Diversidad de infancias y sus escuelas: a propósito de la celebración a las niñas y los niños
Por Valentina Glockner Fagetti
Hace veinte años una pequeña escuela rural en la comunidad de Huaquechula, Puebla, nos permitió a mí y mi amiga y colega Tatiana Ovando, hacer una etnografía sobre las representaciones que las niñas y los niños de primaria tenían sobre la vida y la muerte y las experiencias y espacios que las interconectan. Éramos dos estudiantes del segundo semestre de la licenciatura en antropología asombradas por la total ausencia de niñas y niños en la disciplina que estudiábamos. La escuela de la comunidad nos pareció el lugar idóneo al cual acudir si lo que queríamos era explorar el trabajo con la niñez. Nuestra elección de antropólogas prematuras no nos decepcionó. La escuela y su personal docente nos brindaron la posibilidad de conversar y trabajar con niñas y niños sin la interrupción e intervención de otras personas adultas que no fuéramos nosotras mismas. Eso nos permitió descubrir un universo único de construcciones culturales, representaciones colectivas y riqueza simbólica que sin duda jugó un papel crucial para que ambas decidiéramos dedicarnos a la antropología de las infancias. Pero además —sin planearlo siquiera— la escuela nos abrió las puertas a una comunidad que fuimos descubriendo compleja y fascinante. Desde entonces, las escuelas y los espacios educativos no han dejado de ser cruciales en mi trabajo como antropóloga de las infancias que, ante la ausencia de la subdisciplina en el currículo, ha tenido que formarse en buena medida en el trabajo de campo. Las escuelas han resultado siempre ser ese espacio donde —al contrario de las aulas en las que me formé y muchos espacios académicos en los que sigo participando— nunca se ha dudado del rol central que las infancias juegan en la sociedad.
Sin embargo, decir que el espacio “natural” para las infancias es la escuela no sólo es un cliché, sino una falsedad. En parte porque en el país y en el mundo hay millones de niñas y niños que nunca han podido asistir a la escuela, o porque han tenido que dejarla demasiado pronto. También porque muchos de quienes sí asisten cotidianamente a la escuela no logran todavía encontrar su lugar en ella, ni sentir que pertenecen porque ese lugar todavía no ha sido construido, o no ha sido creado especialmente para ellas y ellos. Por ejemplo: varios millones de niños y niñas trabajadores, migrantes y retornados, desplazados, indígenas, jornaleros, en situación de calle, de la comunidad LGBTTTQI+, con capacidades diferentes, o que habitan comunidades periféricas. Durante estos últimos veinte años, sin embargo, he presenciado muchos momentos, iniciativas, encuentros y esfuerzos en los que las escuelas y otros espacios educativos, sus comunidades y sus entornos de enseñanza/aprendizaje, han hecho de todo por reconocer, comprender y acoger la diversidad de las infancias, la complejidad de sus vidas, la relevancia de sus experiencias, orígenes y contextos. Apenas pasado el día en que conmemoramos a las niñas y los niños, resulta crucial reconocer y celebrar también aquellos espacios educativos en los que la diversidad de las infancias y sus modos de aprender son reconocidos y convertidos en la razón de ser y hacer. Aun en contextos de adversidad y precariedad estructural. Un esfuerzo de rememoración y reconocimiento que no nos viene mal en tiempos (¿pos?)pandémicos, en los que estamos volviendo al trabajo presencial en las aulas e intentando recuperar/reconstruir la razón misma de la educación y la escuela.
Pienso por ejemplo en la escuela primaria rural en Oacalco, Morelos, donde trabajé con una comunidad de niñas y niños Na Savi (mixtecos) jornaleros migrantes para mi tesis de licenciatura. En las múltiples formas, intencionadas y no, en que la escuela se convirtió en la puerta de entrada para una comunidad indígena en la que la gran mayoría de los adultos eran monolingües en la lengua Tu’un Savi (mixteca) y habían cursado sólo los primeros grados de primaria. En todo lo que posibilitó que esta comunidad migrante fuera reconocida y poco a poco aceptada por la comunidad local, que sus niñas y niños aprendieran el castellano y poco a poco dominaran los códigos de la sociedad de acogida. La escuela recibió primero con curiosidad y luego con entusiasmo la comunidad lingüística que ellas y ellos conformaron a su interior y las múltiples formas en que usaron su identidad étnica, su idioma, su cultura y sus creencias para cohesionarse, enfrentar y defenderse de cualquier forma de rechazo, burla y racismo que fuera expresada en su contra. También en la manera como fueron reconociéndose como comunidad diaspórica dentro de su propio país.
