Ímpetu curricular
Por Irma Villalpando
En Las confesiones, Rousseau reconoció que el plan educativo que diseñó en El Emilio (considerado por muchos el gran proyecto educativo de la modernidad) tenía como finalidad primordial la construcción de la ciudadanía que requería la República. Con esta afirmación, quedó expuesto que el vínculo pedagógico —entre el preceptor y su alumno— tenía correspondencia directa con El contrato social y con el texto de Economía política del ginebrino. Desde entonces es posible entender, pero no necesariamente aceptar, que a las intenciones expuestas en una propuesta educativa les subyace un interés político.
En esta línea de análisis, conviene traer a cuenta el México de mediados del siglo pasado y el proyecto de once años para mejorar la educación básica que encabezó Jaime Torres Bodet al frente de la Secretaría de Educación Pública (SEP). La idea de ampliar los servicios educativos en territorio nacional surgió bajo intención política de unificación nacional que el gobierno de López Mateos impulsaba y cuyo correlato estratégico se concretó en la creación de los libros de texto gratuitos, una de las acciones de mayor calado que ha vivido la historia educativa de este país.
Establecer el vínculo entre reformas educativas (con sus planes curriculares incluidos) y el contexto histórico vigente no sólo permite comprender la naturaleza de los cambios sino la función de lo educativo en el discurso social. Para dar más ejemplos baste recordar la Reforma de 1972 de Luis Echeverría, la de 1993 de Carlos Salinas y la de Enrique Peña Nieto en 2012. Revisar la historia de estos ímpetus programáticos conduce, una y otra vez, a la relación entre el gobierno en turno y su apuesta por consumar en las aulas su ideario político.
Aceptando entonces el infortunio que a toda reforma educativa (en tanto proviene de instituciones que regula el Estado) le asiste una intencionalidad política, habría que precisar que su puesta en marcha se cifra bajo la tensión de fuerzas ideológicas existentes en el campo de lo social. El terreno educativo es territorio en disputa donde voces provenientes de diversos campos enunciativos impulsan una agenda —a veces explícita, otras más bien oculta— para la construcción del plan formativo de la niñez y juventud mexicana. Ante ello, se torna fundamental llamar a la deliberación abierta y pública el contenido de cada reforma; lo peor que podría pasar es que un pequeño grupo, hasta el momento en anonimato de autoría, impusiera su cosmovisión del mundo y su proyecto educativo bajo la estrechez de su ideología.
Para el gobierno de Andrés Manuel López Obrador la educación no ha tenido, en los hechos, un lugar importante. La desaparición del Instituto Nacional de Evaluación Educativa (INEE), el decremento al presupuesto educativo y la finalización de las escuelas de tiempo completo son apenas el telón de fondo al escenario omiso que vivieron millones de niños, niñas y jóvenes durante el largo periodo del cierre de escuelas. Este desinterés ha sido paliado retóricamente por la promesa de instaurar una Nueva escuela mexicana la cual no logra expresar de manera clara, al menos a nivel conceptual, su aspiración o propuesta. Su intento más visible es el rediseño de dos libros de texto implementados el ciclo escolar vigente (2021-2022) y, por supuesto, el texto en ciernes de una reforma curricular bajo el escrito que nos ocupa, intitulado: “Marco curricular y Plan de estudios 2022 de la Educación Básica Mexicana”. Con ánimo sintético, a continuación se extraen tres ideas eje que expone el documento a lo largo de 157 cuartillas.
La hegemonía del mestizaje
El proceso de mestizaje como referente civilizatorio y la imposición lingüística, económica y educativa condujo a invisibilizar la diversidad cultural, social, lingüística, territorial y social del currículo nacional. Con este planteamiento primigenio —y citando a Apple, Freire, Gimeno Sacristán y Boaventura de Sousa, entre otros— el documento afirma que todo currículo escolar representa una intervención social cargada de intereses epistémicos, ideológicos y culturales. Bajo la idea de imposición de la figura del mestizo, el texto articula una serie de efectos nocivos tanto a nivel social como educativo.
[En] las distintas reformas que se han aplicado en la educación básica en los últimos treinta años, ha prevalecido el referente identitario surgido en el periodo posrevolucionario en tanto programa de la modernidad, centrado en al menos cuatro elementos: nacionalismo, mestizaje, positivismo y patriarcado. Lo anterior reproduce la desigualdad, el racismo y el clasismo como mecanismos estructurales que a su vez generan los llamados grandes problemas educativos, tales como el abandono escolar, la repetición, el bajo rendimiento académico “medido” por las pruebas estandarizadas a gran escala (p.20, las cursivas son propias).
Vincular de manera directa la marginación de los pueblos originarios con los principales problemas educativos del país es una idea que se desarrolla de manera prolífica en el texto, aunque no necesariamente con mayor claridad. En general, el tono del documento es determinista y de relaciones causales directas, todo lo contrario a la complejidad y precisión que requiere el análisis de lo educativo. Por otra parte, una vez que se sostiene el propósito urgente y deseable de visibilizar a las comunidades indígenas, se percibe que el texto corre el riesgo de invisibilizar a la otra parte de la población. De acuerdo al último censo del Inegi, el 6.1 % de la población habla una lengua indígena. Afirmar que el monolingüismo es el eje central a todos los problemas educativos que atraviesa el país se aprecia desproporcionado. Es un tema de balance en la perspectiva y de construir integralmente la idea de inclusión y respeto a la diversidad.
