¿Celebrar elecciones en las universidades públicas?
Por Álvaro Caso Chávez
Cuando se habla de democracia se pisa un pantano plagado de términos ambiguos difíciles de navegar y que con frecuencia nos hunden en equívocos, falacias de ambigüedad y —cuando hay mala fe— en trampas argumentativas. La mayoría de las personas conocemos los términos relevantes del tema: democracia, participación, representación, deliberación, legitimidad, principio de mayoría, entre otros, pero no necesariamente entendemos lo mismo por ellos. Al hablar de democracia universitaria el pantano se vuelve aún más traicionero porque algunos términos de uso frecuente en teoría democrática no tienen correspondencia clara en el ámbito universitario. Por ello, conviene hacer, por lo menos, las siguientes precisiones:
i) Democracia puede referirse a una manera de tomar decisiones sobre posibles cursos de acción o puede referirse a un procedimiento para elegir representantes que toman decisiones sobre los posibles cursos de acción. Aun cuando quede clara la distinción, hay quien sostiene que sólo una de estas dos formas es la “genuina” democracia y juzgará a la otra como una simulación.
ii) Relacionado con lo anterior, la democracia puede entenderse como la forma de tomar decisiones legítimas, o como una forma de legitimar a las autoridades que toman decisiones
iii) Derivado de i y ii, hay quien opina que estas formas son excluyentes; que sólo una es “la verdadera democracia” y se descalifica a la otra como autoritaria. En realidad tienen distintos propósitos y en casi todos los sistemas democráticos opera una combinación de ambas.
iv) El demos al que hace referencia la palabra “demo-cracia” es un concepto difícil de precisar. Decir que al demos pertenece todo aquel que tiene derecho a participar en la decisión no resuelve nada porque es igualmente indefinido quien tiene ese derecho.
v) Una aclaración más, que no se deriva de la ambigüedad de los términos, sino del desaseo conceptual. Es un error asumir que “democracia” es lo opuesto a “autoritarismo”. Si bien la democracia suele evitar, o por lo menos mitigar, el autoritarismo, considerarlas como opuestos dicotómicos es un error. Claramente hay procedimientos que no son autoritarios y tampoco son democráticos, y hay democracias que sí son autoritarias. Ejemplo de lo primero son las rifas; estas no son democráticas, pues en ningún sentido la voluntad del pueblo (demos) ha definido al beneficiario de la rifa, pero tampoco ninguna autoridad ha tomado la decisión. Ejemplo de lo segundo es el “Periodo del terror” que siguió a la revolución francesa.
Armados de estas precisiones elementales podemos avanzar un poco en la discusión sobre la democracia en las universidades públicas. Tomaremos como ejemplo a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) porque es la universidad más grande del país y sus problemas y carencias suelen estar reflejadas en las demás instituciones de educación superior, es decir, mucho de lo que digamos sobre la Universidad de la Nación es válido en general. Esta centralidad la hace blanco de repetidos llamados de académicos de ésta y otras instituciones, e incluso propuestas legislativas sin sustento, para reformar su Ley Orgánica. Sin embargo, no se desconoce el hecho de que nueve instituciones de educación superior aún verifican votaciones para la selección de rector o rectora, ya sea en forma directamente vinculatoria o con la mediación del órgano colegiado.
Es posible argumentar que la UNAM es democrática porque los procedimientos para elegir a las autoridades que la gobiernan no dependen de una sola persona, sino que en ellos participan cuerpos colegiados. Si pensáramos que cualquier procedimiento que no sea autoritario es democrático, entonces la UNAM resultaría democrática al no ser autoritaria su forma de elección. Aun sin aceptar que cualquier procedimiento que no sea autoritario es democrático, también se puede argumentar que muchas de las decisiones que se adoptan en la Universidad son democráticas porque se toman por representantes electos por el voto directo de toda la comunidad, como ocurre con el Consejo Universitario, la máxima autoridad colegiada dentro de la UNAM.
Sin embargo, no parece aconsejable quedar satisfechos habiendo señalado que la UNAM es democrática. Quienes insisten en “democratizar la UNAM” creen que el sistema actual es insatisfactorio y proponen reemplazarlo por otro. Es decir, no es que no se hayan dado cuenta de que el sistema de la UNAM es democrático, sino que les parece que este sistema no es “suficientemente” o “genuinamente democrático”. Para que las argumentaciones sean atingentes, es importante hacerse la pregunta más específica: ¿es deseable elegir al rector y a los directores de facultades e institutos por voto directo? La respuesta es que esto sería un error grave por cuatro tipos de razones.
