El dilema de la reprobación

Publicado: 15 septiembre 2022 a las 10:00 pm

Categorías: Artículos

Por Diego Armando Piñón López

Por tercer ciclo escolar consecutivo, la Secretaría de Educación Pública (SEP) aprobó un acuerdo —el 11/06/22, publicado en el Diario Oficial de la Federación el 28/06/2022— que invalida la posibilidad de reprobación en los estudiantes de educación básica. Bajo esa premisa, miles de alumnos y alumnas iniciaron el presente ciclo en un grado o nivel escolar para el que no están preparados. Se encontrarán con exigencias sobre sus habilidades y conocimientos más amplias que las que no pudieron satisfacer en el ciclo anterior, ¿qué nos haría pensar que el resultado de este conjunto de condiciones puede ser un escenario favorecedor?

Esta determinación supone valorar su pertinencia y, allende, analizar la pretensión y las acciones emprendidas por parte de la autoridad escolar. Indicar una aprobación automática trajo nuevamente a discusión entre los miembros de la comunidad educativa a las diversas narrativas que se posicionan frente a las consecuencias de la reprobación en los educandos —bien sean conciliadoras o enfrentadas— de acuerdo con el enfoque desde donde se le mire. Conviene replantear el diálogo a la luz de lo acontecido al respecto los últimos años y valorar ambas perspectivas y sus posibles implicaciones

Con seguridad, todas y todos los educadores (sin importar el nivel en el que enseñen) se han detenido en algún momento a plantearse la posibilidad de reprobar a un alumno o alumna; ya fuera porque no cubría con los créditos necesarios, por las inasistencias que acumulaba, o especialmente por no cumplir con el desarrollo de los aprendizajes o las competencias que se suponía debió alcanzar durante un determinado curso. Ante esta situación, existen ciertos efectos y variables que siempre es bueno tener presentes antes de tomar una decisión que reviste profunda trascendencia en los procesos formativos.

Es importante reconocer que la reprobación es el resultado de un fenómeno psicosocial complejo, donde intervienen factores familiares, socioeconómicos, institucionales y psicológicos; variables causales que, aunque sea relevante explorar, no son el propósito primigenio de este texto. Interesa, más bien, conocer muy brevemente las repercusiones que conlleva según la literatura basada en la evidencia empírica y las propias experiencias docentes, para así aspirar a comprender las razones detrás de cada posicionamiento. Algunos autores sugieren que la reprobación suele dejar representaciones que impactan sustancialmente el trayecto escolar de quienes la padecen. Los repetidores (sobre todo en los niveles de educación secundaria en adelante), con frecuencia se conciben a sí mismos como los únicos responsables de este fracaso. La estigmatización que llegan a desarrollar hacia sí mismos pasa por entender que si el resto de sus compañeros logra aprobar, y ellos o ellas no, es porque no han asumido las reglas, porque su capacidad no ha sido suficiente y, por tanto, deben ser castigados y marginados.

Diferentes investigaciones que analizan los efectos de la reprobación y la repetición afirman que son muchas más las desventajas que acarrea este suceso en la vida escolar de los discentes. La literatura del tema tiene una tendencia clara: lejos de beneficiarse por volver a cursar un grado, el o la estudiante experimenta un notable deterioro de su autoestima; ergo, el rezago se acentúa y “la motivación para continuar en la escuela es pronto insuficiente para contrarrestar la inclinación a dedicar al niño o niña a actividades productivas o a las tareas del hogar”. Desde trabajos académicos tanto de carácter cuantitativo como cualitativo —con grandes muestras o estudios de caso— se ha consolidado la idea de que la retención de los estudiantes en un mismo grado escolar es una medida más ineficaz de lo que se suele creer, ya no sólo por lo exclusivamente psicológico/emocional, sino también por el propio alcance de logros académicos y el desarrollo cognitivo de los sujetos en cuestión. Son varios los estudios que apuntan a conclusiones similares.

Por otra parte, también deben considerarse las reacciones a la eliminación de la reprobación, sobre todo aquellas que no necesariamente son positivas. La aprobación automática puede despreocupar de las responsabilidades inherentes a la formación que atraviesa el educando (y padres y madres de familia); ante la percepción parcial de impunidad, el o la estudiante tiene la posibilidad de dosificar su exigencia y no involucrarse lo necesario, sino lo que juzgue suficiente y hacer de su proceso educativo un simple tránsito escolar.

Tras este cambio, las y los estudiantes que generalmente no se ubican en las categorías de rezago pueden recibir un mensaje desalentador, uno que —lejos de proponerles desafíos y generarles expectativas de máximo esfuerzo posible— les plantee un escenario en el que lo mínimo siempre será suficiente. La necesidad de logro podría verse significativamente afectada. Sin duda, la gestión del clima de aula y las motivaciones de los infantes y adolescentes se convierte en una asignatura a privilegiar en el quehacer docente a fin de contrarrestar tales efectos.

Ya desde la época anterior al extinto Instituto Nacional de Evaluación para la Educación (INEE), se dejaba ver la postura conflictuada ante la reprobación. La incómoda estadística de deserción en el sistema educativo hizo pensar desde hace algunas administraciones que disminuir la reprobación representaba la vía más adecuada de prevención del abandono y el rezago escolar; el silogismo parece evidente, lo que no resulta obvio es cómo lograr tal cometido. Otrora, el INEE apuntaba que, de no atenderse con prontitud la problemática, se encontrarían “graves consecuencias, pues los desertores tienen dificultad para encontrar un trabajo digno y pueden convertirse en presa fácil del crimen organizado”. Esta afirmación se circunscribía principalmente en la educación secundaria, media superior y superior, niveles que se volverían prioridad dado el rango etario de sus poblaciones y el riesgo psicosocial que éstas albergan.