La educación neoliberal
El documento en cuestión ve en el neoliberalismo económico la causa de los principales problemas educativos y sociales del país, aquí los tres más graves: una educación reducida a formación de capital humano (p.26); exclusiones a las comunidades indígenas, la explotación al medio ambiente, el epistemicidio a las comunidades indígenas y la violencia a las mujeres (p. 27), y la creación de currículums instrumentales y la tecnología educativa.
Se expone una fuerte crítica a la racionalidad neoliberal por configurar prácticas educativas influidas por la teoría del capital humano en tanto apuesta curricular centrada en rendimientos; se critica su talante eficientista y su mirada cuantitativa para el análisis de los procesos educativos. Por otra parte, también se establece una relación entre neoliberalismo y tecnología educativa. Este último trazo es poco claro porque, si bien es cierto que los discursos se encuentran interconectados entre sí, no se argumenta de manera solvente cómo la tecnología educativa en tanto apuesta que le debe factura al desarrollo conductista del aprendizaje se conecta con las prácticas de libre mercado. Por último, es de llamar la atención que, a pesar que hay una crítica fuerte al pragmatismo educativo propio de la tecnología educativa, en los planes de grado se observa una marcada influencia de la taxonomía de Bloom. Hay que recordar que la propuesta de Bloom surge en el seno de la psicología conductista hace más de siete décadas. Desde entonces la ciencia del aprendizaje ha dado grandes pasos para entender los procesos cognitivos y de enseñanza.
La evaluación
El marco curricular rechaza toda política de evaluación centrada en estándares de desempeño (p. 28). Se afirma que esta tendencia ha sido promovida por la SEP, el extinto INEE y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y organizaciones civiles proempresariales (p. 46-47). De hecho, la crítica va a todas las reformas anteriores por entender la evaluación como conductas que cosifican al alumno no importando su proceso formativo o aprendizaje (p. 35).
Esta parte es especialmente problemática toda vez que la crítica a la evaluación se plantea como oposición a los procesos formativos, esto es, cuando se refieren a la evaluación en realidad se están refiriendo a exámenes estandarizados ya sea de la SEP, del INEE o de la OCDE. Esta confusión impide observar la distinción entre pruebas escritas estandarizadas y procesos de evaluación formativa. Habría que señalar que la información que recogen los exámenes a gran escala cumple una función diferente al proceso integral y continuo que llevan los maestros en el aula. La primera es un instrumento que le toma “el pulso” al sistema y la otra da cuenta del desarrollo personal y de aprendizaje de los estudiantes. Por otra parte, la crítica enfática y reiterada que el documento hace a la OCDE abre la interrogante de la participación de México en la prueba PISA a efectuarse este año.
Por la perspectiva decolonial y la preeminencia que el plan curricular otorga a los saberes comunitarios, es necesario preguntar por el lugar que ocupa el conocimiento científico y la formación del ciudadano global. De la definición precisa de estos posicionamientos se tendrá el alcance axiológico de la función escolar. O bien, la escuela tiene como fin la preservación de costumbres, tradiciones y saberes locales o más bien debe enfocarse a que los estudiantes accedan al conocimiento científico y despertar su interés por los grandes problemas del orbe. De fondo está la tensión entre lo global y lo local y el tipo de ciudadanos que se pretende formar. Edgar Morin ha aportado luz a este campo al exponer con lucidez la imbricación entre lo global, lo contextual y lo multidimensional y sus complejas interrelaciones. La valoración urgente de lo local y el aprecio por la raigambre histórica de nuestra cultura no tendría por qué excluir la apuesta por construir una mirada de alcance amplio donde la ciencia y los grandes problemas del mundo tengan un papel prioritario.
Lo pedagógico
Que el texto le dedique un párrafo a Piaget y unos más a Vigotsky nos da una idea del vacío conceptual que hay en materia pedagógica. Lamentable para un texto rector de pedagogía en las aulas. No se percibe ni un asomo a la historia de las grandes ideas pedagógicas, menos un acercamiento a la literatura actual de las teorías del aprendizaje. Estas ausencias impiden comprender el perfil de docentes que se necesitan y el sentido de los ejes articuladores. En su lugar se desarrolla en extenso el tema de la comunidad como “eje articulador de los procesos educativos”(p. 81). Hace más de un siglo, Hellen Key (1898) anunció que el siglo XX sería el siglo del niño; el documento en cuestión, así como está, decretaría el XXI como el siglo de la comunidad. Si bien es cierto que la comunidad entrevera al sujeto con su entorno para vivir con cuidado mutuo y relaciones humanizantes, no hay que olvidar que al centro de todo proceso educativo se encuentra el o la estudiante quien es, de manera concreta, al que es posible intervenir. El lugar de la comunidad es contextual, tiene una importancia de primer orden pero no central; el fin último de la educación, y por tanto la piedra de toque a partir de la cual se edifican los procesos educativos, es la niña o el niño y el proyecto de futuro que vemos para cada uno de ellos y ellas.
Irma Villalpando
Profesora en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán. Dirige una institución educativa de carácter privado.
Ilustración: Víctor Solís
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