El primero es histórico. Ya se intentó y no funcionó. Entre 1933 y 1944 la Ley Orgánica disponía que el rector y los directores fueran electos por votación directa de la comunidad universitaria. Es innecesario recapitular cómo terminó la rectoría de Rodulfo Brito Fucher, pues está ampliamente documentado. De este periodo, una lección que nos parece ineludible es que las elecciones directas generan, en grupos de poder externos a la Universidad, la tentación de incidir en la elección. En efecto, la experiencia muestra que la autonomía de la Universidad se desvirtúa cuando las autoridades se eligen por votación de la comunidad universitaria porque la Universidad se convierte en botín político de intereses externos. El financiamiento a las campañas y la propaganda extramuros —que hacen agentes ajenos a la Universidad— pueden definir las votaciones y por tanto los pactos con partidos políticos o con el propio gobierno, comprometen la autonomía. Otra lección de la historia, tal vez de menor importancia —pero también insoslayable— es que se abre el riesgo de que se presenten denuncias no probadas de fraude electoral para presionar, negociar y recuperar algo de lo que perdieron en la elección. También debe considerarse que el sistema electoral consumiría recursos importantes porque el padrón de electores sería difícil de integrar y mantener actualizado. Naturalmente, este tipo de razones no es un argumento definitivo contra las elecciones por votación universal directa. La experiencia histórica siempre es cuestionable pues es posible argumentar que las circunstancias actuales son otras, o que los errores del pasado son evitables. Sin embargo, mientras no se proponga un proyecto que evite de modo detallado los problemas señalados, es temerario ignorar las lecciones de la historia.
El segundo tipo de razones es procedimental. La comunidad universitaria no es un demos como lo es la ciudadanía en un país, de modo que los intereses de los diversos grupos que componen a los universitarios no pueden traducirse en derechos electorales. Hay tres características del conjunto de los universitarios y las universitarias que harían ilegítima una elección por voto directo. La primera de estas características es temporal. Idealmente, un alumno o una alumna permanece en la licenciatura cuatro años, mismos que dura un director o una directora en su puesto. Esto significa que, en algunas entidades, una cuarta parte de las y los estudiantes votará durante su primer año, cuando aún desconocen la problemática de sus planteles. Es decir, no serían votos que respondieran a la percepción de una problemática y a una propuesta razonada de posibles soluciones. En este sentido serían votos que no están sustentados en el derecho político de participar en las soluciones a los problemas percibidos. Peor aún, otra cuarta parte de las y los estudiantes votaría en su último año, cuando ya conocen su facultad o escuela, pero su elección ya no los afectará a ellos, pues terminan sus estudios. Estos votos tampoco estarían sustentados por el derecho a participar en la conformación de su propia realidad. Su voto afectaría la realidad de otros, pero no la propia pues dejan la licenciatura. Esto quiere decir que por lo menos la mitad de los votos del estudiantado de la licenciatura no serían plenamente legítimos en tanto que se emiten sin conocimiento de la problemática o cuando el resultado no impacta la vida estudiantil del votante.
Si bien es verdad que la gran mayoría de los alumnos y las alumnas no terminan la licenciatura en los cuatro años ideales, y la mayoría toma más tiempo, esto agudiza la injusticia pues habrá estudiantes que voten dos o hasta tres veces y otros que sólo votarían una a destiempo. En las preparatorias de la UNAM, la situación es peor porque el tiempo de permanencia en la preparatoria es menor que los periodos de los directores y, por lo tanto, habría estudiantes que no voten nunca.
Otro punto relacionado con la composición de los y las votantes, tal vez más grave que el anterior, es que la deserción escolar se da principalmente en los primeros tres semestres. Y es mayor a un 50 %. Esto significa que la mitad del estudiantado que inicie sus estudios en año de votación no sólo votaría desconociendo en gran medida la problemática local (pues su ingreso sería reciente) sino que dejaría la Universidad al poco tiempo. Con ello, el director electo perdería legitimidad pues representará mayoritariamente a individuos que ya habrán dejado la Universidad.
Para evitar estos problemas se podría proponer limitar el derecho al voto al personal docente y a los trabajadores sindicalizados, pero es difícil justificar la idea de dejar fuera de las decisiones al alumnado, especialmente cuando el sistema actual sí les da la posibilidad de participar a través de sus representantes en el Consejo Universitario, en los Consejos Técnicos o internos y en las consultas que lleva a cabo la Junta de Gobierno. También, quizás, sería injusto que el voto de una académica de tiempo completo, cuya vida laboral entera es la Universidad, tuviera el mismo peso que el de un académico que imparte una hora de clase a la semana y cuya principal actividad profesional se desarrolla fuera de la UNAM.
