Las cubiertas de los libros: ¿para qué sirven?
Por Santiago González Sosa y Ávila
Pugna entre editores, autores, diseñadores y comerciantes, las portadas de los libros ¿sirven más para vender o para darle un complemento artístico, visual, a las palabras? ¿Nos distraen, nos engañan o nos acercan a las páginas del libro? Estos asuntos plantean los siguientes párrafos en torno a El atuendo de los libros de Jhumpa Lahiri.
En un principio los libros no llevaban portada. Se vendían como una colección de hojas que más adelante el comprador mandaba cubrir, usualmente con cuero o pergamino, protegiéndolas y adaptando el libro incipiente a su gusto y a su biblioteca. Luego llegaron nuevas formas de imprimir, nuevas tintas y colores y así comenzó el diseño gráfico y las impresiones en masa. Para mediados del siglo XIX, los libros se cubrieron con ilustraciones impresas en papel y unos años después, la portada se volvió un medio artístico en sí mismo. Adquirió entonces una doble función: representar con imágenes la palabra escrita y destacar en las vitrinas para facilitar su venta. Para fin de siglo, los editores entendieron que las imágenes vendían y cada década que le siguió, cada país, cada casa editorial, desarrolló su propio estilo —arte abstracto, composiciones tipográficas, fotográficas, ilustraciones de universos variados. En pocos siglos las portadas habían sufrido un cambio radical: de un vehículo protector de páginas a una función publicitaria que comunicara el contenido del texto, hasta convertirse en una parte inextricable de los libros.
Para quienes hemos aprendido a concebir que los libros sólo están completos cuando llevan portada, ¿cómo reaccionar ante el desinterés que recorre El atuendo de los libros (Gris Tormenta, 2022), de Jhumpa Lahiri, un brevísimo ensayo que medita en torno a las cubiertas?
Lahiri es una narradora y ensayista —ganadora del Pulitzer en 1999 por su libro de cuentos El intérprete del dolor— cuya biografía debería despertar tanta curiosidad como su obra. Nacida en Londres de padres bengalíes, creció en Estados Unidos porque a su padre lo contrató la Universidad de Rhode Island como bibliotecario. Mientras exploraba su condición como hija de migrantes también lidiaba con las identidades de otredad con la India y con Calcuta de manera simultánea. En 2015, como escritora reconocida, se estableció en Roma y agregó el italiano a su ya de por sí impresionante repertorio de lenguas, al grado de migrar parte de su obra hacia ese idioma.
Tanto así que el libro que menciono existió primero como discurso en italiano, y luego como una traducción al inglés que se preparó para una edición bilingüe, lo que culminó también en reescrituras del texto original. Esta edición en español contiene señales de haberse traducido del inglés, no del italiano, lo que implica un intercambio constante entre los textos. Pensemos en este tipo de triangulaciones (texto-traductor-lector) y las veces que las colaboraciones se repiten en la literatura, arte y oficio que se piensan esencialmente como producto del trabajo individual. Pensemos, específicamente, en las cubiertas.
Lahiri escribe estas páginas casi completamente desde el punto de vista de una autora que reacciona ante las portadas que las editoriales escogen para sus libros. Tiene una posición recelosa de lo que los diseñadores y editores han malinterpretado de sus obras y que ha culminado con portadas que, a su parecer, no concuerdan con los textos. “Desde mi punto de vista —explica Lahiri— la mayor parte de las camisas de mis libros no me quedan”. Sin duda es una postura de la que el público casi nunca se entera. Como ella misma cuenta: “cada autor reacciona a las cubiertas de sus libros pero pocos hablan de ello abiertamente”, porque, claro, sería un despropósito antagonizar contra tu propio editor y el libro que han sacado en conjunto. El punto de vista de Lahiri parte desde el ojo crítico del autor del libro, pero no hay que olvidar que detrás de cada portada hay una danza que a menudo deja insatisfechos a casi todos los involucrados: la conversación comienza entre editores y gente de marketing, después los editores tienen que explicarle a los ilustradores lo que ellos creen que es mejor para el libro; con algo de suerte, los editores consultan con el autor las primeras propuestas y de manera obligada con la gente de marketing previamente consultada y una vez más regresamos con los ilustradores para que mejoren sus bocetos. Una vez que tenemos la ilustración final, los editores consultan con los diseñadores, a quienes les han rechazado propuestas bajo la justificación que “hace falta más diseño”, lo que sea que eso signifique. Después de este vaivén de voces culmina la creación de una cubierta, una proeza editorial, pero no siempre una victoria contra el descontento.
Ahora bien, para ser una escritora tan prolífica, Lahiri no se explaya como los entusiastas de las portadas hubiéramos querido. Menos aún celebra las cubiertas, por lo que el resultado deja un sabor un tanto anticlimático para los amantes de los libros. No le dedica demasiadas páginas a la historia de las portadas, un tema en sí fascinante, ni reseña tampoco algunas de las imágenes más importantes de la historia del libro. Tampoco nos describe las cubiertas que fueron cruciales para su propia formación. Su libro deja al lector deseando que hubiera seguido la exploración de otras directrices o que hubiera ofrecido una propuesta concreta.Es decir, no es un libro apasionado de las cubiertas ni apasionadamente en contra de ellas. Describe sin entrar en demasiados detalles que algunas portadas a sus libros le han gustado y otras no (en especial las que recurren a estereotipos de la India cuando el texto entero trate de la vida en Estados Unidos) y critica que las cubiertas se utilicen más como herramienta de mercado que como otra cosa.
