Oppenheimer: simpatía por la bomba
Por Nicolás Ruiz Berruecos
En su película, Christopher Nolan quiere rehabilitar a Oppenheimer como un resquicio moral frente a un acto de profunda inmoralidad. O, al menos, frente a un acto que desafía todas las condiciones previas de la moralidad: el lanzamiento de la bomba atómica sobre dos poblaciones civiles el 6 y 9 de agosto de 1945. Oppenheimer es un monumento para la supervivencia moral de Estados Unidos (o los aliados), después de este acto atroz. Y todo en la parafernalia visual y narrativa que despliega tiende a un doble propósito perverso: horrorizarse con la bomba nuclear y, de alguna forma, desearla.
A Nolan le interesan menos los seres humanos que los mecanismos de la historia, menos los motivos humanistas que se oponen a la bomba que la fascinación por su funcionamiento. Es curioso que la escena central de la película en donde detona la primera bomba nuclear de la historia, es mucho más sensual que las más acartonadas escenas de sexo. Nolan desea la lógica científica de la bomba y la desea como la manifestación de un control absoluto: la idea de que podemos dominar la naturaleza y utilizarla a nuestro antojo. Para Nolan, el control del genio que proyecta en J. Robert Oppenheimer, se desdobla en el control del creador cinematográfico neurótico, obsesionado con la precisión y la representación imposible de lo que no puede ver el ojo.
En una secuencia de la película, Oppenheimer (Cillian Murphy) regresa con su esposa Kitty (Emily Blunt) después de ser humillado públicamente por el macartismo antisemita de Eisenhower. Ella le reclama, permanentemente, su falta de combatividad. La exigencia de Kitty tiene un punto: parece que Oppenheimer se está dejando atacar por el gobierno de Estados Unidos, está permitiendo que lo conviertan en escarnio ejemplar. El gran científico, héroe de la guerra del ingenio, no tiene los elementos para oponerse a la maquinaria del estado. Y tampoco parece tener la disposición de hacerlo. Si se defiende es por la insistencia de su abogado, el entrañable Herbert Marks, de sus amigos o, en este caso, de su esposa. Pero no se defiende por voluntad propia. El reclamo de Kitty es que lo suyo es un juego de ego: para aceptar los horrores que permitió creando la bomba atómica, está dejándose atacar. El martirio, lo entiende bien Kitty, es una máxima expresión del ego y no su aniquilación. Oppenheimer prefiere convertirse en una víctima histórica que aceptar su parte de responsabilidad.
Ahora, frente a su juicio, Kitty le pregunta si cree que dejarse atacar por el gobierno va a hacer que la historia, finalmente, lo perdone. Oppenheimer simplemente responde: “Ya veremos”.
En otra escena, el científico admite a su amigo comunista, el filólogo Haakon Chevalier, que es un ser malvado y egoísta. Su amigo le responde que jamás ningún ser malvado y egoísta ha admitido serlo. Oppenheimer puede ser rehabilitado por la historia si podemos entender cómo la maquinaria política alrededor de él superó su inteligencia y su previsión del futuro. Él no podía saber lo que estaba haciendo. Pero como mártir lúcido de la historia o como alguien que acepta su culpa calladamente, el científico se da cuenta de lo que hizo.
En estas dos secuencias hay un rasgo fundamental de lo que quiere hacer Nolan con su película. No se trata nada más de contar la vida de Oppenheimer con todas las complejidades de la biografía de Kai Bird y Martin J. Sherwin —incluyendo el abandono de su hijo Peter, la facilidad con la que entregó a alumnos comunistas al gobierno y otro tipo de actos humanos condenables. No, aquí se trata de comprobar la altura moral del alma de Oppenheimer contrastada con la maldad de los políticos. El hombre común frente al Estado opresor, la inocencia del genio humano frente a la violencia del poder establecido, la ciencia y la imaginación teórica frente a la realpolitik. Al salvar el alma de Oppenheimer, queriendo o sin querer, Nolan trata de salvar el alma del país que ganó contra la atrocidad para nunca tener que admitir sus atrocidades.Si los nazis industrializaron la muerte para crear la máquina de Estado totalitaria, Estados Unidos instauró, en agosto de 1945, con Hiroshima y Nagasaki, el reino de la violencia justa y de la guerra justificada. Y Oppenheimer, en esta película, es el representante de semejante justificación histórica.
