en la vida social, es a su estilo, a un tipo de novela muy seca, sin apenas ambientación, llenas de chispazos que te dejan ciego, de emociones que no temen alborotar un párrafo de manera repentina, de momentos como ese en que don Quijote se da cuenta de que no es que haya visto gigantes donde había molinos, sino que los molinos son los gigantes que nos van a destruir. Digamos que uno va agregando autores favoritos a su panteón privado, pero los que te cegaron de joven, aunque sea prudente abandonarlos un tiempo, siempre están ahí, sabes que vas a volver a ellos. Aparte de eso, yo reivindico esa conferencia de Dámaso Alonso sobre los dos extremos que conviven en la literatura española en todas las épocas. Dámaso Alonso, un prosista extraordinario, autor de cuatro cuentos experimentales que quiero reunir, se da cuenta en sus estancias extranjeras que en Alemania o Inglaterra la literatura española es realista y ya está, puede llegar a ser caricaturesca pero sin salirse de las coordenadas del realismo, y conocedor como es de nuestra historia literaria, demuestra que siempre convivieron una literatura apegada a la realidad, y otra que buscaba sendas más arriesgadas, tanto en la forma como en el fondo, si es que son dos cosas distintas. Y en «Escila y Caribdis» hace una conferencia magistral donde demuestra que es una pobreza desechar todo un sentido de nuestra literatura, que hay en ella una riqueza que no se lleva bien con lo poco que saben de ella los profesores extranjeros con los que habla, que el criterio de representatividad con que se reduce nuestra literatura no es válido. Pero vaya, una cosa no quita la otra, quiero decir, que lo siento como una riqueza, no es que me haya dado por despreciar lo que viene de fuera, aunque ya te digo yo que algunos libros españoles a los que se les presta poca atención, si en vez de por escritores de ahora aparecieran firmados por escritores de Centroeuropa, no digo que se volverían best sellers, pero llegaban a tercera edición seguro (un libro de Coradino Vega sobre Morandi, Mompou y Jane Kenyon que acabo de leer por ejemplo, está en Galaxia Gutenberg). Así que creo que en España aun hay mucho cosmopolitismo como el que me castigaba a mí. 

—Última. ¿Cómo son las deliberaciones del Premio Nacional por dentro? Es una pregunta para el ¡Hola! literario, que también tiene su público.

—En cuanto al premio Nacional, la verdad es que no sé qué puedo contar. Lo integran representantes de distintas Academias, Instituciones, Asociaciones de Críticos y Escritores, representantes del Ministerio… Vaya, esto está en el BOE, se sabe cuál es el jurado. Las deliberaciones son secretas, yo tengo muy claro después de leer los veinte libros que han llegado a la final cuál quiero que gane, y si no, porque creo que la votación es tipo Goncourt —cuando yo preferiría una votación tipo Eurovisión, que me parece más justa—, cuáles no me importaría que ganaran porque lo merecen, y también tengo claro cuáles no creo que en ningún caso debieran ganar. En cualquier caso, cuando esto salga publicado ya habrá un nuevo premio nacional. Lo único que me ha quedado bastante claro es que ganarlo el año pasado fue una cuestión de suerte. Es lo que tiene la quiniela: que a veces te toca… aunque ni siquiera supieras que estabas jugando.

Fuente: https://www.zendalibros.com/juan-bonilla-nada-vende-hoy-mas-que-la-identidad/

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