Jakob Wassermann, un clásico desaparecido
Por Ricardo Bada
Este año se cumplieron los 150 años del nacimiento del austriaco Jakob Wassermann (1873-1934), autor de varias decenas de novelas y relatos. Quien fue llamado “el más alemán de los escritores” en los años veinte y alabado como clásico de la literatura, se convirtió después de su muerte en un desaparecido. Ricardo Bada desenreda aquí los nudos de ese fenómeno de olvido literario rotundo.
En mi cuento “Macho dulce”, publicado por nexos (agosto 2015) y escrito en Huelva —mi ciudad natal— durante el verano de 1958 o 1959, se encuentra esta frase: “Yo, por aquel entonces, devoraba montañas de Jakob Wassermann, y puesto que me habían destinado a la carrera de Leyes, saboreaba libros como Laudín y los suyos; yo sería Laudín y el mundo estaría lleno de Lúes, las tirantas de cuyos sostenes se caerían con facilidad”. Decía verdad. Había leído, a veces de una sentada, libros voluminosos como El hombrecillo de los gansos (cuyo censo de personajes resulta abrumador); Gaspar Hauser o La indolencia del corazón; El caso Maurizius; así como la biografía de Colón, Don Quijote del océano; Laudín y los suyos; Melusina; Golovín y el crimen angélico… Cosa curiosa es que nunca leí sus tres libros ambientados en el mundo hispano: ni Doña Juana de Castilla, ni El oro de Cajamarca, ni Gerónimo de Aguilar. Le tengo bastante alergia a las novelas históricas, de ahí que tampoco haya leído Los tres mosqueteros ni Ivanhoe.
Como tuve ocasion de comprobar más tarde, viviendo ya en Alemania y leyendo en alemán, me encontraba en bastante buena compañía. Lion Feuchtwanger había comparado a Wassermann con Dostoievski. Y Thomas Mann escribió acerca de él que poseía “el don de fabular, con el que nos gana a todos”. Por su parte, el poeta Klabund creía que “en la medida en que las novelas pueden ser perfectas, las suyas lo son”. Cierto es que también hubo voces que tacharon sus obras narrativas de “nobles mamarrachos” y de ser kitsch, pero el público y muchos de sus colegas lo leían con pasión.
Lo curioso es que, luego de su muerte en 1934, de repente su estrella se apagó. Tras la guerra casi no se le reeditó y su nombre cayó en el más fulminante de los olvidos. Tuve conciencia de ello cuando sabiendo ya leer alemán quise releer en su idioma original El hombrecillo de los gansos, que tal vez pueda considerarse como su obra maestra: ¡no había ediciones disponibles! Así que debí recurrir a una librería de viejo.
Años más tarde, una editorial lanzó al mercado una reedición de El caso Maurizius, y ello le dio pie al pontífice de la crítica literaria alemana, Marcel Reich-Ranicki, para dedicar más de media página del semanario Die Zeit a estudiar el fenómeno de la desaparición del nombre de Jakob Wassermann de los catálogos editoriales, él, que había sido toda su vida un productor infatigable de superventas. La mirada de Reich-Ranicki era tan aguda como acerada, poco escapaba a su perspicacia, aunque tenía en su haber una reseña tan descalificatoria de El tambor de hojalata que se podría incluir sin temor a equivocarse en una historia universal de la ceguera crítica. El caso es que al buen Jakob Wassermann le atestiguó que “aun cuando no contribuyó en lo más mínimo al desarrollo de la novela alemana, se cuenta entre los maestros de la arquitectura narrativa”. Pero…
Wassermann mostraba a personas nobles en situaciones desesperadas y casi siempre melodramáticas, siempre afligidas por la palidez del pensamiento —añade Reich-Ranicki. Le fascinaban las grandes ideas y los colores brillantes, los conflictos trágicos y los efectos teatrales. Amaba lo demoníaco y lo decorativo, lo problemático y lo picante. Nunca se puso en duda el carácter apasionado de su compromiso, nunca se negó su seriedad. No obstante, es difícil tomarse siempre en serio sus novelas.
Y más adelante:
Sus figuras encarnan ciertas ideas, actitudes y principios de forma similar a las de Dostoievski y, en ocasiones, incluso con mayor perfección —pues la perfección es cosa de los epígonos y no del genio—: el intelectual inquisitivo y el artista ajeno al mundo, el viejo cascarrabias bondadoso y sabio, el villano caprichoso y el funcionario pedante y seco, la esposa incomprendida, la noble pecadora, la puta pura y la misteriosa seductora: todas las que pueblan la escena de Wassermann son figuras inequívocas cuya idiosincrasia se reconoce al instante. Es precisamente una tipología tan tosca la que aumentó inmensamente la comprensibilidad y popularidad de sus novelas.