La razón absoluta detrás del personaje central de Nolan es que los nazis harían horrores con una bomba nuclear. Cosa que es absolutamente cierta y que crea un balance entre la aniquilación total del hombre (el fin último del totalitarismo en su maquinaría imparable y transnacional) y la pérdida necesaria de vidas para acabar la guerra. Pero el problema del nazismo deja de existir pronto. Hitler pierde el frente soviético y termina suicidándose en su búnker antes de que Heisenberg desarrolle una bomba atómica en Alemania. Entonces el enfoque cambia: ahora hay que soltar la bomba para acabar la guerra
Los parámetros morales de Oppenheimer, por más que cambian, siguen siendo claros: hay un balance que justifica el uso de la bomba. Los parámetros de los gobernantes, sin embargo, no son los mismos. Los políticos seguirán utilizando las bombas una y otra vez para sus fines. Una vez que les entrega estas armas, lo apartan de la discusión moral para llevar a la humanidad al borde de una inminente destrucción. La razón del genio, por más que justifique actos horribles de guerra, está por encima de la irracionalidad de los políticos. Es decir que está bien justificar la guerra, pero no está bien utilizarla como justificación suprema (lo que fue, básicamente, la Guerra Fría).
Oppenheimer trató de evitar que los políticos utilizaran su invento, pero no pudo hacerlo. Y su dilema moral es que entendió que las reacciones físicas desencadenadas para alcanzar la inmensa destrucción deuna bomba de fisión, se trasladan a las reacciones causales de la más estúpida lucha ideológica entre dos bloques separados por una cortina de hierro. La reacción en cadena se dio, nada más que no fue inmediata, ni fue física, sino política y humana.
Así entendemos la escena que cierra la película: en el rostro desconcertado de Oppenheimer que llena la pantalla, entendemos que no puede escapar del dilema. Como sea que lo vea, rehabilitado con una cena de espárragos y salmón mientras Lyndon B. Johnson le da una medalla en nombre del recién asesinado Kennedy, o vilipendiado por una investigación privada de la Comisión de Energía Nuclear; celebrado como héroe u odiado como genocida; la reacción sucede, está sucediendo, sucederá. Y él no pudo ver, más allá de la física, el corazón de los hombres.
La rehabilitación histórica no nace de una curiosidad biográfica, sino del poder manipulativo de Nolan. En este sentido, el director pone muy en claro que se está encauzando como autor absoluto; aquél que sabe que puede moldear una percepción histórica mediante el lenguaje artístico. En este caso, gracias al poder del montaje (y aquí, D.W. Griffith está más cerca que nunca, como genio del lenguaje audiovisual y como escritor perverso de una historia torcida).
En la construcción de la película, Nolan plantea dos visiones que se contraponen como dos capítulos de su cinta. Por un lado, la parte uno, llamada “fisión”, es decir, la separación del átomo. En ésta vemos las escenas de la vida de Oppenheimer en vibrante color, con saltos temporales. Este apartado narrativo habla de la reacción en cadena que no pudo observar y del dilema ético que admite el personaje mostrándose, finalmente, como el ser malvado y egoísta que lo es menos porque se da cuenta.
Por otro lado, la parte dos, llamada “fusión”, se refiere a la unión de isótopos de deuterio y tritio que crean átomos de hidrógeno y producen la explosión inconmensurable de la bomba H de Andrew Teller. En esta parte, Oppenheimer siempre está ausente. Aquí se habla de la fuerza desproporcionada, de la concentración de poder en el arma más monstruosa creada por el hombre, a la cual siempre se opuso el padre de la bomba atómica. Esta segunda porción de la película trata exclusivamente de la audiencia ante el congreso de Lewis Strauss (Robert Downey Jr.), un republicano antagónico de Oppenheimer que quiso ser ministro de comercio en el gabinete de Eisenhower y se convirtió en el primer político no ratificado de un gabinete (humillación que acabó con su carrera) por el trato que tuvo con la comunidad científica. Por supuesto, me refiero al trato inhumano de la cacería de brujas del macartismo.