Pienso en las aulas que Conafe y Pronim construyeron debajo de carpas, en salones desmontables o en viejos autobuses descartados para las niñas y los niños jornaleros de los municipios agrícolas de Jiutepec, Morelos; El Valle del Mezquital, Hidalgo; o Yurécuaro, Michoacán, a las que ellas y ellos llegaban por las tardes, cubiertos todavía por la tierra de los campos y luego de una jornada de trabajo que iniciaba de madrugada. No pocas veces algunos se quedaron dormidos sobre las mesitas y las libretas. La mayoría de las veces estas escuelas no tenían baños, ni los insumos y materiales básicos. Pero madres y padres se organizaban con los maestros para costearlos y conseguirlos. Ahí me tocó ver a niños y niñas que se llevaban de vuelta a sus casas el trabajo realizado durante el día para compartirlo con hermanos y hermanas que no podían asistir por tener que cumplir con otras tareas. O hablar al día siguiente en los surcos sobre lo que la maestra les había enseñado el día anterior. Me tocó también ver a las maestras en una celebración de diversidad —y un arranque de folklor— disfrazar a las niñas y los niños indígenas de lo que ellas pensaban que era un indígena: trenzas de estambre, pantalones de manta, sombreros de paja, rebozos. Un festejo tan desconcertante como enternecedor con el que buscaban promover la inclusión. Al terminar la temporada del corte del ejote, el chile o el jitomate todos se despedían con la ilusión de volver a encontrarse al ciclo agrícola siguiente. Tenía la sensación de que las maestras entregaban las boletas de un ciclo escolar de apenas cuatro o cinco meses como si entregaran un talismán.
Me vienen a la mente las escuelas rurales de las comunidades indígenas de los municipios de Tlacotepec de Díaz, en el corazón de la Sierra Negra de Puebla, o Huautla de Jiménez, en la sierra Mazateca de Oaxaca, de donde las niñas y los niños se escapaban durante el recreo para zambullirse en el río o jugar en las pozas de agua. Casi siempre, los maestros tenían la paciencia de esperar a que fueran corriendo a sus casas para buscar ropa seca. En estas comunidades, las familias se organizaban para darles de comer a las maestras y los maestros y cada tanto rotaban los turnos. De manera que, aun viniendo de fuera, el personal docente conocía bien a las familias e iban aprendiendo las diferencias en los distintos dialectos del náhuatl y el mazateco. El grupo de infantes con quienes yo trabajaba en Tlacotepec en ese entonces eran hijos o hijas y nietos o nietas de curanderas y parteras y aunque no se puede decir que la escuela hubiera incorporado del todo la sabiduría de estas mujeres, mantenía un huerto de hierbas medicinales; las maestras y los maestros mandaban a preguntar por su uso, que muchos niños y niñas ya conocían bien por ser participantes habituales en sanaciones y rituales. Recuerdo por supuesto la generosidad y entusiasmo de los maestros de las comunidades de Yuvinani y Atzompa, en la Montaña de Guerrero, que me permitieron realizar talleres de mapeo comunitario del territorio. Cada uno de estos terminaba en largas caminatas que nos ocupaban el resto del día, en las que niñas y niños nos mostraban todas las variedades de hongos y quelites comestibles que conocían y los vínculos que desde tan pequeños habían construido con los manantiales, las montañas, los peñascos, el río y las barrancas.
Cuando realicé la investigación para mi tesis de doctorado en Bangalore, India, con niñas y niños migrantes y trabajadores encontré tantas diferencias como asombrosas similitudes con México. Niñas y niños cuya ocupación y vida itinerante los había expulsado de la escuela y que, cuando intentaban volver a ella, encontraban rechazo y discriminación. Se percibían demasiado “viejos” para cursar otra vez el mismo grado de primaria. Se sentían extranjeros en un aula que no hablaba su lengua materna. Señalados por su origen humilde, de casta “intocable” o por su identidad Adivasi (indígena o de los pueblos originarios). El currículo moldeado bajo nociones y estándares urbanos y blancos les hacía pensar que su vida, sus necesidades y sus anhelos no pertenecían a un espacio de normas tan rígidas, uñas tan limpias y lápices y libretas que costaban lo que ellas y ellos ganaban en un mes recolectando desechos reciclables en las calles. De muchas maneras surgía también la pregunta sobre si ellas y ellos pertenecían o no a la sociedad que había inventado aquella escuela.