El fenómeno de la reprobación se volvió un asunto cuyas connotaciones sociales, sistemáticas y administrativas eran lo suficientemente preocupantes para brindarle una categoría superior en la prelación de los temas irresolutos del sistema educativo nacional. Por lo que, en algunos textos distribuidos por la propia SEP, se caracterizó a la reprobación como la antesala de la deserción escolar, un camino obtuso que conduce a un mal social peor.

Dispuesto el escenario, parecen existir sólo dos grandes caminos: uno administrativo y otro orgánico. El primero trata de resolver la reprobación por la vía del decreto e imposición, con efectos más bien discrecionales que verdaderamente pedagógicos y estructurales; ésta parece ser la vía más rápida de dar “solución” al problema. La otra —la orgánica— consiste, entre otras cosas, en confeccionar un plan contra el rezago escolar que faculte de recursos a las escuelas y los maestros, respaldado por una fuerte inversión institucional; definitivamente mucho más lento y difícil de coordinar. Para sorpresa de absolutamente nadie, el primer camino ha sido el elegido.

La pandemia representó la oportunidad a modo para dar letra a la instrucción de la no reprobación, anteponiendo como principal justificación no afectar el trayecto formativo de los estudiantes que más sufrieron los estragos de la contingencia sanitaria y así aminorar los efectos de la desigualdad social en el país. Un argumento contra el que poco se puede rebatir: es sensato. Sin embargo, su vigencia tiene caducidad. El acuerdo 11/06/22, por el que se regulan las acciones específicas y extraordinarias para la conclusión del ciclo escolar 2021-2022 y el inicio del ciclo escolar 2022-2023, puede significar un paso más hacia la consolidación de una política más contundente, amplia y duradera. Su artículo séptimo dice a la letra: “En todos los casos en que se asiente una calificación numérica en la boleta de evaluación de las y los estudiantes de educación primaria y secundaria, la calificación que deberá registrarse no podrá ser inferior a 6”. De esta manera, la educación básica se convierte en una fase experimental en la que se evalúa la pertinencia, los riesgos y hasta la reticencia de los involucrados, para en un momento ulterior establecerla ya desde una base anticipada. El desenlace de este ciclo escolar, que apenas comienza, seguramente dictará con precisión el porvenir en los ciclos venideros.

El gran riesgo que se asume es el de obviar la evaluación. Ese proceso que tiene por objeto analizar y valorar el nivel de desarrollo de las habilidades, conocimientos y actitudes de los alumnos en congruencia con un programa escolar en un periodo específico para tomar decisiones pedagógicas en su favor. No importa cuál sea la razón, no interesa qué instrumentos se utilizaron, no valen las estrategias de atención, no existen consecuencias para estudiantes y madres y padres de familia que suscribieron compromisos pero que más tarde no cumplieron. Simplemente, la evaluación pasa a segundo plano, uno donde queda soslayado el plan, el trabajo y el juicio de las maestras y los maestros. Se convierte así en una sentencia limitante de la autonomía docente que, dicho sea de paso, se encuentra entre los criterios más recurrentes al explicar el éxito de un sistema educativo.

Desde esta perspectiva, no se le considera al personal docente como una entidad capaz de discernir cuando el rezago académico de un o una estudiante es consecuencia de su voluntad, disposición y compromiso (o de sus madres o padres, especialmente en educación básica), o si responde a factores estructurales que rebasan las condicionales primeras —como cuestiones socioeconómicas y de salud física o mental— en las que resulte prudente considerar vías alternativas a la reprobación y proponer estrategias de atención y evaluación diferenciadas. No son las maestras y los maestros quienes estiman el nivel de logro de los estudiantes y analizan sus causas, los mediadores conscientes de los efectos de la repetición y, por tanto, quienes dirimen en su labor pedagógica. La SEP ya se ha anticipado a su juicio.

Establecida la norma, la propuesta no debe reducirse a abandonar la práctica de la repetición en estudiantes de menor rendimiento, sino a sustituirla por prácticas diferentes que, con base en las aportaciones de las ciencias de la educación y la experiencia, permitan al personal docente dar a sus estudiantes el apoyo que requieren. Pero, ¿qué alternativas se ofrecen hasta este punto? ¿Proponer un “novedoso” cuadernillo de repaso?, ¿alargar los días laborables? Esas respuestas no están a la altura del problema. Habrá que analizar a detalle la propuesta de evaluación del nuevo plan de estudios recientemente propuesto. Pero por lo pronto hay una franca ausencia de medidas compensatorias. El rezago continuará siendo un lastre acumulativo con el que día a día las y los docentes van a tener que lidiar en su aula, sin más recursos que los de su limitado entorno inmediato.

Al final, parece que entre la influencia negativa en el desarrollo psicosocial de las alumnas y los alumnos y el eventual deterioro del tejido social ocasionado por deserción por un lado, y por el rezago académico en los diferentes niveles del sistema educativo, la pérdida de autonomía docente y el riesgo del mensaje de la cómoda suficiencia al alumnado por el otro, la medida de evitar la reprobación de alumno es más bien una apuesta por el menor de los males.

 

Diego Armando Piñón López
Profesor de educación primaria pública en el estado de Michoacán

Fuente:

El dilema de la reprobación