Hacer ciencia sin ciencia
Por Juan Pablo Pardo-Guerra
Desde hace más de un siglo, científicos y científicas han dedicado tiempo y energía a explorar su oficio —la ciencia misma— como un objeto de estudio. A pesar de ser conocido por su modelo de competición ecológica presa-predador, por ejemplo, el matemático húngaro Alfred Lotka también analizó los patrones estadísticos que describen la producción científica, dando origen a lo que hoy conocemos como la bibliometría. Aunque usualmente asociado a la escuela funcionalista, el sociólogo americano Robert Merton también fue un ávido analista de la ciencia como institución. De Lotka a Merton, de Thomas Kuhn a Donna Haraway, de la bibliometría a la sociología y antropología de la ciencia, el estudio de la ciencia desde la ciencia es ya una práctica absolutamente establecida.
A esta tradición se ha sumado un interés por estudiar la ciencia como una institución que puede ser administrada y regulada. Desde hace décadas, personas dedicadas a la economía, ciencia política, derecho, sociología, historia y especialistas en administración pública han estudiado la relación entre políticas públicas, modelos económicos y la organización de la ciencia. Anclados en investigaciones empíricas que encuentran patrones en procesos complejísimos de innovación, esta otra tradición intelectual ha permitido entender cómo el financiamiento público impacta en la creación y transferencia de nuevas tecnologías, cómo algunos arreglos institucionales promueven más el crecimiento económico y cómo las relaciones entre sectores público y privados pueden ser articuladas para dar los mejores resultados.
Colectivamente, sabemos mucho de cómo funciona la ciencia. Entendemos, por ejemplo, cómo surgen y se configuran las profundas desigualdades en la distribución de recursos entre países ricos y pobres, entre instituciones de élite y las marginalizadas, entre disciplinas valorizadas y otras castigadas. Tenemos documentado, también, los patrones y mecanismos que llevan a diferencias en visibilidad y productividad entre científicos y científicas; así como entre aquellos con acceso a recursos de investigación y aquellos que enfrentan obstáculos constantes. Sabemos bien cómo discursos meritocráticos ocultan problemas. Sabemos cómo atender algunos de estos problemas. Sabemos, de hecho, mucho.
El conocimiento es poder, si no en términos generales al menos en términos específicos. Saber cuáles son y cómo surgen los problemas en nuestra profesión puede ser la base de mejores políticas que generen no sólo conocimientos más ricos y éticos sino, también, condiciones de trabajo más equilibradas. Desafortunadamente, aunque tenemos el conocimiento, aunque sabemos colectivamente mucho, frecuentemente vemos decisiones que son tomadas sin datos ni evidencia.
La nueva Ley General en Materia de Humanidades, Ciencia, Tecnología e Innovación —recientemente aprobada en la Cámara de Diputados y apenas aprobada en el Senado de la República el sábado 29 de abril— es un ejemplo de un momento en el que decisiones fueron tomadas sin consultar la evidencia, sin considerar estudios que podrían sugerir mejores formas de administrar la ciencia y el conocimiento. Preocupantemente, estos estudios predicen algo claro: la ley tendrá consecuencias negativas con respecto a la diversidad del conocimiento científico en México.
¿De dónde sale esta predicción? El año pasado publiqué un libro que condensa algunos años de investigación sobre políticas científicas en Reino Unido. Titulado The Quantified Scholar, el libro estudia el caso del sistema de evaluaciones británico. A diferencia del sistema de evaluaciones mexicano, que se enfoca en individuos a través del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), el mecanismo de financiamiento británico depende de una evaluación periódica de la calidad de los distintos departamentos que existen en las universidades de ese país. Cada cinco años (más o menos) cada departamento en cada universidad produce un portafolio con las mejores publicaciones de sus investigadores e investigadoras. En cada disciplina, estos portafolios son evaluados por una comisión central compuesta por expertos en el área (semejante a las comisiones dictaminadoras del Conacyt). De sus deliberaciones, producen una calificación para cada publicación de cada académico de cada departamento. Esta calificación, que va del uno al cuatro, se transforma en el número usado para dictaminar qué instituciones recibirán más recursos de investigación en el próximo ciclo de evaluación.