Por otra parte, sin embargo, Wassermann ha dotado a estas figuras tópicas de un gran número de matices característicos y detalles psicológicos que dan fe de dos cosas: su sensibilidad y su diligente estudio de los escritos de Freud. Así, las criaturas de Wassermann provocan la comparación con los muñecos de Madame Tussaud: como éstos, pueden confundirse con personas vivas, y también están minuciosamente construidos, son artificiales más que productos artísticos con accesorios reales.
Dos reflexiones finales, siempre siguiendo a Reich-Ranicki —porque es un placer traducir su alemán y es además alguien que sabe de lo que habla, cosa tan inusual en los tiempos que corren. La primera:
Nada entorpecía y paralizaba más al Wassermann novelista que su tendencia a la moralina y a lo que él consideraba filosofar. Porque sabía narrar mejor que pensar. Era un fabulista muy entretenido que se empeñaba en ser un predicador de la moral, un proveedor de “alimento para el alma”. ¿Era esto lo que tenían en mente quienes le llamaban, al judío Jakob Wassermann, el más alemán de todos los escritores alemanes de los años veinte?
Y la segunda, el último párrafo, que no tiene desperdicio por su cruel alusión a Goethe y la comparación tácita de su obra con la de Wassermann:
En cualquier caso —concluye Marcel Reich-Ranicki—, creo que se debe principalmente a la escisión de su personalidad que sus obras cayeran rápidamente en el olvido.
Los novelistas alemanes de hoy pueden extraer conclusiones útiles de este proceso y de sus presuntas causas. Aquel nada simpático consejero áulico que alguna vez escribió “¡Crea, artista, no hables!”, era, como todos sabemos, terriblemente reaccionario. Pero sí sabía de qué iba la literatura”.
Entretanto, he releído diagonalmente Laudín y los suyos, me he reencontrado con la escena a la que me refería en mi cuento, y la transcribo aquí para darles una muestra de cómo narra Wassermann:
En cuanto a Lu, levantó el brazo para indicarle que tomase asiento en cualquier sitio y alzó su copa para brindar por Otelli. Reía sin interrupción. Sujetaba sus cabellos con una corona de laurel. Sus ademanes, todo su ser tenían algo de descaro y desenvoltura. Como muestra de ello se había roto por un hombro el tirante de su traje de noche y el pecho izquierdo estaba casi al aire. Su voz era ronca y profunda, a menudo se asemejaba a un gorgoteo. El cuello moreno se estiraba a un lado y al otro. Los ojos tenían un brillo furioso y menádico. En medio de la historia que contaba, y que era ni más ni menos que una indecencia, aunque encantadoramente dicha, sintió sobre sí la mirada fija y penetrante de Laudín. […]
—¡Arriba! —mandó autoritaria, y le echó el brazo desnudo por los hombros. Obedeció. Otra vez colmó ella la copa y otra vez le ordenó que la bebiera de un sólo trago. Esta vez se estrechó más a él, de manera que pudo sentir sus pechos, y cuando él tomó la copa en su mano rodeó su cuello con ambos brazos. Para poder beber tenía que echar la cabeza hacia atrás. Su rostro había perdido por completo el color, parecía ajada, pero él sonreía. Era una sonrisa inerme, exánime, morbosa. No sabía si era debido a los pechos, a la piel que sentía, al salvaje hálito que aspiraba de su pelo y de su cuerpo, pero él obedecía, obedecía, y veía también a su alrededor los rostros fisgones, acezantes, cínicos, curiosos, indiferentes.
La relectura me ha servido para saber que debo corregir la frase “el mundo estaría lleno de Lúes, las tirantas de cuyos sostenes se caerían con facilidad”: no son las tirantas del sostén las que se caen, sino el tirante de su traje de noche el que se rompe. Así resultan las cosas cuando se cita de memoria.
Por otra parte me he dedicado a consultar el ZVAB —directorio central alemán de libros de segunda mano, equivalente al portal español Iberlibro—, y he descubierto que de Caspar Hauser, El hombrecillo de los gansos y El caso Maurizius se han hecho ediciones recientes, no sólo de tapa dura sino también de libros de bolsillo. Lástima grande que Reich-Ranicki se haya muerto, si no se le podrían recitar aquellos versos de dizque Ruiz de Alarcón, el mexicano que triunfó en los teatros madrileños del Siglo de Oro: “los muertos que vos matáis / gozan de buena salud”.
Ricardo Bada
Escritor y periodista, residente en Alemania desde 1963. Editor en ese país de la obra periodística de García Márquez y los libros de viaje de Cela, y autor de Don Enrique, la única antología integral en castellano de la obra de Heinrich Böll.
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