En una suerte de epílogo a estos dos aspectos narrativos (fisión y fusión), Oppenheimer se reúne con Harry S. Truman (Gary Oldman pasando lista a los personajes históricos que recrea con pesadísimo maquillaje). El presidente lo quiere felicitar como héroe de guerra. Pero no se encuentra con un destructor de mundos, sino con un genio balbuceante. Truman desprecia que Oppenheimer le advierta de los peligros de la proliferación armamentística y le pida clausurar el laboratorio de Los Álamos. También desprecia que se identifique como el meollo culposo de esta historia: fue el presidente que jaló el gatillo, Oppenheimer meramente proporcionó la bala. Se alcanza a escuchar, cuando el científico sale de la Oficina Oval, a Truman diciendo: “no me vuelvan a traer a este chillón aquí”.
Finalmente, en la conclusión de la película regresamos a un momento que Strauss entendió muy mal. Einstein y Oppenheimer se reúnen frente a un lago. No están hablando de política, o no en el sentido en que Strauss entiende. Los dos personajes hablan de la realización ética de causar la destrucción del mundo. Entienden que la reacción en cadena no se dio con la primera bomba y la atmósfera no se incendió, pero que no pueden parar lo que iniciaron, es decir, la futura destrucción del mundo, la reacción en cadena de la humanidad enfrascada en luchas ideológicas.
Este planteamiento narrativo nos aclara en definitiva que para Nolan el mundo de los políticos, ese tras bambalinas peligroso, de fusión de poder incalculable, que dio vida a la bomba de hidrógeno, está separado del de los científicos, ese raciocinio puro, la fisión que compartimenta causas y consecuencias. En uno, lo que prima es la ambición desbordada y ciega de estos hombres violentos que no lloran, que buscan avanzar sus agendas como sea posible, a costa del mundo mismo. En el otro, lo que prima es la separación de elementos para entender la complicada psique del genio, inmiscuido en las entrañas de un engranaje que nunca pudo contener.

Cuando Kitty le reclama a Oppenheimer ser un mártir para pagar su culpa y él responde: “Ya veremos”; Nolan está hablando por la figura histórica. Ese “Ya veremos” es una declaración de poder. Aquí, Oppenheimer en toda su sabiduría o toda su inocencia, no puede saber de los ases bajo la manga que le pasará Nolan. Nolan, en cambio, se regodea de saber que puede rehabilitar históricamente al creador de la bomba. No por el interés mismo en la humanidad del científico que, para él, como todos los personajes que ha hecho, es baladí, sino por el interés político de rehabilitar el corazón moral —tan magullado— de Estados Unidos.
En la euforia que sigue a la explosión de la bomba, Nolan crea una imagen muy distinta de la que recordaba Oppenheimer en sus entrevistas más famosas. El científico decía que algunos reían, otros lloraban, otros más aplaudían, pero que lo que predominaba era el silencio. En un contrapicado, sin embargo, Nolan muestra a los científicos cargando en hombros a Oppenheimer mientras ondea, detrás, la bandera de las barras y las estrellas.
La idea, finalmente, es parecida políticamente a Armageddon de Michael Bay o Independence Day de Roland Emmerich (y entiendo lo chistoso que esto resulta). Estados Unidos es un país desgarrado entre el ingenio y lo pragmático. Tiene toda la capacidad de crear maravillas, pero los políticos lo arruinan todo. Finalmente, el mundo se salva por la apreciación del profundo ingenio de su pueblo, ese pueblo que no puede ser pragmático, que necesita una guía que los políticos no le dan. Clásica lectura libertaria de derecha, por supuesto.
Es interesante esta reducción histórica porque, de alguna manera, busca resguardar el núcleo moral de las decisiones de un científico que creó el arma de destrucción masiva más violenta de la historia. Mientras sean los políticos estadounidenses los culpables de la ceguera, hay una idea de progreso que se salva. No hay que culpar al ser humano, ni a los estadunidenses, ni al sistema de conocimiento acumulativo y crecimiento a rajatabla; sino a los hombres que no tienen la brújula moral para saber, siendo malvados y egoístas, que son malvados y egoístas.
A Nolan, como autor y como pensador, le interesa el control. El cine, para él, es un medio de control. Su juego artístico está en el meollo del poder autoral. Y, con cada película, exhibe más este deseo explicativo de abarcarlo todo, incluso aquello que no se puede explicar o ver o palmar o representar. La diferencia sustancial con Tenet (2020), por ejemplo, es que aquí el deseo de control apuesta por la reflexión histórica y no meramente por las posibilidades plásticas del cine más narrativo.