Estos ejercicios, burocráticos e inconvenientes, surgieron a mediados de los años 1980 como consecuencia de la austeridad del gobierno conservador británico. En vez de mantener el ritmo de financiamiento para la educación superior, el gobierno de Margaret Thatcher decidió canalizar los recursos sólo a los mejores departamentos en cada área. Con el paso del tiempo, esto generó un sistema hipercompetitivo en el cual las instituciones luchaban por atraer a los que consideraban las investigadoras y los investigadores más productivos y de mayor impacto a sus departamentos. Como muestro en el libro, tanto con métodos computacionales como con entrevistas a académicos británicos, esto tuvo un efecto negativo: con el paso del tiempo, la academia británica se hizo cada vez más homogénea, tanto en su forma de organizar el conocimiento como en la forma de enmarcar problemas. Aunque mi trabajo se enfoca en las ciencias sociales, se han documentado patrones similares en otras áreas. La conclusión es clara: la manera en la que evaluamos el conocimiento como “de excelencia” o “prioritario” afecta, en el largo plazo, lo que podemos saber sobre el mundo.
¿Cómo se aplica esto a México? Los estudios sobre ciencia muestran que, para tener un sector de innovación fuerte y efectivo, son necesarias dos condiciones. La primera es el financiamiento. Lo que ha permitido el crecimiento de innovaciones basadas en conocimiento en países de Asia, Europa y América del Norte han sido vastas inversiones en ciencia que permiten desarrollar múltiples líneas de investigación, múltiples posibilidades de hallazgos, múltiples abordajes a problemas complejos. La ciencia es una cuestión de volumen, de inversión, de masa crítica. Esto no se refleja ni en la Ley General HCTI ni en el discurso de la directora del Conacyt, María Elena Álvarez-Buylla. Por lo contrario, tanto la Ley General HCTI como las políticas del Conacyt emulan la lógica thatcheriana de austeridad, rompiendo con un viejo compromiso (nunca cumplido) de aumentar la inversión en ciencia, tecnología e innovación. México tiene menos de un treceavo de los investigadores por millón que tiene Estados Unidos (349 en México versus 4821 en Estados Unidos). Precisaríamos de una inversión de al menos un orden de magnitud mayor a la actual para siquiera imaginar un sector científico comparable. Ni las plazas, ni los laboratorios, ni los equipos, ni las becas, ni los reactivos, ni los salarios que esto contemplaría están incluidas en la Ley General. Al contrario, se eliminó la exigencia de invertir el 1 % del PIB en el sector bajo el argumento de que nunca se ha cumplido.
Esta falta de compromiso en inversión atenta contra los mismos principios de la Ley General HCTI y del discurso del gobierno actual. Aunque el texto de la Ley General HCTI señala la obligación del Estado de fomentar investigación bajo los principios de “igualdad y no discriminación, inclusión, pluralidad y equidad epistémicas”, no garantiza un incremento sustancial en recursos para las comunidades más marginadas en el sector de humanidades, ciencia, tecnología e innovación nacional. Recordemos los datos del Conacyt: sólo un 38 % de los integrantes del Sistema Nacional de Investigadores son mujeres. En áreas específicas como las ingenierías y las ciencias físico-matemáticas los números son mucho menores (las mujeres representan sólo el 6 % de los SIN III en ingenierías). Sin garantías de asignaciones de recursos de largo plazo en forma de becas, plazas, y financiamiento destinados a grupos específicos, la ciencia producida bajo la Ley General HCTI meramente reproducirá los sesgos institucionales del pasado.
Los estudios sobre ciencia también muestran el riesgo de la homogeneización inherente en las nuevas políticas. No basta invertir: también es necesario generar condiciones para que se investigue todo lo posible, desde todos los ángulos y perspectivas que podamos. Desafortunadamente, la Ley General HCTI hace todo lo contrario. Emulando sistemas rígidos y disciplinarios como los que estudié en Reino Unido, obliga a la ciencia mexicana a articularse en torno a un pequeño conjunto de prioridades nacionales: la Agenda Nacional, que sin claridad en su definición y génesis —¿quién y cómo se establece qué es una prioridad? — se convertirá en una constricción para la investigación, un mecanismo que reducirá la diversidad de las instituciones y sus investigadores.
Una ciencia bien planeada, una ciencia que busca responder los grandes problemas de nuestras sociedades, debe ser una ciencia reflexiva. ¿A qué se refiere esta reflexividad? Meramente a reconocer que, así como nuestros conocimientos del mundo no sirven de mucho si no están anclados en evidencia, en datos, y en discusión deliberada, una ciencia planeada sin evidencia, sin datos y sin discusiones honestas no tiene mucho valor. En un momento tan crítico como el actual, en el que enfrentaremos retos enormes que necesitan tanto de la movilización como de conocimientos organizados y estructurados, crear una ciencia de segunda es comenzar la carrera con un pie quebrado.
Ilustración: David Peón
Juan Pablo Pardo-Guerra
Académico en la Universidad de California en San Diego, Estados Unidos
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