Se ha argumentado que usar la inestabilidad temporal del estudiantado como objeción contra las elecciones directas es inequitativo. Se argumenta que el hecho de que su permanencia sea corta no cancela sus derechos democráticos. Es importante señalar que esta argumentación es inepta, si no es deshonesta. Por las razones antes expuestas, la democracia directa violenta los derechos de la mayoría de los universitarios al dar mayor peso a unos que a otros. Por el contrario, la mejor forma que conocemos de garantizar los derechos políticos de todos los estudiantes que pasan por la Universidad es la forma actual de democracia indirecta y representativa.
Por otro lado, la principal labor de las autoridades universitarias es facilitar que el personal académico desarrolle en las mejores condiciones posibles las labores sustantivas de la Universidad: educar, investigar y difundir la cultura. Si las autoridades se eligieran por voto directo del personal que trabaja en la Universidad, privarían en las contiendas los intereses laborales de cada grupo. Por supuesto, estos intereses son legítimos, pero deben ser tratados como relaciones laborales entre la Universidad y el personal que en ella trabaja y no como divisa de negociación política, antes de las elecciones, para apoyar a un candidato o, después de las elecciones, para negociar la gobernabilidad de la entidad académica, pues esto desvirtuaría la capacidad de desempeñar las labores sustantivas de la Universidad.
El tercer tipo de razones es de orden práctico. El número de cargos directivos que designa la Junta de Gobierno oscila en promedio entre 15 y 20 cada año. En general, sólo en los meses de vacaciones administrativas no hay alguna designación de una directora o un director. Si se llevaran a cabo elecciones por votación directa, la institución estaría permanentemente sumergida en alguna elección. Dado que las designaciones no están distribuidas uniformemente, habría meses en los que se llevarían a cabo hasta cuatro elecciones, lo cual desestabilizaría la vida académica. El proceso sería mucho más largo e intenso que el procedimiento actual. Involucraría el registro y presentación de candidatos, las campañas que tenderían a durar más que las auscultaciones de la actualidad, la celebración de la elección, la calificación del resultado y la resolución de inconformidades que pudieran presentarse. Es difícil imaginar una distracción mayor de las comunidades académicas tanto del personal como del estudiantado.
El cuarto tipo de razones es de orden político. La razón de ser de la Universidad no concierne sólo a las universitarias y los universitarios. Las universidades públicas existen porque la sociedad necesita que sus ciudadanos tengan la oportunidad de formarse de manera independiente de intereses económicos particulares y de intereses políticos sectarios o sexenales. La universidad pública es de la nación. Así, la Universidad debe ser autónoma y estar libre de injerencias externas como presiones gubernamentales o fluctuaciones económicas, y también de presiones internas que no se originen en el servicio que la Universidad presta al país. Por supuesto es obligación de las autoridades universitarias escuchar a su comunidad y atender sus necesidades y reclamos, pero su destino es por y para la nación. La forma que hemos encontrado los propios universitarios para garantizar el interés del país siendo autónomos es que nuestras autoridades unipersonales sean electas por un órgano colegiado integrado por personas de convicciones diversas y de reconocida trayectoria en los ámbitos de su especialidad, que no estén alineados a grupos internos o externos de poder, y electos por el máximo órgano colegiado de la UNAM: el Consejo Universitario.
En conclusión, la UNAM no es perfecta, sin embargo, suponer que sus problemas se deben a la forma de elegir a nuestras autoridades es, por lo menos, precipitado si no es que francamente superficial. Esta forma de gobierno le ha dado gobernabilidad a una comunidad de cientos de miles de personas en tiempos de cambio e incertidumbre. No es difícil advertir que los problemas de la Universidad no son de legitimidad, al contrario, es la imparcialidad reconocida de la Junta de Gobierno lo que sustenta la autoridad de sus directores. Por lo tanto, todo aquel que clame por sustituir o modificar a su Junta de Gobierno necesita dejar la retórica “democrática” y elaborar una propuesta alternativa que detalle cómo resuelve los problemas percibidos sin generar otros más graves y evite los aquí señalados. Si hubiera una forma alternativa que claramente funcionara mejor, sería bienvenida. Nadie la ha siquiera esbozado hasta el momento.
Ilustración: Alberto Caudillo
Álvaro Caso Chávez
Filósofo. Encargado de la divulgación de la filosofía en la la Secretaría de Educación, Ciencia, Tecnología e Innovación de la Ciudad de México (Sectei).
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