Nolan no fabricó la bomba, pero, en lo que nos muestra tan abiertamente, desea aprehenderla, controlarla visual y moralmente. Ahí está la perversidad de su película. Parece estar horrorizado con ella, pero en verdad tiene una profunda fijación,quiere entenderla como algo necesario. Desea rodearla de la justificación positivista del control sobre la naturaleza y sobre nuestra propia inteligencia, desea poder filmarla en todo su esplendor por la imposibilidad misma de su escala y su magnitud. (Inventen una escala más grande y Nolan le va a entrar: ¿qué tal recrear la experiencia de tocar la superficie del Sol?)
Ahora bien, como la fisión nuclear, el foco moral de la película no puede ser dicho, debe ser mostrado. Como las gotas de sudor en los romanos que planean el asesinato de un César interpretado por Marlon Brando, los dilemas éticos se muestran en el rostro de Oppenheimer con los enormes primeros planos de su rostro, de sus arrugas, de sus ojos inyectados de dolor. De hecho, la película termina en un gigantesco primer plano de su rostro, en el momento cúspide en que entiende el peso moral de la reacción en cadena que puso en juego.
El formato IMAX sirve para mostrar la escala de la bomba, claro, pero más allá —y de forma más decisiva—, la escala, el orden de magnitud, del genio y de su dilema moral. Oppenheimer, en sus años formativos, alucina la separación entre partículas. Esto se traduce en escenas que parecen querer perforar la materia, imaginar estrellas, entender cómo se crea el reflejo de luz en el azul de un cuadro de Picasso. Oppenheimer está atormentado por su comprensión cuántica, pero también, después de la prueba de Trinity, por las imágenes de la destrucción que puede causar (esa reacción en cadena humana que ya vislumbra). La forma de mostrar la escala de la bomba en una escena francamente hermosa y apabullante, tiene un sentido moral. La fascinación del científico con su creación en el silencio del estallido es el nacimiento de nuevas pesadillas: ya no le atormenta el mundo cuántico que alucina en su habitación de Cambridge, sino el control que logró tener sobre él.
El rostro del científico así, en primer plano, nos da a entender el dolor de la inteligencia, de la comprensión del mundo, de lo que no llegó a prever, como un espectáculo gigantesco, incomprensible, inasible incluso en el intento de representarlo. Esto sirve para contrastarlo con el mundo parco y contenido de las audiencias, de la politiquería. Y entre los dos está el montaje que cuenta la historia como los encadenamientos de la causa y el efecto que llevan a un punto central: Oppenheimer entiende lo que hizo y sufre.
Nolan no está muy lejos de lo que siempre quiso hacer: representar con absoluto control narrativo autoritario aquello que no se puede mostrar (los dilemas temporales, los huecos de la memoria, la magia, la cuarta dimensión, el reino del inconsciente, etcétera.). En ese sentido, como sucede en sus películas, la narrativa de Nolan nunca deja en duda quién está en control. Al jugar con el tiempo narrativo (porque la prolepsis y la analepsis son ejercicios de poder), con las líneas de causa-consecuencia, Nolan se erige a sí mismo como aquél que puede desentrañar las culpas de lo injustificable. Al cerrar la cinta con el dolor ético en el rostro de Cillian Murphy, al hacerlo decir que la historia, tal vez, lo absolverá, al mostrarlo como el malvado egoísta que admite su maldad egoísta, Nolan afirma un poder conducente; el de contar la historia de los vencedores como algo que todavía puede ser manipulado.
Esta película va a complacer a los estadounidenses en un nivel profundo porque pueden asegurarse de que los hitos de su historia, siempre, a través de la manipulación grandilocuente del más básico lenguaje cinematográfico, variando la escala para el gusto de los tiempos, estarán en las buenas manos de un sabio creador capaz de reordenar las piezas para decir que no todos son culpables, que no todos son igualmente humanos y que en el corazón de todo, el genio puede salvarnos de nosotros mismos. Un gesto de poder autoral entregado al servicio de la justificación histórica que, como la dimensión exorbitante de su película, es exorbitantemente perverso.
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