Las emociones y la escuela II: las discapacidades y la doble inequidad
Antonio Villalpando y Luz Romano
Esta es la segunda entrega de la serie “Las emociones y la escuela”, que se basa en la investigación Equidad y Regreso elaborada por Mexicanos Primero. Aquí se puede leer la presentación de la serie y el primer artículo publicado en este mismo espacio.
Pese a que en las últimas décadas se han creado varias políticas de atención a las y los estudiantes con discapacidad, el espectro de intervenciones específicas para integrarles sigue siendo un punto ciego del Estado y la sociedad mexicanos. Hablamos aquí de la atención a una matrícula que antes de la pandemia llegaba a 648 000 estudiantes, y que en el último ciclo escolar se redujo a 587 000.
En algunos casos, la omisión puede ser interpretada como negligencia, es decir, la ausencia —en 2023— de un registro nacional de personas con discapacidad mediante el que se puedan reconocer las necesidades de esta población por tipo específico de dolencia; la iniciativa y el plan de acción existen desde 2018. En el caso del sistema educativo nacional, la omisión varía en distintos grados. Si bien es cierto que existen instancias institucionalizadas como la USAER (Unidad de Servicios de Apoyo a la Educación Regular) y los CAM (Centro de Atención Múltiple), la atención que brindan es deficiente, burocrática y de gama limitada.
En la última evaluación de las USAER, por ejemplo, las y los miembros de las comunidades escolares entrevistadas señalaron que estas instancias llevan a cabo un proceso demasiado tardado para identificar a las alumnas y los alumnos que requieren atención especial, proceso que se ve afectado por la discontinuidad del personal que lo conduce, la falta de comunicación con las familias y personas cuidadoras y, en algunos casos, el desconocimiento total del proceso por parte del personal docente.
Esta situación provoca que en las escuelas sean integrados niñas y niños sin diagnósticos o con diagnósticos erróneos que impiden que las maestras y los maestros ofrezcan un aprendizaje acorde a sus necesidades, que tome en cuenta sus diferencias y la forma en que aprenden. Por su parte, la falta de formación de docentes de grupo ocasiona que en la mayor parte de los casos impartan clase en un aula que integra a estudiantes con discapacidad, esperando que “algo se les quede” porque no existe una estrategia específica para cada uno.
Aunque la ejecución no fuera deficiente, el diseño de las intervenciones tiene limitaciones de origen que no es posible atender con los recursos disponibles. Un claro ejemplo de ello es la atención a las y los estudiantes que presentan ciertas combinaciones de los síntomas principales y problemas neurológicos asociados con el espectro autista. La inclusión educativa de estudiantes con sintomatología no comunicativa o dificultades profundas de lenguaje es una tarea que implica la existencia de recursos para seguir una serie de directrices que tienen que ver con el número de alumnos en el aula, la presencia de asistentes, contar con tecnología de asistencia, apoyo comportamental y servicios de enfermería, entre otros.
Lo anterior revela la falta de planeación y recursos. Sin embargo, a esto se añade una falta de diseño aún más preocupante: la amplia gama de discapacidades que no caben en las clasificaciones contemporáneas, condiciones experimentadas por tres de cada cuatro estudiantes con discapacidad en el sistema educativo nacional, y para las que no existen herramientas de política específicas. Si bien la inclusión educativa es un derecho de cada estudiante con discapacidad, la ausencia de apoyo correctamente diseñado por parte de la autoridad educativa impide su integración y su aprendizaje, lo que hace que la escuela se sume a una larga lista de experiencias de exclusión.
Aunque es una idea falsamente atribuida a Aristóteles —algo parecido parecen haber dicho Plinio el joven y Cicerón—, cabe decir que no hay nada más injusto que tratar como iguales a los desiguales. Cada discapacidad es diferente, y cada estudiante merece valoración y atención específicas.

Del derecho al hecho hay mucho trecho
El protocolo para juzgar con perspectiva de discapacidad de la Suprema Corte de Justicia de la Nación pone como ejemplo de marginación a la escuela, pues explica que en las aulas existen estereotipos y hostilidad por parte de docentes, autoridades escolares e, incluso, de familias, lo que obstaculiza la inclusión de la infancia con discapacidad. “Como resultado de tal paradigma, se ha separado o segregado a las infancias con discapacidad en sistemas especiales de educación, lo que entraña su marginación social y afianza la discriminación” (p. 16).
Como consecuencia de lo anterior, el peso de ofrecer atención especial personalizada recae en las y los docentes y en las asesorías del personal de la USAER, quienes hacen su mejor esfuerzo por brindar apoyo con recursos limitados. Las escuelas no cuentan, por ejemplo, con materiales adaptados a las distintas discapacidades que existen y menos aún con estrategias para tratar a cada estudiante con discapacidad en lo individual para saber sus fortalezas y áreas de oportunidad. Si niñas y niños neurotípicos aprenden de forma distinta y en ritmos distintos, las y los estudiantes con discapacidad son aún más diversos. También escasean las estrategias, el acompañamiento y los materiales para atender con las mismas oportunidades de desarrollo a un menor con autismo que a uno que tiene debilidad visual. Al final, lo que sucede es que nadie sabe qué hacer con ellas y ellos, y esto se suma a actitudes discriminatorias, desde quejarse porque hacen ruido hasta considerar que su presencia en el aula demerita el aprendizaje de sus compañeros y compañeras.
