Clonando gigantes: el problema del plagio
Por Juan Pablo Pardo-Guerra
La academia se construye siempre sobre un pasado compartido. Esto lo sabemos desde hace siglos, al menos desde que la frase “pararse sobre los hombros de gigantes” se usó para describir nuestro oficio. Cada palabra que digitamos, cada texto que hilamos, cada libro que ensamblamos es producto parcial de la labor de otros. Nadie descubre el mundo desde cero. Nadie genera conocimiento desde un pizarrón en blanco. Trabajamos con los legados de otras, arreglándolos y ampliándolos para mostrar algo nuevo sobre nuestro mundo.
La conexión con un pasado compartido es lo que hace las prácticas de referencias y citas tan cruciales en la academia. Pocas profesiones tienen tanta obsesión con ser específicos sobre el origen de frases, conceptos, y fragmentos de texto. Mostrar de dónde vienen nuestras ideas —cuáles son esas y esos gigantes sobre los que construimos nuestras aportaciones— es indispensable, un imperativo ético de nuestra comunidad. Es algo que enseñamos. Es algo que vigilamos. Y es algo que materializamos en extensos manuales, programas de referencias bibliográficas y algoritmos detectores de plagio. El plagio precisamente es una violación de este imperativo y de las culturas compartidas que caracterizan nuestro quehacer.
Como otras transgresiones, el plagio tiene matices. De un lado del espectro, existen formas relativamente inocuas: por ejemplo, educadores frecuentemente lidian con estudiantes que, apenas aprendiendo las reglas tanto tácitas como explícitas sobre técnicas para referenciar el conocimiento, cometen errores flagrantes. En este caso hace falta una pedagogía para enseñar a citar y parafrasear los textos utilizados. Aunque instituciones de educación superior ofrecen varios recursos explicando en qué consiste el plagio, estos pueden ser malinterpretados por alumnos que carecen el capital cultural y contextual para entender la naturaleza y gravedad del acto. A veces, a las y los estudiantes simplemente se les olvida que hay que agregar comillas a una frase, que deben de atribuir las ideas que utilizan a sus autores originales y que deben evitar copiar y parafrasear los textos de otros si es innecesario para el argumento que están presentando. A veces, en un intento de emular el lenguaje rebuscado de autores establecidos, toman demasiada inspiración, cruzando sin saberlo, la línea que los separa del plagio. En estos casos, y cuando los alumnos se equivocan no por malicia sino por ignorancia, el descubrimiento del plagio se convierte en un momento para discutir y aprender sobre las culturas colectivas de la academia.
El plagio es algo muy diferente cuando ocurre de forma calculada, con el objetivo de engañar al lector —y en particular a otros miembros del gremio— con la apariencia de originalidad. De este lado del espectro, el plagio es cometido sabiendo que es una infracción, aprovechándose de nuestras culturas colectivas. Sus motivos son varios, pero generalmente personales y pecuniarios: producir una publicación, lograr una promoción en el trabajo, conseguir un título profesional, obtener mayor visibilidad y reconocimiento profesional u obtener más estímulos económicos. Si pensamos en el conocimiento que construimos como una casa, esta forma de plagio es más que simplemente usar los diseños de otros sin su permiso o de manera descuidada. Es un acto violento: es como quitarles ladrillos a las casas de nuestros vecinos. Es construir con materiales robados que, a diferencia de ladrillos, no se pueden reponer. Es privar a otros del reconocimiento que merecen, lucrando de sus labores y contribuciones, viviendo furtivamente bajo techos ajenos.
Un ejemplo claro de este tipo de plagio es el caso que involucró a la ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Yasmín Esquivel. Identificado por Guillermo Sheridan, el caso constituye un ejemplo radical: la evidencia que poseemos hasta ahora apunta a que Esquivel no cometió una pequeña transgresión, el tipo de omisión por ignorancia que podríamos ver entre algunos alumnos de licenciatura. Por el contrario, la evidencia sugiere la participación de Esquivel en un acto fraudulento y calculado que involucró clonar, casi palabra por palabra, la tesis de licenciatura del exalumno Edgar Ulises Báez Gutiérrez. Igualmente, tiene que ser explicada la participación de la profesora Martha Rodríguez en este incidente y en el posible plagio de otras tesis en Derecho.
Esta clonación de textos no es típica. Aunque algunos opinólogos han tratado de presentar el caso de Esquivel como reflejo de un problema sistémico y por tanto recurrente (sin ofrecer evidencias concretas más allá de la colusión de Rodríguez), el plagio en la academia generalmente toma otras formas. En particular, suele manifestarse como el uso de trechos considerables de otros textos sin la debida referencia, haciéndolos pasar como propios. Dado el volumen de producción de la ciencia actual (expertos en el tema estiman que se publican más de 2.5 millones de artículos al año), este tipo de plagio es mucho más común y habitualmente desapercibido. Irónicamente, esta forma de plagio se aprovecha de una expectativa generalizada de buena fe entre académicos. Aunque es común que sometamos los trabajos de estudiantes a algoritmos especializados en detección de plagio, lo mismo no sucede con la mayoría de los artículos científicos enviados para su publicación. Entre el volumen de textos y una cultura que asume el buen comportamiento de colegas, este tipo de plagio composicional es más común de lo que pensamos y no por ello menos aberrante.