Cuando volví a México para seguir explorando los vínculos entre migración y explotación infantil, mi trabajo me llevó hasta las escuelas del Programa para la Inclusión y la Equidad Educativa (PIEE) que operan dentro de las grandes compañías agrícolas de Sonora, donde cada año llegan miles de familias jornaleras migrantes. En sus aulas convivían las infancias migrantes del norte y del sur, hablantes de nueve lenguas indígenas distintas, junto con el español: Rarámuri, Seri, Nahua de Veracruz, Tzeltal y Tzotzil, Mixteco de Oaxaca y de Guerrero, Zapoteco, Tlapaneco y Mixe. Los maestros y las maestras —todos jovencísimos y al inicio de su carrera— sabían que muy posiblemente los meses que ellas y ellos permanecieran allí serían el único momento en que recibirían educación. Hacían su máximo esfuerzo, en el calor abrasador del desierto, en tres salones multigrado que cubrían los tres grados de preescolar y los seis grados de primaria. Luego vino la pandemia y estas escuelitas, como tantas otras, cerraron. Pero los adultos no dejaron de trabajar; sus hijas e hijos simplemente fueron transferidos a un galerón donde un par de empleadas los cuidaban y alimentaban hasta el término de la jornada de trabajo.
Me moví entonces a la frontera entre Sonora y Arizona para iniciar un proyecto sobre desplazamiento forzado interno en México y ahí escuché a niñas y niños, junto con muchos jóvenes de entre 12 y 18 años provenientes de varios estados, narrar el duelo por las escuelas que habían sido cerradas por culpa de la violencia de la que ellas y ellos y sus familias venían huyendo. La nostalgia por las escuelas que con la pandemia habían quedado reducidas a mensajes y tareas que sus maestras y maestros les enviaban por Whatsapp, y uno que otro video grabado. Muchos maestros ni siquiera imaginaban que sus alumnas y alumnos habían tenido que huir al otro lado del país. Desplazados, con la frontera y el sistema de asilo cancelados y las escuelas cerradas, no era difícil palpar la desazón y desorientación que les sobrecogía. Pensé entonces en la suerte que habíamos tenido los años anteriores, aun en las escuelas de las comunidades remotas y con menos recursos. Aun en las aulas desmontables y precarias, pero que se sostenían con la voluntad comunitaria. En este nuevo contexto de desplazamiento la comunidad era algo que había todavía que construir.
Sin el más mínimo afán de romantizar, creo en la importancia de reconocer el inmenso valor de las escuelas que, a contracorriente y respondiendo a la intemperie del contexto local, han intentado con mayor o menor éxito mantenerse cercanas a la vida de las familias que forman su comunidad, sostienen espacios de aprendizaje que reconocen —o cuando menos lo intentan— la singularidad, complejidad e importancia de las infancias a las que enseñan. Pienso en la relevancia que tienen en las vidas de cada una y uno de estas niñas y niños que migran, que han sido desplazados, que llevan una vida itinerante y pienso en cuánto nos sirven sus experiencias tan particulares ahora que intentamos salir de una pandemia y que debemos recordar que las niñas y los niños son actores sociales cruciales de nuestras sociedades y que las infancias son múltiples y diversas. Pero también, que todavía requerimos de mucho trabajo para garantizar que cada una de estas infancias acceda a escuelas y a formas de enseñanza que sepan reconocerlas desde el respeto y la apreciación de lo que son y representan para un país tan complejo, diverso. Sobre todo, que atraviesa por tantos procesos simultáneos de violencia y despojo de todo lo que es vital y que afectan profundamente a la niñez.
Valentina Glockner Fagetti
Investigadora del Departamento de Investigaciones Educativas del Cinvestav
Fuente:
Diversidad de infancias y sus escuelas: a propósito de la celebración a las niñas y los niños
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