Esta inequidad obliga a sus familias a tomar la difícil decisión de sacarlos de la escuela, cortando con ello toda esperanza y dejándoles en el desamparo. Siendo rigurosos: ¿qué le puede ofrecer una escuela pública a un estudiante con autismo no verbal que se comunica a través de pictogramas? ¿Qué alternativas tiene el o la docente cuando el sistema no le ofrece herramientas para entender la discapacidad y seguir un proceso pedagógico? ¿Qué le depara al estudiante con discapacidad en una escuela sin materiales específicos ni charlas de sensibilización a la comunidad escolar? Simplemente nada.
Discapacidad y ansiedad
A raíz de la pandemia, las y los estudiantes mexicanos enfrentan una pérdida de aprendizajes fundamentales de alrededor de 35 % de lo que se aprende en un año escolar. Esto es más grave para estudiantes con discapacidad que salen de nivel secundaria sin saber leer o sin poder resolver una operación aritmética que les permita leer la señalética de la calle o pagar un boleto del metro.
A su egreso del nivel básico, estas y estos estudiantes se vuelven a enfrentar con un cuello de botella: a menudo las autoridades escolares no tienen más opción que recomendar a sus padres llevarlos a un CAM o a un lugar donde puedan aprender un oficio. Ello se debe a dos razones: a que no cuentan con los aprendizajes básicos necesarios para matricularse en el nivel medio superior y a que les es imposible integrarse en un mundo de estudiantes casi adultos que no los comprenden y que no están sensibilizados para tolerarlos, ya no digamos incluirlos. Aun si contaran con apoyo y seguimiento, esta experiencia es sencillamente abismal en términos emocionales.
Esto se aprecia en los resultados de la investigación Equidad y Regreso, que publicaremos en las siguientes semanas. Si bien algunos tipos de discapacidad están relacionados con síndromes específicos de ansiedad o depresión, hay sentimientos que son experimentados con más frecuencia por personas con discapacidad. Por ejemplo: un indicativo de ansiedad generalizada con el que todas y todos estamos familiarizados es una sensación extraña en el estómago. La razón es muy simple: cuando sentimos que estamos en grave peligro —cuando experimentamos sensación de muerte, cuando alguien amado nos traiciona o cuando anticipamos un profundo rechazo social—, nuestro cuerpo secreta una hormona llamada cortisol, restringe el flujo de sangre al estómago y lo envía al cerebro y las extremidades. Sin entrar en más detalles, esto sucede porque nuestro cuerpo se prepara para pelear o huir ante el prospecto de algo peligroso. Por eso el miedo se siente con el estómago.
Cuando le preguntamos a niños, niñas y jóvenes de 10 a 15 años con qué frecuencia experimentan esta sensación cuando tienen un problema, poco más de 40 % de quienes no reportan alguna discapacidad responde “nunca”, eso es lo ideal. Sí: sólo cuatro de cada diez estudiantes que dicen no experimentar una discapacidad se sienten seguros en el mundo. Sin embargo, si le preguntan a niñas y niños que refieren tener mucha dificultad auditiva, sólo 20 % vive con esta seguridad; si le preguntan a niños y niñas sordos, 0 % vive en calma. Proporciones similares se observan en niños y niñas que reportan dificultades para subir o bajar escaleras, o para recordar o concentrarse, por ejemplo. De acuerdo con la literatura reciente sobre desórdenes socioemocionales, cuando se trata de niñas y niños con síntomas del espectro autista, esta clase de fenómenos suelen pasar desapercibidos aun para psicólogas y psicólogos entrenados.
Conclusión
El recorrido que hemos hecho en este artículo no tiene la finalidad de angustiar; no es nuestra intención hacerte sentir una sensación extraña en el estómago, aunque nosotras también la sentimos. Lo que buscamos es concientizar a las lectoras y los lectores sobre la fuerte relación que existe entre tener una discapacidad en este sistema educativo y no sentirse seguro en el mundo. Aunque el tamaño del problema da vértigo, es fundamental exigir y proponer pasos a seguir: algo de avance siempre es mejor que nada.
Una primera idea, aunque parezca muy simple, es generar datos con perspectiva de discapacidad y bienestar socioemocional. Unicef tiene un modelo sencillo de implementación que se basa en un principio obvio: preguntar a quienes tienen una discapacidad y a sus familiares, así como retroalimentar las bases de datos con las necesidades planteadas por ellas y ellos. Es ofensivo e inoperante que en el sistema educativo nacional se clasifiquen tres de cada cuatro discapacidades como “otra”.
Una segunda idea es la adopción de modelos de inversión por proyecto, herramientas que permiten acercarse a las niñas y los niños según su problema específico en vez de tratar de resolverlo todo con una gran oficina. Un buen ejemplo es el modelo del Banco Mundial: hacer grupos de enfoque, preguntar a la comunidad y planear, pero no para el diseño de todo un programa, sino para ajustar las intervenciones que se hacen a nivel escuela. Con esta planeación y la participación de otros agentes sociales —como OSCs, fundaciones, universidades— es posible incrementar el nivel de especificidad con el que se dedican recursos a la atención de cada niño y niña.
Aunque el camino por recorrer es cuesta arriba, las ideas existen. Hace falta presupuesto y voluntad política. Aunque todas y todos somos diferentes, en algo deberíamos ser iguales: en nuestras oportunidades para ejercer el derecho a aprender y ser felices.
Antonio Villalpando
Investigador en Mexicanos Primero
Luz Romano
Directora de Comunicación en Mexicanos Primero
Fuente:
Las emociones y la escuela II: las discapacidades y la doble inequidad
Categorías