En todo momento, estos plagios rompen con el sentido colectivo de nuestro quehacer y resultan en distribuciones desiguales de recursos y reconocimiento en nuestra comunidad. Vemos esto en un caso reciente de la Universidad de Zurich, en Suiza, en donde la profesora adjunta Carla Rossi, que dirige el Centro de Investigación de la Tradición Europea Filológica (RECEPTIO por sus siglas en inglés), ha sido acusada de plagiar imágenes y textos de otros investigadores en su libro. El caso revela, también, las asimetrías que suelen caracterizar el plagio en la academia: Rossi usó sin permiso, ni referencia, el trabajo de Peter Kidd, un investigador independiente, al que después criticó como instigador de una campaña en su contra. En cuanto plagiaba el trabajo de Kidd y otros académicos, Rossi recibió más de 500 000 francos suizos para financiar su instituto.
Hemos visto casos sonados de plagio en México. Al interior de la academia nacional, recordamos el caso de 2005 de Roberto Josué Bermudez que, habiendo plagiado al menos 40 párrafos en su tesis de licenciatura, fue destituido de su trabajo en la Facultad de Medicina de la UNAM. Tenemos, también, el infame caso de Boris Berenzon, quien fue despedido del cargo de profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM tras la revelación (y bastante movilización externa) de que había plagiado la obra de otros investigadores en sus tesis de maestría y doctorado así como en publicaciones posteriores. Cabe mencionar también los casos notables de Alejandro Gertz Manero y José Antonio Romero Tellaeche, ambos plagiarios comprobados (en el caso de Romero Tellaeche, al menos una de sus publicaciones plagiadas fue retirada de circulación por la revista El Trimestre Económico).
A pesar de nuevas herramientas que permiten su detección, el plagio está lejos de desaparecer de la academia nacional. Recientemente circularon acusaciones en contra del profesor-investigador de El Colegio de México, el Dr. Pierre Gaussens, por haber usado sin permiso tanto datos como imágenes de la tesis de licenciatura del exalumno Miguel Ángel Berber. Las asimetrías de poder y distribuciones desiguales de recompensas también describen este caso: a pesar de pedidos de transparencia por parte de otros profesores-investigadores de El Colegio de México así como de exalumnos, las consecuencias del plagio han sido mínimas para Gaussens quien se ha beneficiado con estímulos económicos a raíz de su productividad parcialmente robada. El caso de Gaussens meramente repite una injusticia institucionalizada en la academia nacional: a pesar del plagio, Bermudez continúa trabajando en la UNAM en cuanto Berenzon fue recompensado con generosos trabajos, primero como parte del equipo cercano de Elena Álvarez-Buylla en el Conacyt en 2019 (tras protestas, el puesto fue rápidamente cancelado) y ahora como coordinador en la Comisión Nacional de Derechos Humanos desde 2020. Romero Tellaeche permanece como director del CIDE y Gertz Manero continúa recibiendo estímulos económicos del Conacyt. A pesar de sus transgresiones, estos plagiarios siguen gozando de puestos que suponen contribuciones originales siendo que las suyas son robadas.
Más allá de las consecuencias del plagio sobre investigadores a quienes se les priva de reconocimiento, el plagio erosiona las instituciones colectivas de nuestra profesión; borra a los gigantes, generando una visión sesgada del pasado y un acceso desigual al conocimiento en el presente. Obras producto del plagio, por ejemplo, se tornan “contribuciones originales” y aparentemente geniales, ocultando la diversidad y complejidad histórica de la producción del conocimiento. En un caso reciente, la filósofa Susanne Bobzien de la Universidad de Oxford mostró evidencia de que uno de los fundadores de la filosofía analítica, Gottlob Frege, “se echó generosamente mano de la lógica de los (filósofos griegos) estoicos” en sus escritos sobre el lenguaje. Presentando más de 120 coincidencias, Bobzien también nos muestra indirectamente una lectura alternativa de la historia del pensamiento filosófico en el cual ideas sobre el lenguaje que consideramos modernas son, en realidad, un legado antiguo.
Al distorsionar nuestra imagen sobre la complejidad del pensamiento y consagrar injustamente a académicos y académicas que son más pericos que genios, el plagio fortalece las barreras estructurales enfrentadas por las personas más marginalizadas en nuestra comunidad. Estudios sobre sanciones por fallas a la integridad académica en universidades de Estados Unidos muestran que éstas siguen patrones claramente racializados: en particular, alumnos negros reciben más acusaciones y sanciones por plagio que sus colegas blancos. Estas estructuras racializadas persisten hasta lo más alto de la academia, como ha sido documentado por varios autores, el plagio estratégico y las citaciones selectivas son usadas frecuentemente como estrategias para invisibilizar las contribuciones de mujeres, personas racializadas, y otros grupos que sufren de discriminación constante. El plagio, para estos grupos, es un engranaje crítico de los sistemas que los mantienen marginalizados, una forma de violencia que borra sus contribuciones al conocimiento colectivo, su lugar entre los gigantes sobre cuyos hombros podemos pararnos.
El plagio no es, así, simplemente un hurto, una infracción a derechos de propiedad intelectual. Es un acto profundamente deshonesto. Como escribieron destacados académicos en una carta por el plagio del expresidente Enrique Peña Nieto, la honestidad “en todos los ámbitos es parte necesaria de la lucha contra la corrupción y contra la impunidad.” En nuestro ámbito, en nuestra comunidad, el plagio es, también, corrosivo. Lo que está en juego no es meramente la reputación de instituciones o individuos sino la solidaridad que fundamenta (o debería de fundamentar) nuestro conocimiento. Los problemas de México podrán no ser productos del plagio, pero sin duda el plagio y su defensa son parte integral de las estructuras que activamente reproducen la desigualdad en la academia y más allá.
Ilustración: Belén García Monroy
Juan Pablo Pardo-Guerra
Académico en la Universidad de California en San Diego, Estados Unidos
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