Es cierto. Las portadas son un sistema de códigos para posicionar los sellos, guiar a su público potencial y sobre todo para ubicar su grado de… literaturidad, digamos. En México, por ejemplo, si son portadas coloridas es probable que se trate de libros infantiles, si son austeras y con tipografía patinada, es probable que sean libros de Literatura, si contienen fotografías de personas alegres es probable que sean de autoayuda o escritos por “celebridades”y/o “gurús”—lo que sea que eso signifique. En el mejor de los casos, las cubiertas mexicanas pueden llegar a ser auténticas propuestas de arte que usualmente provienen de editoriales independientes, impulsadas por una actitud que les permite pasar por alto el desempeño comercial del libro a cambio de experimentar con libertad artística. En el peor de los casos, los editores atiborran las portadas con citas de prensa, códigos de barra, precio, fajas o estampas engañosas que anuncian segundas o terceras reediciones cuando, a lo mucho, son reimpresiones. Lahiri se queja de este fenómeno internacional con toda razón, pero omite que facilitar la venta del libro fue lo que dio pie, en un principio, al surgimiento de las cubiertas.
Lo cierto es que hoy en día los lectores desean un objeto atractivo más allá del texto en sí. La propia Lahiri confiesa haber comprado algunos ejemplares sólo por su cubierta, como muchos de nosotros lo hemos hecho. ¿Cuántos ejemplares he comprado de títulos que ya tengo en mi biblioteca por el simple hecho de que la cubierta era distinta? ¿Cuánto de ellos solo por tratarse de una edición extranjera? Si tomáramos la obra de Lahiri como ejemplo, eso equivaldría a cien cubiertas distintas, según sus propias cuentas.
Por un lado —nos explica— “es genial ver [todas sus cubiertas] juntas, percibir la abundancia de estilos, la variedad.[…] Las diferencias expresan la identidad, el gusto colectivo de cada lugar”. No es extraño, por ejemplo, que en Francia las portadas parezcan una página en blanco de Word con un entorno azul de la caja (basta con echar un vistazo a la editorial Gallimard), algo impensable en un lugar como España, donde abundan las fotos genéricas sacadas de bancos de imágenes, cosa que en Estados Unidos, donde las portadas le rehuyen a la homogeneidad, resultaría demasiado restrictivo. Pero para Lahiri esto también representa un desagrado: cuando los editores desaprueban las cubiertas de sus homólogos extranjeros. “Temo que refleje la incapacidad, aún en un mundo globalizado, de reconocerse en el otro”, apunta. En esta parte, Lahiri resulta de lo más desconcertante. Si acaso el desdén hacia portadas que han elegido nuestros pares habla de una reacción contra una monocultura global y una vitalidad de las identidades librescas regionales, o bien, de la mezquindad casi inevitable de la industria editorial a nivel mundial, pero ciertamente no de una incapacidad. Al fin y al cabo, lo interesante de comparar portadas son las diferencias, no las similitudes.
Lahiri sostiene lo contrario. Ante las distintas camisas que no le quedan a sus libros, considera “que tal vez el uniforme sería la solución”, por lo que se inclina más por las cubiertas de colecciones. Esta edición, por cierto, pertenece a la Colección Editor de Gris Tormenta: colores pastel con una gruesa franja superior de color blanco, sin imágenes, texto centrado de palo seco salvo por los apellidos de los autores, que lucen una autoritaria tipografía patinada de mayor puntaje que el resto. (¿Le gustaría a Lahiri? Yo diría que sí.)
Hasta ahora, he dado por hecho que fascinarse por la literatura implica necesariamente fascinarse también por los libros y las cubiertas. Sin embargo, Lahiri toma esta equivalencia y la pone patas arriba al introducir la idea del libro desnudo, como los que conoció en la biblioteca donde trabajaba su padre, cubiertos con una pasta dura genérica, “desprovistos de adelantos e introducciones” y con una “una cualidad anónima, secreta. […] Para comprenderlos había que leerlos”. Como ella explica, los autores de los libros cuyas portadas nunca hemos visto están representados sólo por sus palabras. Y esas lecturas se desarrollaron fuera del tiempo, ajenas al mercado y a la actualidad.
Es aquí donde Lahiri establece su mejor argumento y nos lleva a pensar: si tanto nos gusta la literatura, ¿no nos gustaría que las palabras se sostuvieran por sí mismas, sin intermediarios visuales? El atuendo de los libros casi hace que añoremos aquellas hojas sueltas que se cubrían con pergamino, de cuando leer significaba encontrarse a solas con las palabras en un silencio entre autor y lector y un misterio que permitiera la lectura libre. Casi.
Santiago González Sosa y Ávila
Editor, traductor y periodista cultural
Fuente:
Categorías